Prisciliano (II)
Doctrina de Prisciliano
Las noticias que sobre la doctrina prisciliana teníamos antes del descubrimiento del manuscrito de Würzburgo eran fragmentadas, dudosas en cuanto a la autoría y, salvo escasos fragmentos, descritas por sus adversarios. Añádase que no es sencillo distinguir lo original de Prisciliano de aquello que pudieran añadir los que continuaron posteriormente con su movimiento. Los escritos atribuidos a Prisciliano descubiertos en el manuscrito amplían nuestro conocimiento, pero tampoco dejan completamente clara la controversia. Contra la doctrina prisciliana se ocuparon autores de la talla de san Jerónimo, san Agustín, san León Magno o san Ambrosio, junto a otros menores como santo Toribio de Liébana y Paulo Orosio, muchos sínodos, y por supuesto sus enemigos impugnadores en vida.
En cuanto a la teología, según las acusaciones recogidas en los canones de los concilios toledanos de 396 y 400 (en los que por cierto se manifestaron y quedaron recogidos los testimonios de algunos obispos abjurados de la secta), y el bracarense de 567, todos ellos enderezados principalmente contra los priscilianos, el heresiarca negaba algunos de los dogmas definidos en el concilio de Nicea: Enseñaba que la Trinidad estaba compuesta de una sola persona al igual que una sola sustancia, y que Padre, Hijo y Espíritu Santo eran solo distintas manifestaciones o atributos. Consideraba que tanto el alma humana como los seres espirituales (los ángeles) no eran creados, sino “emanación” de la misma sustancia divina, y por tanto compartían las mismas cualidades que la Trinidad. Creía que el demonio y los ángeles malos (no creados por Dios, sino nacidos de las tinieblas y el caos) eran capaces de crear, y en concreto la materia era obra de satanás, y por tanto malvada en su raíz (a lo visto, también enseñó que el demonio había creado los desastres naturales y las plagas). Por ende, consideraba que había una parte divina en el ser humano, la espiritual, y una parte maligna, la material. El alma humana procedía de una especie de “almacén” (prontuarium) de la divinidad, de la cual era emanada e “impresa” con el sello de Dios (chirographum), si había cometido el pecado original, tras lo cual descendía a través de siete círculos celestes hasta caer en el mundo de satanás, que la encarcelaba en un cuerpo, contra cuyo dominio debía combatir el alma a través de toda su vida. A través del proceso de la metempsicosis, el alma se lavaba y purificaba del pecado original para regresar a la sustancia divina de la que proceden (una suerte de redención). Derivado de ello, propugnaban el ascetismo y la sobriedad de la carne, enseñanzas bien cristianas, siempre que no fuesen asociadas a creencias heréticas. Por desgracia, profesaban que aquellos que habían llegado a la virtud divina estaban imposibilitados de pecar, ni por ignorancia ni por pensamiento, por lo que los “puros” sí podían cometer toda clase de excesos sin consecuencias.
En cuanto a la cristología, negaba particularmente la Encarnación del Hijo de Dios en María, considerando que Cristo aparecía en el momento del nacimiento, y no existía antes, y que por tanto “el Hijo no podía nacer” (expresión atribuida literalmente a Prisciliano). Para explicar el misterio de la hipóstasis consideraba que Jesús y el Hijo eran dos personas distintas, y que el Cristo descrito en los Evangelios no era carnal, sino un eon (atributo de Dios), un cuerpo aparente o fantástico, que habría venido al mundo para clavar en la cruz el chirographum (“sello” de servidumbre) causado por el pecado original. Negaba en consecuencia la resurrección de la carne, por ser esta obra del mal, y creía en la pura resurrección espiritual (o más bien “retorno a la pureza”). Por el mismo motivo rechazaba el matrimonio, las relaciones sexuales, la paternidad y el consumo de carne. Todas estas enseñanzas teológicas tienen ascendiente platónico, y se hallaban ya contenidas en algunos de los movimientos gnósticos que precedieron a Prisciliano, particularmente el maniqueísmo.
Se le acusaba también, como a otros gnósticos, de reconocer igual validez a “escritos ocultos” que a las Sagradas Escrituras, y es obvio que se refiere aquí a los llamados “evangelios apócrifos”, libros que guardaban y empleaban contra las disposiciones eclesiásticas. San Toribio y Paulo Orosio atribuyen a los priscilanistas uno concreto, la Memoria Apostolorum, un texto marcionita que a partir de la parábola del sembrador establece que el Dios del Antiguo Testamento era en realidad el Demiurgo (una especie de antítesis materialista de Dios, asimilada en ocasiones al demonio), y que la divinidad solo enviaba almas puras a los cuerpos castos. Otro atribuido por Paulo Orosio es De principe humidorum et de principe ignis, breve relato que más que evangelio parece mitología pagana apenas cristianizada para explicar groseramente el origen de la lluvia. También introducía modificaciones a su gusto en las Escrituras, según testimonio de san León, por considerar a la Biblia un texto exotérico, y por tanto inferior a sus apócrifos.
En cuanto a las prácticas, recaen sobre los prisicilanistas numerosas acusaciones, desde verosímiles a dudosas. Particularmente se les acusaba de celebrar reuniones secretas en cuevas y bosques, a las que solo podían acudir los iniciados. Estas reuniones, que probablemente servían principalmente para comunicar las enseñanzas esotéricas, despertaban el morbo tanto de los discípulos del heresiarca como de sus adversarios, y se creía que eran sede de toda clase de bailes, excesos, orgías y blasfemias, acusaciones que siempre acompañarían a todas las sectas gnósticas, desde bogomilos hasta cátaros, y que forman parte de la larga cadena ocultista que, partiendo del pitagorismo, llega hasta las sociedades secretas contemporáneas. El hecho de que a ellas concurrieran tanto hombres como mujeres no mejoraba su fama.
Precisamente, la presencia de mujeres en reuniones con varones que no eran de su familia fue una acusación muy repetida. Asimismo los priscilanistas ordenaban a las vírgenes que se velaran (tomaran los votos), para evitar que contrajeran matrimonio, y les hacían en ocasiones convivir con prelados o directores del grupo con los que no guardaban parentesco. Todas estas prácticas eran un escándalo para las normas sociales de la época, y estaban proscritas por los canones disciplinarios de la Iglesia. Con todo, el “feminismo” de Prisciliano no llegaba hasta la carrera eclesiástica: todos los clérigos consagrados por los miembros de la secta conocidos, desde diáconos hasta obispos, fueron varones.
Derivado del secretismo se afirmó que el priscilianismo aconsejaba el perjurio antes que revelar los secretos esotéricos, permitiendo a sus miembros mentir para proteger a la secta. Sobre este particular únicamente contamos con testimonios posteriores al propio Prisciliano, muy particularmente el de uno de sus sucesores como cabecilla de la secta, el obispo Dictinio de Astorga, autor de la máxima Iura, periura, secretum podere noli, para lo cual se apoyaba espuriamente en el versículo 25 del cuarto capitulo de la carta de san Pablo a los Efesios. Esta práctica causaba gran confusión cuando muchos de los miembros del prisicilanismo aparentaban abjurar ante los concilios y luego recaían en los errores de la secta.
Prisciliano y sus émulos dieron una gran importancia en sus comunidades a los laicos, y no hacían distinción entre hombres y mujeres a la hora de formar “doctores”, una especie de catequistas del grupo que se encargaban de enseñar a los demás. Esta presunta “liberalización” de la enseñanza cristiana debe ser tomada con prudencia: los maestros eran directamente adoctrinados por los jefes de la secta, y por tanto, la “democratización” comunitaria era menos de lo que propugnan muchos modernistas contemporáneos, fascinados con justicia por la figura de Prisciliano, pero con demasiados prejuicios y escaso pensamiento crítico. Los “doctores” de Prisicliano simplemente eran sus subalternos. Como en todos los grupos gnósticos, únicamente el cabecilla practicaba el libre examen.
Es muy significativa la acusación de astrología, que casa con lo que de él dice Severo respecto a su práctica de la magia, a través de la cual había construido Prisciliano un complejo sistema de relación entre los cuerpos celestes y las almas humanas, que a aquellos estaban sujetos ineludiblemente (fatalismo). Cada signo del zodíaco se correspondía con un patriarca bíblico y una parte del cuerpo (fisiología astrológica), y por tanto, según la posición del firmamento en el momento del nacimiento y en el de los grandes hitos vitales, se decidían la salud, el éxito o la muerte. La libertad humana moría en esta teoría astral, en la que no podía mover apenas un miembro sin influjo de potestades siderales y patrísticas. Esta característica del priscilianismo enlazaba con los cultos precristianos, tanto druídicos como olímpicos, y le ganó la simpatía de muchos paganos, que se acercaron por vez primera al cristianismo a través de él, particularmente en Galicia. Los priscilanistas empleaban abracas o amuletos zodiacales. Precisamente serían las sospechas de brujería las que causarían su caída definitiva.
Una acusación constante, derivada de su antimaterialismo, era que no celebraban ni la Natividad ni la Pascua, por negar tanto la Encarnación como la resurrección carnal de Jesús. En esos días realizaban ayunos y penitencias, y se alejaban de las iglesias (resabio de maniqueísmo). Por contra, el Viernes Santo en lugar de guardar ayuno, se daban grandes banquetes. Probablemente en relación a este principio se halle la acusación de que no consumían la Sagrada forma durante la misa, sino que se la llevaban a casa (es fácil que se sospechara que además no la consumían, ya que si negaban la Encarnación de Dios en un hombre, tanto más en pan y vino). Otras irregularidades que se les atribuían era consagrar sólo con vino (sin pan), o con uvas y leche en vez de vino, emplear vasos sagrados para servirse la comida, etc.
Por último, los priscilianos empleaban, además de los salmos prescritos por la Iglesia, himnos propios, con mensajes esotéricos. Se conserva uno dedicado a Jesucristo, llamado Himno de Argirio, el cual los discípulos afirmaban (por revelación esotérica del propio Prisicliano) que se trataba del citado en Mt 26, 30; está plagado de simbolismos gnósticos: “Quiero desatar y quiero ser desatado/ Quiero salvar y quiero ser salvado/ Quiero ser engendrado/ Quiero cantar; saltad todos/ Quiero llorar, golpead vuestros pechos/ Quiero adornar y quiero ser adornado/ Soy lámpara para ti, que me ves/ Soy puerta para ti, que llamas a ella/ Tú ves lo que hago. No lo menciones/ La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.”
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El concilio de Zaragoza
A comienzos del otoño de 380, se reunieron en Caesaragusta doce obispos de las provincias afectadas por las prédicas de Prisciliano, incluyendo dos aquitanos. Firman las actas Fitadio, Delfino de Burdeos, Eutiquio, Ampelio, Augencio, Lucio, Splendonio, Valerio de Zaragoza, Symposio de Astorga (que lo abandonó a los dos días de iniciado por disconformidad con la mayoría), Itacio de Ossonoba (Faro, en el actual Algarve portugués), Carterio, e Hidacio, metropolitano emeritense, que firma en último lugar y es el evidente promotor y director del sínodo. Aparentemente, las provincias más afectas eran las de Lusitania, Baetica y Galecia, en la diócesis hispana, y Aquitania, en la gala.
Hidacio presentó un pliego acusatorio al concilio. Ni Prisciliano ni ninguno de sus corifeos acudió al mismo, pero sí conocieron el texto de la acusación, ya que escribieron tres textos de descarga o Apologías, cuyos autores fueron Tiberiano Bético, Asarino (o Asarbio) y el propio Prisciliano. El Liber Apologeticus prisciliano es el primero de los once documentos que contiene el manuscrito de Würzburgo, copia del siglo V de un texto que se considera procedente de la pluma del propio Prisciliano. En un estilo oscuro y algo tosco, el autor comienza presentándose, hablando de su noble alcurnia, su larga experiencia de la vida y su cultura literaria (y en ello da fe a Sulpicio Severo, que lo conceptúa de vanidoso). Da a entender que había sido pagano durante buena parte de su vida (lo que explicaría su afición a la mitología greco-romana y la astrología), recibiendo el bautismo en edad madura. Comienza defendiéndose del cargo de profesar doctrinas secretas y formar conciliábulos secretos nocturnos, afirmando que su enseñanza y su vida están a la luz de todo el mundo, y que su boca no desmiente lo que profesa su corazón. A continuación, sazonado con abundantes citas bíblicas (por cierto, con algunas divergencias, sobre todo en el Antiguo Testamento, con respecto a la Vulgata que poco tiempo después redactaría san Jerónimo), rechaza y condena sucesivamente las acusaciones de negación de la unidad divina (que profesaban los binionitas), de que era el Padre el que había sido crucificado (como sostenían los patripasianos), de considerar el bautismo como sacramento de la penitencia (enseñado por los novacianos), de practicar nefandos sacrilegios (como los nicolaítas), de dualismo maniqueo, de las sectas que prestaban culto a animales o a dioses antiguos, de los que practicaban el culto a los espíritus infernales (de los cuales proporciona una lista de demonología gnóstica sospechosamente prolija). Completa la lista rechazando su vinculación con las doctrinas de Basílides y Saturnino, el arrianismo y los errores de homuncionitas, ofitas, catafrigas y borboritas. En resumen, se considera obligado a descargarse de la acusación de pertenencia a prácticamente todas las sectas gnósticas, de las que muestra un conocimiento y familiaridad profundos. Hace especial hincapié en aclarar la acusación de maléfico o brujo, explicando sus ritos particulares como una vindicación de la presencia de la sustancia divina en minerales, vegetales y animales (un naturalismo vagamente panteísta), y la generación de las cosas por la presencia en el ser de Dios de un principio masculino y otro femenino. Incluye una profesión de fe católica ortodoxa.
Estos escritos fueron remitidos al concilio, pero sus autores no se presentaron, y el obispo anfitrión Valerio comunicó a sus pares la recomendación recibida del papa Dámaso de que no se les condenase in absentia. Los obispos presentes estudiaron toda la documentación, incluyendo las Apologías, y los testimonios escritos, pero no creyeron los alegatos de Prisciliano. El 4 de octubre firmaron sus actas, compuestas de ocho cánones, en los que se recogían las siguientes disposiciones:
El canon primero veda a las mujeres la predicación y enseñanza, así como asistir a reuniones catequéticas o de otra índole en lugares donde se hallaran varones que no fueran familiares suyos. Este canon incide en las normas sociales respecto al pudor femenino, y no rechaza la igualdad espiritual de varones y mujeres. Dos cánones más prohiben la norma priscilianista de ayunar los domingos, ausentarse de los templos durante Pascua, Adviento y Navidad, celebrar conciliábulos (“oscuros ritos” dice literalmente) en montes y cavernas. Otro canon proscribe la costumbre de la secta de nombrar personas con título de “doctor”, el cual solo debe ser concedido por la autoridad eclesial legítima. Otras prácticas priscilianistas que se condenan son la obligación de velar (tomar votos monacales) a las vírgenes a partir de los cuarenta años, o recibir la eucaristía en la mano para consumirla en el hogar, exigiendo que fuese consumida en la iglesia, para lo cual obligaban a darla en la boca. El sexto canon decreta el apartamiento de la Iglesia de aquel clérigo que “por vanidad y presunción de ser tenido en más que los otros” adoptase reglas de austeridad monástica (las cuales estaban vedadas a los seculares). El último canon es una copia literal de otro del concilio de Iliberris (principios del siglo IV), prohibiendo a un obispo admitir a comunión (lo que se llamaba “comunicar” o comulgar) a un fiel excomulgado por otro obispo.
Desgraciadamente, solo se conserva de este concilio un fragmento con los firmantes y estos ocho capítulos (muy pocos para un sínodo contemporáneo), en los que se contiene la condena de reglas y aspectos externos de la secta, pero no se comenta la sustancia doctrinal de la misma, que verosímilmente los firmantes no hubiesen dejado de condenar explícitamente (y vale la pena preguntarse porqué sólo se conserva un fragmento, y precisamente este, de aquellas actas). Sea porque la condena teológica se ha perdido, o porque los obispos no la trataran en profundidad, prefiriendo centrarse en aspectos externos más claramente sancionables (y de nuevo habría que sospechar, en este caso, sino existirían entre ellos mismos discrepancias acerca de la interpretación del alcance herético de la doctrina), lo cierto es que la teología de Prisciliano apenas se puede entresacar de las actas del concilio zaragozano.
Desestimando la recomendación del papa san Dámaso (probablemente por considerar que la ausencia de los acusados era atribuible a su mala voluntad), los firmantes citaron expresamente el nombre de los cuatro excomulgados por instigar las prácticas condenadas en los canones: los prelados Instancio y Salviano, y los laicos Prisciliano y Elpidio. El concilio confió a Itacio, obispo de Faro, la notificación y el cumplimiento del decreto a los acusados, los cuales debían retractarse en la forma debida para ser de nuevo recibidos a comunión. Por cierto que a su llegada a Bética, el obispo ossonobense supo que el obispo de Córdoba Higinio, primer denunciante del priscilanismo, convencido por sus adeptos, habíase unido a ese movimiento. Apoyado en la autoridad del decreto conciliar, le depuso y excomulgó.
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Nota: Este artículo bebe principalmente del capítulo dedicado a Prisiciliano en la obra capital de Marcelino Menéndez y Pelayo “Historia de los heterodoxos españoles”, de lectura siempre recomendable por su vasta erudición y riguroso método crítico.
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5 comentarios
Estupendo artículo y muy interesante, muy bueno, para releer al menos un par de veces, eso como mínimo. Muchas gracias por traerlo.
Un cordial saludo.
Vale decir que algunas de las prácticas e ideas que se describen y que hoy parecen demasiado extravagantes, en ese tiempo no lo eran y caer en ellas no era tan difícil. Por ejemplo, la idea de que la creación (excepto la del hombre) había sido obra de Lucifer antes de su caída fue sostenida por varios de los Padres e, incluso, fue, en determinado momento, doctrina común. Para los poco entendidos en teología, no era difícil, entonces, verse arrastrados hacia una concepción maniquea. O, por ejemplo, la práctica del arcano por la cual sólo se revelaba una parte del depósito de la Fe en forma sucesiva a algunos pocos, que fue común durante todo el tiempo de las persecuciones e, incluso, durante tiempo después, hacía correr el riesgo a los no-iniciados en todas las verdades de fe de ser objeto de "revelaciones" esotéricas falsas por gente (infiltrados) sin escrúpulos.
Lo curioso (al menos para mí) es el paralelismo con otras "infiltraciones" más contemporáneas que comparten prácticas similares. Por ejemplo, la teología de la liberación. Nadie es adoctrinado en ella desde el catecumenado, sino que, ya con una mínima formación catequética, uno es "liberado" de concepciones "míticas-individualistas" (sobre la Virgen, los milagros, los santos, los dogmas) y se le "revela" el verdadero sentido "real-social" o "concreto-comunitario" del Evangelio (el Jesús histórico, el sentido de lucha por la liberación del Exodo, etc.).
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LA
Buena aportación, Walter. Tal vez matizaría que la no comunicación de las verdades de la fe (contenidas en libros públicos) la realizó la Iglesia únicamente en los períodos, relativamente breves, de persecución bajo algunos emperadores paganos. En el caso de las sectas gnósticas, la ocultación de enseñanzas provenientes de libros secretos formaba parte de la idiosincracia de las mismas, en todo momento.
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LA
Su comentario no ha sido censurado. Lo escribió en el tercer capítulo de esta serie, y allí lo tiene, junto a mi contestación. Los argumentos están también allí, igual que en los artículos.
Por cierto, Prisicliano fue tan poco romano como para apelar al papa en defensa de sus tesis. San Martin de Tours no era amigo de Prisciliano, y de hecho condenó sus herejías, sencillamente no quería que el poder civil se inmiscuyese en su proceso. No intentemos hacer a Prisciliano lo que no era, y menos construir teologías al margen de la realidad histórica.
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