Lo «personal» en la liturgia: reflexiones
Siendo miembros de un pueblo santo, y formando parte de la Iglesia, sin embargo ni nos disolvemos ni quedamos difuminados y perdidos en la masa, como un número más. Se sigue cumpliendo que Cristo conoce a cada uno por su nombre y así nos llama (cf. Jn 10,3).
Lo personal e individual, lo concreto de cada alma, ni se pierde ni se esconde en la vida litúrgica, en la piedad de la Iglesia. Formando parte de la asamblea santa, un Sacramento se administra uno a uno, se recibe personalmente: “Yo te bautizo”, “Recibe por esta señal el Don del Espíritu Santo”, “Por esta santa Unción… te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo”, y no se dice en plural o de una vez para todos: “Yo os bautizo” o “Recibid por esta señal…”, o el austero y grave rito penitencial de la ceniza, impuesta en la cabeza (o coronilla de cada cual), uno a uno, recibiendo personalmente la exhortación: “Recuerda que eres polvo…”, sin escondernos en lo genérico (“Convertíos…”, sino: “Conviértete”). Al igual la misma Comunión eucarística: no es colectiva, sino personalísima, a cada cual que se acerca al altar, uno a uno: “El Cuerpo de Cristo – Amén”, personal, intransferible.
Y, ¡qué personal es ser llamado cada uno por su nombre en el Sacramento del Orden: “Acérquense los que van a ser ordenados presbíteros” (PR 122)!, o en la profesión religiosa, o si no son muchos, la llamada personal, antes de la homilía, para el Sacramento de la Confirmación (“si es posible, cada uno de los confirmandos es llamado por su nombre…” (RC 25).
Momentos hay en la liturgia en que, con una sola voz y todos a una, sin embargo rezamos en singular, subrayando la dimensión personal irrenunciable: “Creo en un solo Dios”, “Sí, creo”, “Yo confieso ante Dios todopoderoso”, etc.
Somos personalmente responsables ante Dios: yo creo y nadie puede hacerlo por mí; yo he pecado (“pecador me concibió mi madre”) y no me excuso en generalidades, disolviendo mi responsabilidad en “todos”, en “los demás”, o justificándome en que todos somos pecadores para disminuir la gravedad de mis propios actos.
Por eso tiene un gran valor la oración “Yo confieso” en cuanto acto penitencial y así se entiende que el sacramento de la Penitencia requiera de la confesión de los pecados, la acusación personal y reservada al sacerdote de todos y cada uno de los pecados cometidos, realizada con arrepentimiento y dolor, directa y clara. ¡Más personal imposible: delante de Dios cada uno!
Con palabras de Ratzinger:
“El ‘pueblo nuevo’ se distingue por una nueva estructura de responsabilidad personal, que se manifiesta en la personalización del acontecimiento cultual. De ahora en adelante, cada uno es llamado a penitencia por su propio nombre, y en virtud del bautismo personal, que ha recibido como tal individuo concreto es también llamado en persona, que ha recibido como tal individuo concreto, es llamado en persona a realizar actos singulares de penitencia, de modo que ya no es suficiente el genérico ‘nosotros hemos pecado’”[1].
Por eso no es modo habitual absoluciones generales, colectivas, a masas silenciosas, sino la confesión y absolución personal, individual. Por eso poco valen los discursos y soflamas sobre “los pecados de la Iglesia” y “la necesidad de que la Iglesia cambie y se renueve”: ¡eso no lo hicieron los santos!, sino el reconocimiento del pecado personal, la conversión y enmienda de la propia vida.
Lo personal no se opone a lo eclesial o lo comunitario, sino que se integra, y lo eclesial potencia lo personal. Por eso, nada más personal que la conversión a Cristo y a la vez más eclesial; nada más personal y discreto (jamás delante de todos en voz alta) que la confesión sacramental de los propios pecados y a la vez más eclesial, pues es la Iglesia la que me recibe, me comunica la Gracia, me reintegra a ella.
Vayamos a la contemplación teológica que von Balthasar (al igual que hace Ratzinger) ofrece, siempre sugerente:
“Este despertar a la propia realidad, al que, por otra parte, sólo se es llamado por el encuentro cara a cara con Jesús, es el acto central de la conversión. Todos los ropajes en los que el yo se ha ocultado y alienado se vienen abajo; el alma queda desnuda ante Dios…
En esta Iglesia, donde en las decisiones profundas en relación con Dios y con Cristo ningún ‘yo’ puede quedar oculto detrás de un ‘nosotros’, cada uno no puede sino ser tratado también de un modo personal. Cuando se trata de un vínculo y de una liberación sacramental, es decir, de la decisión de si un hombre está con su vida –o no lo está- en relación con Dios y con Cristo, es completamente inimaginable algo así como un obrar colectivo, anónimo. Una absolución sacramental general de los pecados graves es vista desde el Evangelio, normalmente, como una contradicción en sí. Algo así, en todo caso, sería imaginable en el Antiguo Testamento, donde el pueblo existe como un colectivo y puede ser rociado con la sangre expiatoria del pacto de la alianza. En el Nuevo Testamento ya no hay un colectivo.
Por esto mismo, cuando en el tiempo de la Iglesia se trata de la verdadera posesión de la llave, del atar y desatar, consciente de que lo que hace en la tierra es válido y se obra también en el cielo, siempre se trata de pecadores individuales… Este acto de la Iglesia, que aparta al individuo de la vida de la comunidad [refiriéndose a 1Co 5,3-5], para luego poderle integrar de nuevo en la condición recta de la comunidad, es el modo previsto por Jesús mismo de llamar siempre a cada uno al encuentro cara a cara con él, en el cual puede producirse la conversión y, por ella, la posible salvación y el perdón de los pecados. En este sentido, el sacramento de la confessio es el más existencial de todos los sacramentos, precisamente en cuanto que incluye el doble sentido de confessio: la vuelta a Dios con alabanzas y, al mismo tiempo, la conversión como confesión de la culpa”[2].
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