24.01.19

Anunciamos tu muerte (y III - Respuestas XXIX)

6. ¿Y la respuesta o aclamación de los fieles? ¡No es menos significativa!

  “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Dirigida a Cristo, los fieles reconocen la fuerza salvadora del misterio pascual, la cruz y la resurrección, aguardando su última venida, gloriosa y definitiva. La Eucaristía nos acompaña hasta la Parusía del Señor, la Eucaristía hace que el Señor siga viniendo hoy, sacramentalmente, hasta el tiempo de la Iglesia peregrina y despierta el deseo de que venga con gloria y poder y verlo cara a cara, no bajo los sacramentos.

   La aclamación que cantan los fieles es una modulación de un texto paulino que muchas liturgias entonan alrededor de las palabras de la consagración, en buena medida pronunciadas por el sacerdote, como en el rito hispano o en el rito ambrosiano (cuando emplea el Canon romano[1]). Son palabras que el Apóstol dirige a los lectores en 1Co 11,26: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”.

   La celebración eucarística anuncia la muerte del Señor, sacrificio actualizado en el altar, proclama la resurrección de Jesucristo, y lo va a realizar siempre hasta que vuelva el Señor. Un prefacio común así lo reza: “Porque unidos en la caridad, celebramos la muerte de tu Hijo; con fe viva, proclamamos su resurrección y con esperanza firme, anhelamos su venida gloriosa” (Pf. Común V).

   Éste es, pues, el sentido de las dos aclamaciones de los fieles: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”, “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”.

   7. “Proclamamos tu resurrección”: ¡Cristo está vivo, resucitado, glorioso!, y por ello transforma el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre gloriosos.

“Efectivamente, el sacrificio eucarístico no solo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 14).

   “Hasta que vuelvas” (“donec venias”), o como se tradujo en la versión española: “¡Ven, Señor Jesús!” La Eucaristía nos proyecta hacia el futuro, hacia la gran esperanza del retorno del Señor. Esto no sólo en el Adviento (donde, sin duda, se refuerza), sino en cada celebración eucarística nos permite esperar y desear la venida última del Señor. La Eucaristía sostiene nuestra esperanza.

    8. “¡Ven, Señor Jesús!”: se lo decimos a Cristo que ya ha venido al altar, pero que deseamos que venga glorioso como Señor y Juez de la historia, tal como nos lo prometió.

“La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística: ‘…hasta que vuelvas’. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregusta el gozo prometido por Cristo; es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 18).

   Al igual que san Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI explica esta trabazón escatológica y llena de esperanza de la Eucaristía santa, expresada en esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Espiritualmente, ganaríamos mucho y participaríamos mejor si captásemos y degustásemos todo lo que está implicado en esta aclamación, y la cantásemos más conscientemente. En vistas a ello, sirven las palabras de Benedicto XVI:

  “En la conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone en labios de los Corintios una oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà thà!, que literalmente significa: Señor nuestro, ¡ven! (1Co 16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: ¡Ven, Señor!… ¿Podemos rezar así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma justa y correcta podemos decir también con los primeros cristianos: ¡Ven, Señor Jesús!” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).

   El deseo ha de ir creciendo, la esperanza nos sostiene, y reconocemos la necesidad que tenemos de que venga Cristo Señor y todo lo transforme, y así el mundo y la historia, tan fragmentados por el pecado, tan divididos, tan desordenados, recibirán su ser pleno, la nueva creación. Continuaba explicando Benedicto XVI:

   “Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero, ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu modo y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido, oramos con san Pablo: Maranà thà!, ‘¡Ven, Señor Jesús!’, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).

  Una última cita, con tal de ahondar más y, de ese modo, cantar esta aclamación con mayor conciencia interior de lo que afirmamos, pedimos y confesamos. Vamos en camino, la patria es el cielo, y esperamos que Jesucristo vuelva y establezca en plenitud su reino y señorío. La Eucaristía -¡ven, Señor Jesús!- es un don al hombre en camino:

  “Especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda la creación. El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y de la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De este modo, aún siendo todavía como ‘extranjeros y forasteros’ (1P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 30).

  9. ¡Ven, Señor Jesús! Ese fue el grito de las primeras comunidades cristianas: “Hosanna al Hijo de David. Si alguien está santo, acérquese. Si no lo está, arrepiéntase. Marana tha! Amén” (Didajé, X). Ese es el mismo grito y el mismo deseo de la Iglesia hoy al celebrar la Eucaristía y reconocer a Cristo que viene al altar: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”

 



[1] El Canon romano en el rito ambrosiano ofrece las siguientes palabras para la consagración del cáliz: “Tomad y bebed todo de él: éste es el cáliz de mi sangre para la nueva y eterna alianza derramada por vosotros y por todos. Les dio también este mandato: Cada vez que hagáis esto hacedlo en memoria mía: predicaréis mi muerte, anunciaréis mi resurrección, esperaréis con confianza mi vuelta hasta que de nuevo vendré a vosotros desde el cielo”. Las palabras, en este caso, se pronuncian como dichas por el mismo Cristo.

17.01.19

Anunciamos tu muerte (II - Respuestas XXVIII)

4. Siempre más sobrio, el rito romano no conoce ni practicó tantas intervenciones por parte de los fieles. Tradicionalmente sólo tuvo tres: el diálogo inicial, el Sanctus y el Amén final.

  Con la reforma litúrgica y el Misal romano de 1970 se introdujo una aclamación después de la consagración. Las palabras “Mysterium fidei”, que con el transcurso de los siglos se desplazaron al interior de las palabras de la consagración del cáliz, se eliminaron de ese lugar y se colocaron tras la consagración como una afirmación de fe y aclamación que el sacerdote pronuncia: “Éste es el sacramento de nuestra fe” o “Éste es el Misterio de la fe”, y los fieles cantan o responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”

   Al reimprimir la segunda edición del Misal romano en castellano, en 1988, se añadieron otras dos fórmulas más, de libre elección, para esta aclamación después de la consagración. En la 2ª fórmula, el sacerdote dice: “Aclamad el misterio de la redención”, y se responde: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”. Por último, en la 3ª fórmula ad libitum el sacerdote dice: “Cristo se entregó por nosotros”, prosiguiendo el pueblo: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor”.

   El sentido de aclamación que poseen estas fórmulas, requiere que en las Misas más solemnes se cante, enfatizando la alabanza de todos.

   Hay que advertir y reconocer el sentido de esta respuesta o aclamación. Situada justo después de la consagración, es una confesión de fe y un reconocimiento de que el Misterio se ha hecho presente, se ha realizado la Presencia real y sustancial de Cristo glorioso en el altar, bajo las especies eucarísticas. Así, si toda la plegaria eucarística se dirige a Dios Padre, pronunciada por los labios del sacerdote, esta aclamación la dirigen los fieles todos directamente a Jesucristo, presente en el altar: “anunciamos tu muerte…”, “hasta que vuelvas”, “por tu cruz y resurrección”.

   Una rúbrica, que pasa desapercibida, restringe la respuesta sólo al pueblo, no la dice el sacerdote junto con el pueblo; es más, si no hubiere ningún fiel presente –por ejemplo, una misa conventual, o unos ejercicios espirituales de sacerdotes-, se omite esa aclamación y su respuesta. ¿Razón? La oración sacerdotal debe dirigirse siempre en la plegaria eucarística al Padre y no cambiar de sujeto (a Cristo) con una aclamación. Es una respuesta, e incluso un derecho, del sacerdocio bautismal de los fieles reconociendo lo que el ministerio sacerdotal ha realizado (Cristo por medio de sus ministros).

   En el Ordo de concelebración, las rúbricas son muy claras. “Si asiste pueblo a la concelebración, el celebrante principal dice una de las siguientes fórmulas: Éste es el sacramento de nuestra fe… Pero si no hay pueblo, se omite tanto la monición como la aclamación”. Y siguen las rúbricas señalando lo siguiente: “Después de la aclamación del pueblo –o inmediatamente después de la consagración, si el pueblo no asiste-, el celebrante principal, en voz alta, y los demás concelebrantes, en voz baja, continúan diciendo con las manos extendidas: Por eso, Padre, nosotros, tus siervos…”

   La aclamación es propia y exclusiva del pueblo santo: “Después de la consagración, habiendo dicho el sacerdote: Este es el Sacramento de nuestra fe, el pueblo dice la aclamación, empleando una de las fórmulas determinadas” (IGMR 151). La aclamación sólo la cantan los fieles presentes, no la canta el sacerdote ni los concelebrantes; y si no hubiese pueblo, se omite.

   5. Acudamos al sentido de las palabras, deteniéndonos en considerar qué confesamos al cantarlas.

    “Éste es el sacramento de nuestra fe”, “Éste es el Misterio de la fe”. En la Eucaristía se hace presente el Misterio. No es una acción humana, o grupal, sino el Misterio que se hace presente, que viene a nosotros con todo su poder salvador, la presencia del mismo Señor dándose a su Iglesia-Esposa. Sólo los ojos de la fe pueden reconocer el Misterio, confesarlo y adorarlo. Es, por tanto, una acción divina la que realiza el sacramento.

  “Mysterium fidei!”, ¡el Misterio de la fe! Con palabras de Juan Pablo II:

“Verdaderamente, la Eucaristía es mysterium fidei, sacramento de nuestra fe, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido solo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino sacramento” (Ecclesia de eucaristía, n. 15).

La monición sacerdotal proclama esta presencia real de Cristo, la entrada del Misterio, siempre bajo el velo de los signos sacramentales que sólo la fe puede penetrar:

“En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina” (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, n. 11).

  También, en el mismo sentido, otra de las moniciones sacerdotales: “Aclamad el misterio de la redención”. En el altar, en el sacrificio eucarístico, se ha hecho presente la obra entera de la redención y su poder salvador. Ni es un símbolo, ni mero recuerdo, ni simple gesto de fraternidad humana o comida de amigos. La oración sobre las ofrendas del Jueves Santo, en la Misa en la Cena del Señor, inspirándose en un texto de san León Magno (o incluso, redactada por él), confiesa: “Concédenos, Señor, participar dignamente en estos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de tu Hijo, se realiza la obra de nuestra redención”.

     No menos expresiva la tercera monición facultativa: “Cristo se entregó por nosotros”. La entrega de Cristo en la cruz es lo que se vuelve a realizar, sacramentalmente, en el altar. Esa monición es profundamente paulina: Cristo “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), “él se entregó a sí mismo por ella (la Iglesia)” (Ef 5,25ss). Esta entrega sacrificial, y llena de amor, está presente en el altar.

 

10.01.19

Anunciamos tu muerte (I - Respuestas XXVII)

1.Con el paso de los siglos, y sin tardar mucho, la gran plegaria eucarística o anáfora, recitada por el obispo o el sacerdote, recibió distintas aclamaciones o intervenciones de los fieles que se vinculaban así, más estrechamente a la gran y solemne oración de consagración.

  Las más antiguas intervenciones, según nos consta, fueron las palabras del diálogo inicial (“y con tu espíritu”, “lo tenemos levantado hacia el Señor”, “es justo y necesario”) y el gran y solemne “Amén” final. Éstas son comunes a todos los ritos y familias litúrgicas. Pronto se incorporó, como vimos ya, el “Santo” cantado, el Trisagion.

   Pero muchas familias litúrgicas, especialmente orientales o influidas por el estilo de la liturgia oriental, añadieron más y constantes intervenciones.

    2. La divina liturgia de san Juan Crisóstomo, en el ámbito bizantino, es una buena muestra de ello.

    El inicio de la plegaria es, ¡cómo no!, el diálogo inicial: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”, “-Y con tu espíritu”. “Levantemos el corazón” “-Lo tenemos levantado hacia el Señor”. “Demos gracias al Señor”, “-Es justo y necesario (adorar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad Una en esencia e inseparable)”.

   Tras la alabanza que pronuncia el sacerdote, se canta el “Santo”. A las palabras de la consagración, tanto sobre el pan como sobre el cáliz, se responde “Amén”. Así dice el sacerdote: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros para el perdón de los pecados”, y todos dicen: “Amén”.

    Concluida la consagración, dirá el sacerdote la fórmula memorial: “Así pues, conmemorando el mandamiento del Salvador, y todo lo que sucedió por nosotros, la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día, la ascensión al cielo, la entronización a la derecha del Padre y la segunda y gloriosa venida, te ofrecemos estos dones de Tus propios dones, en nombre de todos y por todos”. Los fieles responden glorificando a Dios: “Te alabamos, te bendecimos, te damos gracias y te suplicamos, Señor Dios nuestro”.

   Prosigue la solemne anáfora nombrando por quiénes se ofrece el Sacrificio en comunión con la Iglesia hasta que dice el diácono interviniendo: “Recuerda también, Señor, a aquellos que vienen a la mente de cada uno de nosotros y a todo tu pueblo”, y los fieles lo ratifican repitiendo: “Y a todo tu pueblo”.

    Finalmente, concluirá la larga plegaria con una alabanza trinitaria, o doxología, y el solemne “Amén” de todos: “Y concédenos que con una sola voz y un solo corazón glorifiquemos y alabemos tu santísimo y majestuoso nombre, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos”, y todos concluyen: “Amén”.

 Vemos cómo en el rito bizantino los fieles intervienen en distintos momentos en la plegaria eucarística, haciéndola suya, viviéndola.

 

    3. Otro tanto ocurre en nuestro venerable rito hispano-mozárabe, tan dado igualmente a la participación de los fieles con respuestas y aclamaciones, con el influjo oriental que asimiló.

  Desde la sede (o choros) dirá el sacerdote: “Me acercaré al altar de Dios”, “-A Dios que es nuestra alegría”. Y sube al altar.

   El diácono advierte: “Oídos atentos al Señor”, “-Toda nuestra atención hacia el Señor”. El sacerdote, ya en el altar, prosigue: “Levantemos el corazón”, “-Lo tenemos levantado hacia el Señor”. “A Dios y a nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, que está en el cielo, demos debidas gracias y alabanzas”, “-Es justo y necesario”.

   El sacerdote eleva una extensa acción de gracias que se concluye con el Sanctus: “Santo, Santo, Santo… Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo. Hagios, Hagios, Hagios, Kyrie o Theos”.

   Al llegar las palabras de la consagración, como en muchos ritos orientales, el pueblo responderá: “Amén”. Dirá el sacerdote: “Tomad y comed: esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Cuantas veces lo comáis, hacedlo en memoria mía”, y se responde: “Amén”.

   Terminada la consagración, el sacerdote con las manos extendidas, dice: “Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga glorioso desde el cielo”, y todos aclaman: “Así lo creemos, Señor Jesús”.

     Prosigue la plegaria con una oración, variable en cada Misa, llamada “post-pridie”, a la que nuevamente se responde “Amén”, y la gran doxología con una bendición sobre los dones eucarísticos ya consagrados. Así dice el sacerdote: “Concédelo, Señor santo, pues creas todas estas cosas para nosotros, indignos siervos tuyos, y las haces tan buenas, las santificas, las llenas de vida +, las bendices y nos las das, así bendecidas por ti, Dios nuestro, por los siglos de los siglos”, y los fieles sellan la gran plegaria eucarística respondiendo: “Amén”.

 

3.01.19

Santo, Santo... (Respuestas XXVI)

4. Con leves variantes en el texto, el Sanctus es cantado en todas las liturgias, dentro de la anáfora o plegaria eucarística.

  En el venerable rito hispano-mozárabe, tras la larga y solemne Illatio (equivalente al prefacio), se entona así, con la versión de san Mateo (“Hosanna al Hijo de David”) añadiéndole, además, el trisagio en lengua griega:

 Santo, Santo, Santo,
Señor Dios del universo.
Llenos están el cielo y la tierra
de tu majestad gloriosa.
Hosanna al Hijo de David.
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.
Hágios, Hágios, Hágios, Kýrie o Theós.

   También la divina liturgia bizantina:

 Te damos gracias por esta Liturgia que

Te has dignado aceptar de nuestras manos,

aunque Te asisten

miles de Arcángeles y miríadas de Ángeles, los Querubines

y los Serafines de seis alas y de muchos ojos,

que se remontan en las alturas volteando…

…entonando el himno de la victoria,

proclamando, voceando y diciendo:

Santo, Santo, Santo, Señor Sabaoth,

Tu gloria llena los cielos y la tierra.

Hosanna en las alturas,

bendito sea el que viene en Nombre del Señor,

hosanna en las alturas.

   Nuestro rito romano es uno más cantando el Santo antes de la consagración, revelando así la antigüedad de este canto y su uso universal en las distintas liturgias.

   La Ordenación general define el Sanctus como una “Aclamación: con la cual toda la asamblea, uniéndose a los coros celestiales, canta el Santo. Esta aclamación, que es parte de la misma Plegaria Eucarística, es proclamada por todo el pueblo juntamente con el sacerdote” (IGMR 79b).

  Y más ampliamente lo trata el Directorio “Canto y música en la celebración”:

   “El prefacio culmina y desemboca en la aclamación jubilosa, unánime y solemne, que por su contenido se llama ‘trisagio’ (tres veces santo), canto de los serafines, etc. ‘Con ella toda la asamblea, uniéndose a las jerarquías celestes, canta o recita el ‘Santo’. Esta aclamación, que constituye una parte de la plegaria eucarística, la pronuncia todo el pueblo con el sacerdote’. Es el principal de los cantos de la misa y también el más antiguo, junto con el Salmo responsorial. Muchos prefacios invitan expresamente a cantarlo. Es tradicional y muy propio acompañarlo con instrumentos.

   Conviene potenciarlo con la máxima vibración posible, sin prolongarlo demasiado, aun en el caso de que se utilice la técnica repetitiva del canon musical. El ‘hosanna’ tiene que ser especialmente festivo y gozoso.

   Una catequesis bíblica, teológica, litúrgica e histórica nos haría interpretar mejor este canto cósmico, apretado en contenidos que nos evoca entre otras cosas los hosannas entusiastas de la entrada de Jesús en Jerusalén. Su sentido pleno no cabe en un mero recitado. La venerabilidad del texto impide radicalmente su sustitución por otro” (Directorio “Canto y música”, 165).

   Siendo su letra bíblica, es decir, palabra de Dios, nadie sensato osará cambiarla, mutilarla, añadirle cosas, parafrasearla… Es un canto íntegro e invariable.

 

27.12.18

Santo, Santo... (Respuestas XXV)

1. El canto del Sanctus es una de las intervenciones de los fieles en la plegaria eucarística, aclamando a Dios y adorándolo. Su naturaleza exige el canto. A la acción de gracias que el sacerdote ha entonado solemnemente en el prefacio, los fieles prorrumpen alabando a Dios.

   Posee una característica peculiar ya que explícitamente se afirma cómo en este canto el cielo y la tierra se unen; la Iglesia peregrina, los fieles presentes, comparten el himno con los ángeles, los arcángeles y todos los santos, es decir, la Iglesia peregrina se une al himno incesante de la Iglesia del cielo: ¡la comunión de los santos! “Toda la asamblea se une a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos, cantan al Dios tres veces santo” (CAT 1360).

    ¿Cómo concluyen los prefacios? ¡Destacando esa unión!:

 Por eso, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria (Pf Común I)

 Por él, los ángeles y los arcángeles y todos los coros celestiales celebran tu gloria, unidos en común alegría. Permítenos asociarnos a sus voces cantando humildemente tu alabanza (Pf Común II)

 Por él, los ángeles te cantan con júbilo eterno, y nosotros nos unimos a sus voces cantando humildemente tu alabanza (Pf Dominical III)

 Por eso, unidos a los coros angélicos, te aclamamos llenos de alegría (Pf Dominical VIII).

   El canto del Santo en la liturgia permite paladear la liturgia celestial y estar, adorantes, ante el Misterio. Es un “asomarse el cielo sobre la tierra” (cf. Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 35). Con palabras del Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium:

 “En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El” (n. 8).

   2. El Santo es invariable en su letra; es un texto fijo que no admite retoques ni paráfrasis ni sustituciones, porque ese himno es bíblico, tomado de las Escrituras.

   La primera parte parece en Is 6,3. El profeta ve y narra una teofanía de Dios y oye el canto de los serafines: “Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de tu gloria”. La segunda parte, con el versículo del salmo 117 (“bendito el que viene en nombre del Señor”), se toma de la entrada triunfal y gloriosa de Jesús en Jerusalén, aclamado por todos. Según el evangelio de san Mateo: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21,9), o como lo narra san Marcos: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc 11,9-10).

   La primera parte canta la gloria de Dios, adorándolo, y la segunda parte es una aclamación dirigida a Jesucristo, Aquel que viene ahora al altar y se hace realmente presente en las especies sacramentales. Lo acogemos y lo proclamamos bendito porque viene a nosotros en la Eucaristía. Posee, así pues, una connotación cristológica bellísima.

  3. ¡Hosanna! Palabra intraducible del arameo, rica en significado, que como otras palabras –Amén, Aleluya- las cantamos en su lengua originaria. Significaría “salva, ayuda”, a la vez que “viva”. Es un grito dirigido a un salvador, a un rey bueno.

  Al comentar el Hosanna, san Agustín dirá: “Hosanna es la palabra del que se alegra” (De doc. chr., II,11). También escribe:

 “Los ramos de palma son loas que significan victoria porque el Señor, muriendo, iba a vencer a la muerte y con el trofeo de la cruz iba a triunfar sobre el diablo, príncipe de la muerte. Por otra parte, hosanna es, como dicen algunos que conocen la lengua hebrea, voz suplicante, la cual indica un sentimiento más bien que alguna realidad, como son en nuestra lengua [latina] las que llaman interjecciones: por ejemplo, cuando dolientes decimos ‘¡ay!’, o cuando algo nos gusta decimos ‘¡bien!’, o cuando nos asombramos decimos ‘¡oh, cosa grande!’. De hecho ‘¡oh!’ no significa nada, sino el sentimiento de quien se asombra. Ha de creerse, por tanto, que esto es así porque ni el griego ni el latino pudieron traducirlo, como aquello: El que llame a su hermano ‘raca’. De hecho, se dice que también ésta es una interjección que muestra el sentimiento de quien se indigna” (In Ioh. ev., 51,2).

  Por su parte, san Jerónimo, en su comentario al evangelio de san Mateo, dice:

   “En fin, qué significa lo que sigue: Hosanna al Hijo de David, recuero que lo manifesté también hace muchísimos años en una breve carta a Dámaso, entonces obispo de la Urbe romana, y ahora la resumiré brevemente. En el salmo 117, que manifiestamente fue escrito con referencia a la venida del Señor, entre otras cosas leemos también esto: ‘La piedra que desecharon los constructores, ésta ha pasado a ser cabeza del ángulo; por el Señor ha sido hecho eso: esto es cosa maravillosa a nuestros ojos, éste es el día que hizo el Señor. ¡Regocijémonos y alegrémonos en él’, y a continuación se añade: ‘¡Oh Señor, sálvame! ¡Oh Señor, danos buena prosperidad! ¡Bendito el que vendrá en nombre del Señor! Os hemos bendecido desde la casa del Señor’, y lo demás. En vez de lo que tenemos en los Setenta Intérpretes: ‘¡Oh Señor, sálvame!’, leemos en hebreo: Anna Adonai osi anna, lo que con claridad fue traducido por Sínmaco: ‘Lo suplico, Señor, sálvame, lo suplico’. Así que nadie piense que la frase está constituida por dos palabras, a saber: una griega y otra hebrea, sino que la totalidad es hebraica y significa que la venida de Cristo es la salud del mundo… Asimismo con lo que se añade: Hosana (esto es, ‘salud’) en las alturas claramente se muestra que la venida de Cristo no es solamente la salvación de los hombres, sino también la del mundo entero, uniendo los seres de la tierra a los del cielo” (Com. ev. Mat., III,21; PL 26,185).

   Su uso es muy antiguo, a tenor del relato de Egeria, al revivir la procesión de ramos y palmas en la misma ciudad de Jerusalén como inicio de la Semana Santa. Pero se incorporó a la liturgia del sacrificio eucarístico, cantándose en el corazón de la plegaria eucarística. La Didajé, al ofrecer una oración eucarística, introduce el Hosanna:

 Acuérdate, Señor, de tu Iglesia para librarla de todo mal

y perfeccionarla en tu amor

y a ella, santificada, reúnela de los cuatro vientos

en el reino tuyo, que le has preparado.

Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.

¡Venga la gracia y pase este mundo!

¡Hosanna al Hijo de David!

¡Si alguno es santo, venga!;

¡El que no lo sea, que se convierta!

Maranatha. Amén. (Didajé, X,5-6).

  En el ámbito eucarístico, el Sanctus está unido al Benedictus. Clemente Romano explicaba el canto de los serafines que la Iglesia hoy entona y parece que alude a un uso litúrgico: “Estén en Él nuestra gloria y confianza. Obedezcamos a su voluntad. Meditemos cómo toda la muchedumbre de sus ángeles, que están a su disposición, sirven a su voluntad. Pues dice la Escritura: Diez mil miríadas le asistían y mil millares le servían y gritaban: Santo, Santo, Santo, el Señor Sabaot, toda la creación está llena de su gloria. Por tanto, nosotros, reunidos en concordia, en comunión de sentimientos, invoquemos fervorosamente, como si de una sola boca se tratara a Aquél, para que nos haga partícipes de sus grandes y gloriosas promesas” (I Clemente, 34,5-7).

   Las Constituciones Apostólicas, tras un larguísimo prefacio pronunciado por el obispo, señalan cómo todos aclaman con el canto del Sanctus:

 “Por todo esto, a ti la gloria, Dueño todopoderoso. Te adora todo el orden incorpóreo y santo. Te adora el Paráclito… Los querubines y los serafines de seis alas (dos para cubrirse los pies, dos para la cabeza y dos para volar), que junto a mil millares de arcángeles y miríadas de miríadas de ángeles, con voces que nunca cesan ni callan, dicen –y diga todo el pueblo a la vez-: Santo, santo, santo Señor Sabaot, lleno está el cielo y la tierra de su gloria. Eres bendito por los siglos. Amén” (Cons. Ap., VIII,27).

 Y al invitar a la comunión con el clásico “Sancta Sanctis”, “Lo santo para los santos”, los fieles respondían aclamando y ensalzaban la suma santidad de Dios con la aclamación “Hosanna” a Cristo que viene en los dones eucarísticos:

 “Un solo santo, un solo Señor, Jesucristo, para gloria de Dios en el Espíritu Santo. Eres bendito por los siglos. Amén. Gloria en las alturas a Dios, paz en la tierra y beneplácito (de Dios) entre los hombres. Hosanna al Hijo de David, bendito el Señor Dios que viene en nombre del Señor y se ha manifestado entre nosotros, hosanna en las alturas” (Cons. Ap., XIII,13).