Confesar es acusarse de los pecados y es más que una conversación o terapia
La confesión sacramental es sin lugar a dudas una celebración sumamente delicada por su contenido. Es litúrgica y por lo tanto una celebración sacramental delante de Dios, el sacerdote actuando in persona Christi, con saludos y fórmulas rituales.
Por otra parte, es muy personal pues es el penitente quien debe hablar, manifestar su conciencia, realizar la acusación de los pecados de forma clara y directa, sin rodeos ni excusas, sin divagaciones innecesarias ni justificaciones. Es necesario ser claro y concreto, acusándose de todos los pecados mortales cometidos desde la última confesión, en número, género y especie.
Recordemos lo que dice el Catecismo:
“La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos"” (CAT 1456).
El ritual aborda esta confesión, sugiriendo la ayuda del sacerdote si fuese necesario y una breve exhortación:
“El penitente confiesa sus pecados… El sacerdote, si es necesario, le ayudará a hacer una confesión íntegra, además le exhortará para que se arrepienta sinceramente de las ofensas cometidas contra Dios; por fin le ofrecerá oportunos consejos para empezar una nueva vida y, si fuere necesario, le instruirá acerca de los deberes de la vida cristiana” (RP 18).
Desfigura la naturaleza del Sacramento y su carácter de liturgia sacramental la reducción antropológica del Sacramento. Es decir, el uso de la Penitencia como ejercicio de terapia psicológica, sesión de coaching con un sacerdote amigo que anime, apertura de la psique para señalar traumas, problemas psicológicos no resueltos, desahogo de conflictos o riñas domésticas, el eco del mundo afectivo, lo que se siente, los sentimientos encontrados, las heridas emocionales.
Ya no se buscaría, entonces, la acusación de los pecados a Dios, sino calmar la psique; no es el arrepentimiento, sino la resolución de conflictos; no es el sacerdote, sino el terapeuta gratis.
De ahí que sean “confesiones” muy largas, que se busque un ambiente distendido (siempre fuera del confesionario), donde el penitente apenas reconoce pecados cometidos (contra Dios, el prójimo y contra sí mismo) sino sus muchos sufrimientos ante diversas situaciones, siempre provocados por los demás. Ni siquiera es dirección espiritual, propiamente dicha, buscando a Dios para servirle más y mejor, aspirando a la santidad; es la naturalización del Sacramento al plano psicológico, humano: conversación sin más, feed-back, psico-terapia de Rogers, frases como consignas estimulantes.
A esta realidad, hoy tan extendida, señalaba Ratzinger hace años, orientando la praxis de este sacramento de la Penitencia:
“Y también se me hace cada vez más amargo el autobombo con el que se destacan las confesiones que ahora se han reducido en número pero que, en cambio, se habrían vuelto tanto más personales. En las confesiones que se prolongan en un largo diálogo también puede darse con facilidad una forma de frivolidad y un exceso de explicaciones, que en último término apenas dejan lugar a la culpa. Por el contrario tras el esquematismo de ciertas confesiones de antes se ocultaba una seriedad interna, que no podía expresarse externamente. No obstante, tras estas formas, acaso un poco ásperas, se escondía en muchos casos una honestidad y una profundidad que no pueden sino inspirar un gran respeto.
El problema absolutamente apremiante me parece consistir en ayudar a los sacerdotes y a los religiosos a una comprensión de la realidad sacramental. Lo que he dicho antes acerca de la huida del misterio hacia lo aceptable y de la autoridad vicaria hacia la autoridad del consenso tiene aquí su lugar más concreto: el sacramento no es la obra del ministro, sino que consiste en que este se postergue y le ceda al otro el lugar principal, para que, de este modo, sea su Iglesia.
No solo en el sacramento de la penitencia es grande la tentación de convertirlo todo en una conversación, que parece ser más cercana a los hombres y más entretenida. Muy pronto se experimenta que se ha perdido la autenticidad. Necesitamos una pedagogía del sacramento, en la que se encuentren la persona y el misterio” (RATZINGER, J., “Conversión, penitencia y renovación”, en OC IV, p. 482).
Realizar la liturgia según el ritual de este Sacramento ayudará mucho a corregir este aspecto de psicoterapia o conversación de desahogo:
- El lugar: el confesionario o sede penitencial, no un despacho como consultorio de gabinete psicológico.
- Los actos del penitente: examen de conciencia, oración personal y acto de contrición, que disponen el alma.
- La postura corporal: confesar de rodillas o al menos, la absolución.
- El empleo de las distintas fórmulas rituales: inicio, saludo de acogida, oración de contrición del penitente, absolución con imposición de manos, acción de gracias y despedida ritual.
- En todo, virtud de la prudencia: sin alargarse demasiado ni sacerdote ni penitente, claridad y concisión (sin datos escabrosos ni repeticiones), y reconduciendo la acusación hacia los pecados cometidos y ofensas hacia Dios (cf. CAT 1850): “¡contra Ti solo pequé!” (Sal 50).
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