El diablo es “padre de la mentira”
(Jn VIII, 44)
I.
La espera epistolar y el interdicto anti-proselitista que se traduce en veda de mi libertad locomotiva, me dan algo de tiempo y oxígeno psicológico para escribir un poco. Ahí vamos.
Hace un tiempo, Nima me pidió que, por cortesía, vaya al funeral de un vecino budista. Con el fin de rezar por él y conocer más la cultura local, me dispuse a ir, para lo cual ascendí el monte, caminando una media hora en medio de pedregales y bichos hasta llegar al sitio donde despedían al pobre finado, que tuvo la desdicha de morir fuera del seno de la Iglesia, al menos visible.
Lamentablemente, perdí las impresionantes fotos, pero, a los fines de esta crónica, que no es un estudio antropológico de campo, baste una somera descripción: al difunto lo quemaron insertándolo en un maderamen artesanal lleno de fuego, alrededor del cual los deudos recitaban sus mantras, movían sus matracas y tomaban jugo (sí, tomaban jugo, que nos lo repartieron por gentileza, quizás por el calor que hacía). El podio, por cierto, estuvo reservado al monacato, compuesto de cuatro lamas adultos y dos pequeños lamas que no superaban los diez u once años.
Los monjes, con monótono acompañamiento poli-instrumental, ejecutaron una serie interminable de ininteligibles invocaciones siguiendo las exactas rúbricas del Ritual tibetano escritas sobre unas pequeñas hojas rectangulares. Ajeno a cualquier “asisismo” y consciente de la absoluta inutilidad y peligrosidad objetivas de los rituales budistas, por mí cuenta y mientras padecía la rítmica adormilante de los guturales coros, rezaba el sacratísimo Rosario pidiendo a Dios por la salvación eterna del desdichado vecino cuyos huesos se consumían ante la fogata que acaparaba nuestro campo visual.
Todo transcurría con sopor budista, hasta que fuimos sacudidos por un espectáculo inesperado: de pronto, desde el centro de las quemantes maderas, por acción de no-sé-qué físico fenómeno, emergió el cráneo carbonizado del cádaver, que, ante la inmutación de los lamas, se impuso frente a nuestro ojos, con tétrica faz, invitándonos a reflexionar en el drama de las postrimerías.
Tal dantesco espectáculo más bien servía para intentar la ignaciana meditación del infierno que para escalar con la mente a las delicias celestiales. El fuego, los mantras, la idolatría, la superstición, la ausencia de toda referencia a Dios, la muerte fuera de la Iglesia, el cráneo carbonizado que nos “miraba”… conformaron a una de las experiencias sensibles más fuertes de mi vida. Salvo el jugo, todo allí parecía invocar el averno.
II.
Más no había que quedarse en el nivel sensible. Era preciso profundizar su cosmovisión para asomarnos a las tinieblas de esas almas, en las que jamás recuerdo haber visto expresiones de gozo prístino. A tal fin, emprendí un coloquio esjatológico con los monjes budistas, haciendo gala de mis dotes para el diálogo interreligioso.
He aquí que, terminada la ceremonia fúnebre, con sincero y esforzado respeto, me dirigí al jefe de los lamas, con quien, excelente traductor mediante, tuve el siguiente coloquio:
- “Hola, ¿cómo anda?”
- “Bien, ¿y Ud?”
- “Muy bien”
- “Ah…”
- “Lama, ¿le puedo hacer una pregunta?”
- “Sí”
- “¿Dónde fue el muerto?”
- “¿Qué?”
- “Sí, ¿dónde fue el muerto?”
- “Al Cielo”, me contestó con canchera sonrisa, luego de dudar y pensar un poco.
- “Ahh…pero, entonces, ¿a dónde fue a parar vuestra creencia en la reencarnación?”
En ese momento, la mano se le complicó… Y me respondió:
- “Se va a reencarnar en otro mundo”.
Notando nosotros la incoherencia interna de sus últimas dos afirmaciones, le respondí esto:
- “Pero, ¿no era que se había ido al Cielo? ¿Cómo es que ahora se va a reencarnar en otro mundo? ¿En qué quedamos? ¿Se fue al Cielo o se va a reencarnar en otro mundo?”.
Tanta pretensión de coherencia discursiva fue demasiado para el jefe de los lamas. No tenía salida y por eso me dijo esto:
- “No entiendo inglés. Chau”. Y se fue. Tras él, se retiraron los demás monjes con su arsenal ritual.
Una vez más, la hipocresía. El primer acto de hipocresía fue darme dos respuestas opuestas. La primer respuesta que me dio era del todo inusual en la dialéctica budista, pero me la dio, creo, para quedar bien conmigo, porque era fácil estimar que yo era cristiano.
La segunda respuesta que me dio se contradecía con la primera. He aquí, una clara hipocresía. Cuando le puse de manifiesto la oposición lógica de ambas proposiciones, pretextó no entender inglés, para dar por finalizado el coloquio, que fue el primero, y el único, que tuve con el jefe de los lamas de la aldea donde aun está la base misional.
Y lo del inglés fue un pretexto puesto que contábamos con un perfecto intérprete, que es mi amigo llamado Surya, cuya lengua madre es el nepalí (que es el idioma local) y que, a la vez, habla muy buen inglés.
III.
Tanta hipocresía me sulfuró y me venía a la memoria los estudios que hice sobre la temática del fariseísmo a la luz de los escritos del padre Castellani. Es que el fariseísmo no es un problema exclusivo de los ministros de la religión vera, sino una peste que también invade a los de las creencias falsas. De hecho, estimo que si no fuera por el fariseísmo de los ministros de las religiones falsas, estas se habrían reducido enormemente, probablemente hasta desparecer por su conversión en masa a la Fe vera. Un tema para otra ocasión… Retomamos el hilo.
Indignado, camino unos pasos solo y me topo con un grupo de jóvenes deudos, que juntos venían del funeral. Los saludé y acto seguido les relaté el coloquio que tuve con el lama magno. Entonces, una del grupo tomó la palabra. Era una chica culta que estudiaba en la universidad. Ella me dijo: “a nosotros, un lama (o los lamas) nos dijo que el difunto se convertirá en una víbora”. ¿Habrá sido el mismo lama que a mí me respondió otras dos cosas distintas y opuestas? No sé, puede ser. Al menos, fue la respuesta oficial que los lamas les dieron a los familiares del muerto.
Pensando un poco, noto que el lama jamás le habría dicho a un extranjero que un budista se va a convertir en serpiente, máxime cuando los cristianos creemos en vocación universal al Paraíso eternal donde se goza de la visión del mismo Dios Omnipotente. Si dijera eso, en el marco de las llamadas “religiones comparadas” (que en realidad es una ilusión óptica, como decía Chesterton), el budismo quedaría muy mal parado. Pero, al mentirme y espetar contradicciones, queda peor parado aun ya que al absurdo doctrinal, le suma el absurdo discursivo y la mala voluntad del fariseísmo.
Mas, las contradicciones internas y la superstición del budismo tibetano no terminan acá, sino que se convierten en negocio destinado a engrosar las billeteras de los honorables lamas. Volvamos al hilo del relato.
Cuando terminé el coloquio con el grupo de jóvenes que me comunicó el delirio tibetano del pobre-que-deviene-víbora, espantado, le conté el verso a Nima. Y él, que es converso del budismo (y por converso, adverso al verso), a la vez que el único cristiano de su familia, me dijo que aún hay más tela para cortar: los monjes hacen no-sé-qué cálculo astrológico y según eso determinan en qué género de ser se reencarnará el difunto del caso: rata, serpiente, hombre y zoológico etcétera.
Pero, y acá preparemos las billeteras, si los familiares le pagan a los lamas la debida suma de dinero, entonces ellos compasivamente harán un ritual (llamado puya) gracias al cual el finado devendrá hombre y no bestia…
¡Qué bestias!
Domine, miserere nobis!
Padre Federico, S.E.
Misionero en la Meseta Tibetana,
Viernes de la Octava de Pascua 21-4-17