Prisciliano (III)
La reacción priscilianista. El edicto de 381
Tanto la crónica de Severo como uno de los textos hallados en el manuscrito de Würzburgo (Liber ad Damasum Episcopum) citan lo ocurrido tras el concilio zaragozano; así tenemos la versión de ambas partes, que no difieren en lo fundamental.
Los directores de la secta agapeta desconocieron la autoridad del concilio zaragozano, al que no comparecieron, enviando documentos de descarga de las acusaciones. Durante la celebración del mismo o poco después de su conclusión (en cualquier caso antes de la llegada de las actas), los obispos Instancio y Salviano elevaron al laico Prisciliano a la silla episcopal de Ávila. Tanto sus adversarios como Sulpicio Severo consideraron esta elevación irregular, y le llamaron “pseudo-obispo”. No obstante, según los cánones de la época, la consagración por dos obispos de la provincia, con el asentimiento del clero y pueblo de la sede (y no tenemos evidencias de que este no se produjera), era la forma canónica de elección episcopal. Así pues, salvo que mediase deposición forzosa de un pastor legítimo previo (que no consta), el nombramiento de Prisciliano como obispo de Ávila no puede ser tenido como anticanónico según las normas contemporáneas. Sin duda fue un recurso legal de los priscilianos para proteger a su máximo exponente de las decisiones del concilio.
Al conocer estos hechos a su regreso de Zaragoza con la sentencia de excomunión de los principales cabecillas gnósticos, Hidacio montó en cólera. El metropolitano comenzó a apartar de sus iglesias en Lusitania y a negarse a comunicar con obispos y sacerdotes sospechosos de herejía. Solo los tres obispos citados habían sido excomulgados explícitamente en el sínodo (y además no reconocían su autoridad), la deposición del resto era pues dudosamente canónica, aunque fueran ciertos los cargos. Hidacio adujo que se sobreentendía el mismo castigo a todos los que violentaran los mandatos expresados en los cánones conciliares. Contraatacaron los gnósticos esparciendo todo tipo de rumores contra Hidacio, repartiendo libelos en las iglesias (Prsiciliano aduciría en el Liber ad damasum que los suyos fueron perseguidos por denunciar el modo de vida disoluto, los “vicios y desórdenes” de los clérigos, y debía referirse a esto). Muchos sacerdotes y obispos de la provincia se abstuvieron a su vez de comunicar con su metropolitano tras esta campaña de acusaciones.
Tras estos hechos y la actuación lamentable por ambas partes, el desorden en toda la Lusitania fue terrible, con enfrentamientos constantes entre los seguidores de Hidacio y los de los tres obispos priscilianistas. Comenzó así una característica de todo el cisma que no hemos de perder de vista: las controversias teológicas dieron paso pronto a enfrentamientos y disputas personales.
Tras haber respondido de esa guisa a las acciones del metropolitano emeritense, Prisciliano quiso presentarse como el pacificador y consultó públicamente a dos obispos teóricamente neutrales, pero ya inclinados a su partido: Symposio de Astorga (el que había abandonado el concilio zaragozano por discrepancia con la mayoría) e Higinio de Córdoba, pidiéndoles remedio para acabar con el cisma y restablecer la paz. Ambos le contestaron que podía comunicar con los laicos, aunque rechazasen a Hidacio, siempre que hiciesen profesión de fe católica, y recomendaron la reunión de un nuevo sínodo para resolver las cuestiones pendientes, pues (afirmaban) en Zaragoza no se había condenado a nadie.
Pero Prisciliano no recurrió al recurso canónico de convocar un concilio provincial o hispano en el que se escucharan sus tesis. Como veremos, siempre pretendió resolver las controversias mediante conversaciones personales con las jerarquías, primero eclesiásticas y luego civiles, fiado de sus dotes de persuasión. Así pues, se presentó con un cortejo en Mérida, decidido a entrevistarse con Hidacio personalmente para, según su versión, poner “paz y concordia”. Al metropolitano, por contra, no le había sentado nada bien la campaña de acusaciones de los priscilianistas. Una turba de sus partidarios evitó que Prisciliano entrara en la iglesia, y despidió a los suyos con insultos, llegando a golpear a algunos de ellos. Tan estúpida violencia fue deletérea. Prisciliano escribió cartas a los “coepiscopos”, invitándoles a nombrar clérigos entre los suyos- “de buenas costumbres y con asentimiento del pueblo”- para sedes ya ocupadas por sacerdotes y obispos ortodoxos, que eran expulsados. El conflicto civil estaba servido. Así pasó casi todo 381.
Hidacio, incapaz de controlar el incendio desatado en su provincia y hacer cumplir los decretos del concilio, escribió cartas a san Ambrosio de Milán y san Dámaso, obispo de Roma, acusando a los prisicilianistas de maniqueos y de emplear libros no canónicos (apócrifos), de los que adjuntaba copia, envolviendo a Higinio en las mismas acusaciones de herejía. Prisicliano, por su parte, escribía a Dámaso cartas suscritas por el clero y pueblo leales a él en las que solicitaba que Hidacio fuese depurado de las acusaciones que sobre él pesaban. Finalmente, el metropolitano apeló al poder civil, por primera vez en este conflicto. Asociado a Itacio, escribió una carta al emperador Graciano (por medio de su valedor Ambrosio), solicitando un edicto imperial que respaldase legalmente, como había hecho Constantino tras el concilio de Nicea, los cánones antignósticos de Zaragoza.
El edicto imperial fue concedido y publicado en 381. Su ejecutor fue el procónsul Volvencio de Lusitania. Los jueces imperiales comenzaron de inmediato a expulsar de sus iglesias a los sacerdotes y obispos que persistían en las prácticas ya oficialmente consideradas como heréticas, bajo amenaza de destierro de la provincia, o acaso de Hispania. Algunos de ellos se retractaron, otros se ocultaron y pareció remitir la tormenta.
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Los escritos de Prisiciliano
Antes de seguir con el relato de los hechos, haremos un análisis de los últimos escritos del manuscrito de Würzburgo, que presuntamente recogen escritos atribuidos al propio Prisciliano, y que trazan un retrato de sus enseñanzas, contadas por él mismo. Ya hemos visto dos de esos escritos, la Apologia remitida al concilio de Zaragoza, y el liber ad Damasum episcopum al que volveremos más adelante.
Sin duda, el más interesante de los restantes códices (más breves en extensión que los dos anteriores) es el Liber de fide et apocryphis, pues en él el autor hace una defensa audaz y erudita del empleo de libros ocultos, no canónicos, una de las acusaciones más repetidas contra los prisicilanistas y los gnósticos en general. La importancia de estos libros residía en que en ellos se contenían las enseñanzas esotéricas de la secta, y estaban vedados a los ajenos, e incluso a los menos iniciados. Con respecto a los priscilianistas, Santo Toribio y Paulo Orosio citan las Actas de san Andrés, las Actas de san Juan, las Actas de Santo Tomás, así como los ya citados Memoria apostolorum y el poema De principe humidorum et de principe ignis. La mayoría de estos textos se han perdido o han llegado a nosotros en fragmentos muy corrompidos. Añádase que san León afirma que los priscilanistas modificaban o amputaban fragmentos de los evangelios canónicos, acomodándolos a su sentir doctrinal.
En este libro, Prisicliano (si, como parece, es suya la autoría) defiende abiertamente el empleo de libros apócrifos. Emplea para ello una ingeniosa estrategia, que desarrolla de forma muy convincente, gracias a su dominio de las Escrituras. Su tesis es que el canon bíblico no estaba cerrado a aquellos libros que la tradición consideraba revelados (y que precisamente quedarían establecidos por aquella época en el sínodo de Roma de 382), y como demostración, acumulaba numerosos ejemplos de otros libros citados en las propias escrituras, como el “Libro de Enoc” (carta de san Judas), la cita a un desconocido profeta Abel en el evangelio de Lucas, el “Libro de los Reyes de Israel”, compuesto por Jehú y citado en varias ocasiones en el Antiguo Testamento, los “Sermones de Ozai”, el “Libro de los Justos” citado en el libro de Josué, el misterioso “cuarto libro de Esdras”, etc. Llevado de su celo, comete errores derivados del empleo de la incorrecta Biblia de los Setenta, como cuando una mala traducción de san Mateo (2, 14-15) le hace leer una profecía para la que no hallaba autor. La profecía mesiánica es del conocido Oseas, con la traducción correcta que san Jerónimo haría en su Vulgata, publicada unos 20 años después de estos hechos.
En realidad, se le puede dar a Prisciliano el mérito de ser el primer autor cristiano en explorar la vastísima literatura hebrea profética que efectivamente no termina con los conocidos libros de la Torá que ha llegado a nosotros. Sin embargo, la razón para la que emplea tal erudición es errónea en su base. La Iglesia ya había establecido (como hace ahora), que los libros hebreos perdidos no eran imprescindibles para comprender la Revelación pues (como el mismo Prisciliano opinaba), Dios no hubiese permitido su pérdida si fuesen fundamentales. Lo que no quita para que sean tenidos como meritorios en aquellos fragmentos conservados por su cita. Tampoco el hecho de que un autor sagrado cite el texto de otro autor convierte a este en equivalente en cuanto a su peso doctrinal: san Pablo introduce en sus cartas fragmentos de obras profanas, como un verso de la Thais de Menandro (I Cor, 15, 33) o una sentencia de Arato (Hech 17, 28). Nadie piensa que ambos autores paganos son profetas de Yahvé por salir citados en las Escrituras.
Pero es que además Prisciliano emplea los ignorados textos perdidos hebreos para establecer una falaz comparación con los apócrifos gnósticos que corrían por su época, dándoles el mismo valor. Los apócrifos hebreos son muy anteriores a la revelación cristiana, y podrían aportar un poco de luz histórica a la Salvación. Los apócrifos gnósticos son muy posteriores a los evangelios canónicos cristianos, y manipulan sus enseñanzas para propagar teosofía. Prisciliano disculpaba algunas de las obvias herejías de los apócrifos (tengamos en cuenta que cada corriente y casi cada grupo tenía su propio apócrifo de cabecera, cuyas enseñanzas divergían no poco con frecuencia), apelando a la “limpieza” que cada lector debía hacer de la cizaña en ellos plantada, todo por tal de no perderse el supuesto trigo bueno que pudieran contener. ¿Y cómo debía hacerse esa “limpieza” de aquello que el gallego llama trabajo de “los infelices y diabólicos herejes”? Pues según el juicio privado de él mismo o cualquier otro maestro de doctrina se atreviese a emitir, sin necesidad de consenso o búsqueda eclesial de la Verdad. Es decir, el caos. O como dicen los modernistas eclesiales, citando al propio Prisciliano, “la libertad cristiana”.
Fue Prisciliano pues precursor del libre examen, como muchos teólogos han señalado, anticipándose en casi doce siglos a Lutero, aunque a diferencia de este no se dedicó a recortar la Biblia, sino a ampliarla hasta una extensión teórica casi infinita, a base de añadir todo tipo de textos gnósticos expurgados a su gusto. Esta característica hace a Prisciliano muy popular entre el protestantismo, particularmente el incardinado dentro de la Iglesia, que le saluda como precursor de sus iniciativas disgregacionistas. No sabemos que sus actuales defensores (o al menos la mayoría) sigan sus tesis gnósticas o astrológicas, pero ciertamente con el método que Prisciliano propugnaba lo mismo se podía defender sus afirmaciones como las contrarias. Solo bastaba con buscar en las Escrituras las citas adecuadas.
Celebremos con todo en este Liber de fide et apocryphis la erudición, capacidad dialéctica y espíritu crítico de Prisciliano, que son innegables, y que, como suele suceder, hubiesen obrado un gran bien de haber sido puestas al servicio de un mejor fin.
Otras obras menores que recoge el manuscrito son los dos tomos del Tractatus ad populum, el Tractatus Paschae y la Benedicto super fideles, que son exhortaciones a los lectores; el Tractatus Genesis y el Tractatus Exodi, homilías sobre estos dos libros, así como un comentario sobre los salmos primero y tercero. Todas ellas tienen escasa originalidad, y en ellas predominan unos rasgos comunes: la acumulación casi obsesiva de citas bíblicas, la inspiración hasta llegar al plagio literal de los libros De Trinitate de san Hilario (autor por el que Prisciliano parece tener evidente admiración), y la ausencia de doctrinas abiertamente heréticas, salvo tal vez un vago panteísmo místico, y una cierta obsesión en evitar la acusación de maniqueísmo, contra el cual se muestra particularmente feroz. Sí predomina, sobre todo en su comentario al Éxodo, una formulación muy enérgica del ascetismo como modo de vida ideal, que caracterizaría a su secta. También reprueba a los filósofos que enseñan la eternidad del mundo, a los idólatras de los astros y a los pesimistas. Rescatamos una frase de uno de sus comentarios a los salmos, recogiendo formulaciones teológicas tan estoicas como cristianas, inspiradas en su lectura de san Pablo: “Somos templos de Dios, y Dios habita en nosotros: mayor y más terrible pena del pecado es tener a Dios cotidianamente por testigo que por juez; y ¡cuan terrible será deber la muerte a quién reconocemos como autor de la vida!”.
Hablando de san Pablo, hay que recordar que gracias al descubrimiento del manuscrito de Würzburgo se puso en auténtico valor el texto conocido desde antiguo como Priscilliani in Pauli Apostoli Epistulas Canones a Peregrino Episcopo emendati. Se trata de una compilación de cánones, con citas encadenadas procedentes de las cartas del apóstol de los gentiles, que constituye una formidable refutación del dualismo. Este texto atribuido al heresiarca gallego, fue colocado regularmente en todos los ejemplares hispanos de la Biblia hasta bien entrada la Edad Media, justo antes de las cartas propiamente dichas, en un alarde de respaldo ortodoxo al texto. La versión conocida no es la original de Prisciliano, sino una versión expurgada por un tal “obispo Peregrino”, desconocido, que en el prefacio afirma haber corregido errores y conservado solo la buena doctrina católica, añadiendo algunas cosas de su cosecha… es decir, que es imposible saber cómo era el texto original de Prisicliano. La comparación de esos cánones con los textos hallados en el manuscrito permiten hoy en día afirmar que hay varios fragmentos enteros y una inspiración general en el texto que casan bien con las enseñanzas de Prisciliano. Así pues, el popular heresiarca gallego halló al fin un lugar en la historia oficial de la Iglesia, como era su deseo, y tuvo suficiente influencia como para que uno de sus escritos, bien que modificado, fuera incluido como comentario oficial a la Biblia durante muchos siglos.
Así fue el teólogo Prisciliano: culto, ascético, ingenioso, enérgico, audaz, docto, marrullero, persuadido de la verdad de sus doctrinas por encima de las enseñanzas de los concilios y los doctores, aspirante a que la Iglesia siguiera sus enseñanzas sobre la naturaleza divina, la ascesis y el uso de libros apócrifos, por encima de lo establecido. Como veremos, no estuvo tan lejos de conseguirlo, al menos en Occidente. Prisciliano vio el triunfo momentáneo de su iglesia paralela antes de su caída definitiva.
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Nota: Este artículo bebe principalmente del capítulo dedicado a Prisiciliano en la obra capital de Marcelino Menéndez y Pelayo “Historia de los heterodoxos españoles”, de lectura siempre recomendable por su vasta erudición y riguroso método crítico.
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5 comentarios
Estupendo artículo; no puede ser más completo y desde luego aclaratorio respecto a la iglesia paralela de hoy (cualquier día también recurren a la astrología, es cuestión de tiempo; todo es posible si se les deja). Enhorabuena por la serie.
Un cordial saludo.
DIOS le bendiga.
¿No sería Prisciliano un argumento pro-católico, ya que pide que se tenga en cuenta la Tradición, es decir, enseñanzas de los apóstoles y de la fe que NO están en la "Scriptura"? No sé, ¿qué os parece?
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LA
La semejanza en realidad no gira en torno al Sola Scriptura, sino al libre examen. Prisciliano defiende que cada cual puede interpretar las Escrituras, e incluso decidir qué es revelación o no de evangelios gnósticos, según su criterio. En eso es igual que Lutero, aunque el gallego ampliaba a su gusto los textos revelados y el alemán en cambio cercenó el canon establecido por los concilios a partir de la Tradición.
Ambos coinciden en negar la autoridad de la Iglesia en este punto.
y no tiene nada de anticristiano y contrario a las escrituras biblicas, y nada hay en el de astrologia o de ocultismo o de gnosticismo como dicen los catolicos fanaticos. de los otros libros de El no he encontrado en internet para hacerme un juicio de los tales, mas que referencias vagas y subjetivas.
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LA
Los manuscritos de Wurzburgo (por cierto, hay indicios de su autoría prisiciliana, pero no evidencia), son citados y analizados en en esta serie de artículos, concretamente en este mismo y el anterior (donde se analiza el Apologeticum).
Es cierto que en sus escritos no aparece apología abierta del gnosticismo (aunque sí un vago panteísmo naturalista), hay algunas reflexiones perfectamente cristianas e incluso un profesión de fe católica, pero la realidad es que por su propia naturaleza el gnosticismo vedaba las enseñanzas esotéricas a los no iniciados, lo que de entrada prohibe escribirlas, pues un libro puede caer en manos "no apropiadas". Asimismo, en todas las herejías aparecen algunos rasgos de heterodoxia junto a un buen número (e incluso mayoritario) de enseñanzas perfectamente católicas. Sin embargo, el "Liber de Fide et apocriphis", también de los papeles de Wurzburgo, sí hace una apología de la libre interpretación de las Escrituras, y del uso común de los apócrifos, reservando para el criterio personal de cada uno "qué tomar y qué dejar". Esa acusación de libre interpretación (prohibida por la Iglesia porque conduce a la multiplicación de errores y al oscurecimiento de la Verdad) se la hacían a Prisicliano sus detractores contemporáneos, lo que prueba que en este caso concreto, los apologistas católicos decían la verdad. Eso aumenta la fiabilidad de sus otras acusaciones teológicas.
Otro dato que aumenta la fiabilidad del relato del católico Sulpicio Severo es que los hechos que relata desde la aparición pública del heresiarca hasta su viaje a Italia están recogidos casi en su totalidad (aunque el enfoque es distinto, obviamente) en el "Liber ad Damasum Episcopum" de Wurzburgo. De hecho, sólo hay una diferencia mayor entre ambos: Sulpicio afirma que el concilio de Zaragoza condenó a Prisciliano, Instancio y Salviano, y el "Liber" lo niega. En todo lo demás coinciden.
Asimismo hay que tener en cuenta otras consideraciones: por ejemplo, que algunos de los libros que hablaban de Prisciliano, escritos cierto tiempo después, bebían de fuentes de segunda mano, o bien responsabilizaban al fundador de todos los usos de la secta a lo largo de sus 150 años de existencia tras su muerte (muchos de los cuales podían haber sido adiciones posteriores ajenas al espíritu del propio Prisciliano) o incluso le atribuían prácticas de otras sectas gnósticas.
Asimismo, en historiografía, tan erróneo es fiar sólo de los datos que dan los impugnadores de un personaje (aunque sean tan templados como Sulpicio Severo), como creer sólo lo que el acusado dice de sí mismo, pues es parte interesada. Hay que intentar recoger todos los datos posibles, de todas las versiones posibles, para confeccionar un análisis lo más completo posible.
Eso es lo que he intentado hacer, modestamente, en esta serie de artículos sobre un personaje tan fascinante como Prisciliano.
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