Anunciamos tu muerte (y III - Respuestas XXIX)
6. ¿Y la respuesta o aclamación de los fieles? ¡No es menos significativa!
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Dirigida a Cristo, los fieles reconocen la fuerza salvadora del misterio pascual, la cruz y la resurrección, aguardando su última venida, gloriosa y definitiva. La Eucaristía nos acompaña hasta la Parusía del Señor, la Eucaristía hace que el Señor siga viniendo hoy, sacramentalmente, hasta el tiempo de la Iglesia peregrina y despierta el deseo de que venga con gloria y poder y verlo cara a cara, no bajo los sacramentos.
La aclamación que cantan los fieles es una modulación de un texto paulino que muchas liturgias entonan alrededor de las palabras de la consagración, en buena medida pronunciadas por el sacerdote, como en el rito hispano o en el rito ambrosiano (cuando emplea el Canon romano[1]). Son palabras que el Apóstol dirige a los lectores en 1Co 11,26: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”.
La celebración eucarística anuncia la muerte del Señor, sacrificio actualizado en el altar, proclama la resurrección de Jesucristo, y lo va a realizar siempre hasta que vuelva el Señor. Un prefacio común así lo reza: “Porque unidos en la caridad, celebramos la muerte de tu Hijo; con fe viva, proclamamos su resurrección y con esperanza firme, anhelamos su venida gloriosa” (Pf. Común V).
Éste es, pues, el sentido de las dos aclamaciones de los fieles: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”, “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”.
7. “Proclamamos tu resurrección”: ¡Cristo está vivo, resucitado, glorioso!, y por ello transforma el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre gloriosos.
“Efectivamente, el sacrificio eucarístico no solo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 14).
“Hasta que vuelvas” (“donec venias”), o como se tradujo en la versión española: “¡Ven, Señor Jesús!” La Eucaristía nos proyecta hacia el futuro, hacia la gran esperanza del retorno del Señor. Esto no sólo en el Adviento (donde, sin duda, se refuerza), sino en cada celebración eucarística nos permite esperar y desear la venida última del Señor. La Eucaristía sostiene nuestra esperanza.
8. “¡Ven, Señor Jesús!”: se lo decimos a Cristo que ya ha venido al altar, pero que deseamos que venga glorioso como Señor y Juez de la historia, tal como nos lo prometió.
“La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística: ‘…hasta que vuelvas’. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregusta el gozo prometido por Cristo; es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 18).
Al igual que san Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI explica esta trabazón escatológica y llena de esperanza de la Eucaristía santa, expresada en esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Espiritualmente, ganaríamos mucho y participaríamos mejor si captásemos y degustásemos todo lo que está implicado en esta aclamación, y la cantásemos más conscientemente. En vistas a ello, sirven las palabras de Benedicto XVI:
“En la conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone en labios de los Corintios una oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà thà!, que literalmente significa: Señor nuestro, ¡ven! (1Co 16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: ¡Ven, Señor!… ¿Podemos rezar así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma justa y correcta podemos decir también con los primeros cristianos: ¡Ven, Señor Jesús!” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).
El deseo ha de ir creciendo, la esperanza nos sostiene, y reconocemos la necesidad que tenemos de que venga Cristo Señor y todo lo transforme, y así el mundo y la historia, tan fragmentados por el pecado, tan divididos, tan desordenados, recibirán su ser pleno, la nueva creación. Continuaba explicando Benedicto XVI:
“Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero, ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu modo y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido, oramos con san Pablo: Maranà thà!, ‘¡Ven, Señor Jesús!’, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).
Una última cita, con tal de ahondar más y, de ese modo, cantar esta aclamación con mayor conciencia interior de lo que afirmamos, pedimos y confesamos. Vamos en camino, la patria es el cielo, y esperamos que Jesucristo vuelva y establezca en plenitud su reino y señorío. La Eucaristía -¡ven, Señor Jesús!- es un don al hombre en camino:
“Especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda la creación. El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y de la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De este modo, aún siendo todavía como ‘extranjeros y forasteros’ (1P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 30).
9. ¡Ven, Señor Jesús! Ese fue el grito de las primeras comunidades cristianas: “Hosanna al Hijo de David. Si alguien está santo, acérquese. Si no lo está, arrepiéntase. Marana tha! Amén” (Didajé, X). Ese es el mismo grito y el mismo deseo de la Iglesia hoy al celebrar la Eucaristía y reconocer a Cristo que viene al altar: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”
[1] El Canon romano en el rito ambrosiano ofrece las siguientes palabras para la consagración del cáliz: “Tomad y bebed todo de él: éste es el cáliz de mi sangre para la nueva y eterna alianza derramada por vosotros y por todos. Les dio también este mandato: Cada vez que hagáis esto hacedlo en memoria mía: predicaréis mi muerte, anunciaréis mi resurrección, esperaréis con confianza mi vuelta hasta que de nuevo vendré a vosotros desde el cielo”. Las palabras, en este caso, se pronuncian como dichas por el mismo Cristo.