La liturgia: Cristo en sus misterios para nosotros (Notas de espiritualidad litúrgica - XXIII)
La liturgia actúa eficazmente con la acción del Espíritu Santo. Es el obrar de Dios en las almas, transformándolas, agraciándolas, santificándolas.
La liturgia, con sus ritos y plegarias, con el año litúrgico y la proclamación de la Palabra divina, no sólo nos recuerda a Jesús con un memoria subjetiva, sino que hace presente a Jesucristo con su fuerza y su gloria, uniéndonos a Él, por fe y por amor, y al unirnos a Cristo, la liturgia nos va transformando en Él, asimilando en Él, para que sea Cristo quien viva en nosotros y no ya nosotros mismos.
“La liturgia no hace otra cosa que reproducir, actualizar e “imitar” sacramentalmente en nosotros la vida de Jesús, para hacernos conformes a la imagen del Hijo de Dios” (López Martín, J., En el espíritu y la verdad, Vol. I, Salamanca 1987, 382). Es decir, la liturgia nos pone en contacto con los misterios de Cristo, esos misterios que se hacen presentes y son salvadores –y no un recuerdo de algo pasado-. Difícilmente, si Cristo fuera un personaje del pasado, podría tocar mi vida en el hoy; sería imposible si Cristo fuera la proyección de un ideal ético, de moral y de justicia, que comunicase algo de forma real a mi vida; sólo si Cristo hoy está vivo, sólo si Cristo es una Persona divina y no un fantasma del pasado o la proyección de un ideal, puede tener un contacto real, objetivo, conmigo hoy.
Por su Resurrección y glorificación, Cristo está vivo, Cristo está actuando hoy, interviniendo hoy, salvando hoy. Es real y posible el acceso a Él porque él se está dando. Para ello, entregó el Espíritu Santo que continuaría la obra de Cristo, volvería a pasar por nuestro corazones sus Palabras (re-cordar) y tomando de lo de Cristo, nos lo daría ahora, ya que hay una perfecta continuidad entre Cristo y el Espíritu (no una ruptura o un orden económico-salvífico nuevo).
El Espíritu Santo realiza en nosotros una obra peculiar. Nos une a los misterios de Cristo, nos asimila a los misterios de Cristo, hace que los misterios de Cristo se reproduzcan en nosotros y cada cual se configure con Belén, Nazaret, vida oculta, desierto, vida pública, Tabor, Getsemaní, azotes, cruz, calvario, resurrección. Dice san John Henry Newman:
“No perdamos nunca de vista esta verdad grande y simple que toda la Escritura nos propone. Lo que fue realizado en concreto por Cristo hace mil ochocientos años, se realiza en su tipo y semejanza en cada uno de nosotros hasta el final de los tiempos… El propio Cristo se digna renovar en cada uno de nosotros […] todo lo que se cumplió y sufrió en la carne. Está formado en nosotros, sufre en nosotros, resucita en nosotros, vive en nosotros” (PPS VI, 10 121).
Y maravillosamente lo explica el beato dom Columba Marmión:
“La nota característica de los misterios de Jesucristo es que son nuestros tanto como suyos” (Jesucristo en sus misterios, Barcelona 1959, 29). ¿De qué modo y manera?
“¿Cómo los misterios de Jesucristo pueden ser nuestros misterios?
Por tres razones:
La primera, porque Jesucristo los vivió para nosotros… Pero no es sólo el amor del Padre el que hace latir el corazón de Jesucristo; también a nosotros nos ama, y con un amor infinito… Todo lo padeció por nosotros. Por nosotros únicamente y por nuestro amor se encarnó, nació en Belén, vivió en la oscuridad de una vida de trabajo, predicó e hizo milagros, murió y resucitó y subió a los cielos, nos envió al Espíritu Santo y mora en la Eucaristía… De forma que Jesucristo vivió todos los misterios en favor nuestro” (pp. 28-29).
Todo lo vivió por amor a nosotros. Y una segunda razón:
“La segunda razón de pertenecernos los misterios de Jesucristo es porque vino para ser nuestro modelo, y como tal se nos muestra en todos ellos…
El Verbo se encarnó para algo más que para anunciarnos la salvación y realizar nuestra redención: tenía que ser también el modelo de nuestras almas… sin que tengamos que buscar fuera de Él otro modelo de perfección. Todos sus misterios son una revelación de sus virtudes: la pobreza del pesebre, el trabajo y la oscuridad de la vida oculta, el celo de su vida pública, el anonadamiento de su inmolación, la gloria de su triunfo, sus virtudes que debemos imitar, sentimientos que debemos procurar o estados en que tenemos que tomar parte…
De ahí se deriva que la contemplación de los misterios de Jesucristo sea tan fecunda para el alma, pues la vida, la muerte y la gloria de Jesucristo son el modelo de la nuestra. No olvidemos nunca esta verdad: En tanto agradaremos al Padre eterno en cuanto imitemos a su Hijo, y en la misma medida en que vea en nosotros la semejanza del Hijo” (pp. 29-31).
Prosigue Dom Columba:
“Hay, finalmente, la tercera razón, que es más íntima y más profunda, de por qué los misterios de Jesucristo son misterios nuestros: no sólo porque los vivió Jesucristo por nosotros, ni sólo tampoco porque son modelos para nosotros, sino más bien porque en sus misterios Jesucristo se hace uno con nosotros… En el pensamiento divino formamos un todo con Jesucristo” (p. 31).
Todo lo que Cristo vivió nos pertenece, es nuestro, lo comparte y lo reparte. Es su obra salvadora y su misma vida en nosotros. “Por eso mismo, todas las gracias que nos mereció en cada misterio las mereció para repartírnoslas… Todo lo que tiene nos pertenece, es también nuestro; somos ricos con sus riquezas, santos con su santidad” (p. 33).
Aquí entra en juego la liturgia. Cristo y sus misterios salvadores entran en contacto con nosotros mediante la liturgia. El fruto de los misterios salvadores lo asimilamos mediante la liturgia. Ya no está Cristo visiblemente entre nosotros como lo estuvo en Palestina con sus discípulos: lo visible de Cristo ha pasado a sus misterios, decía san León Magno (cf. Serm. 74,2); “y ahora que Jesucristo nos tiene privados de su presencia sensible, ¿cómo podremos conocer sus misterios, su belleza, su armonía, su virtud, su poder? Y, sobre todo, ¿cómo nos pondremos en contacto vivificante con ellos para sacar los frutos que poco a poco transformen nuestras almas y realicen la unió con Jesucristo, que es la condición indispensable para ser contados entre sus discípulos?” (pp. 38-39).
En primer lugar, su conocimiento por medio del Evangelio, meditado personalmente, contemplado –piénsese en los Ejercicios ignacianos- y proclamado en la liturgia.
Y junto a esto, el otro modo de conocer los misterios de Jesucristo es “asociarse a la Iglesia en su liturgia” (p. 39). La liturgia sirve de escalera, de peldaño, para que nuestras almas se levanten a la contemplación y al amor divino. Y por la liturgia descienden hasta nosotros las gracias de los distintos misterios de Cristo. “Jesucristo continúa siendo siempre el mismo; si contemplamos con fe sus misterios, ya en el Evangelio, ya en la liturgia que nos ofrece la Iglesia, produce en nosotros la gracia que nos mereció cuando los vivía” (p. 43).
Vale la pena ahondar más en esto porque está a la base de la liturgia, de la espiritualidad litúrgica y del año litúrgico. ¡Los misterios de Jesucristo!
“Los misterios de Jesucristo son como diversos estados de su santa Humanidad; todas las gracia que tuvo, las recibió de su divinidad para comunicarlas a la humanidad y, por ésta, a todos los miembros de su cuerpo místico “en la medida del don de Jesucristo”. El Verbo, al asumir la naturaleza humana de nuestra raza, se desposó, por decirlo así, con toda la humanidad, y todas las almas participan de la gracia que inunda el alma santa de Jesucristo, en una medida que Dios conoce, y con respecto a nosotros, proporcionada al grado de nuestra fe” (p. 43).
Y por su Humanidad nos comunica la gracia de su divinidad: “como quiera todo misterio de Jesucristo representa un estado de la santa Humanidad, nos ofrece, en consecuencia, una participación especial de su divinidad” (p. 43). Él nos lo da todo, divinizándonos. “Siguiendo, de este modo, a Jesucristo en todos sus misterios, y uniéndonos a Él, vamos teniendo parte lentamente, pero de un modo seguro, y cada vez en mayor escala, y con una intensidad más profunda, en su vida divina. San Agustín expresa esta bella idea: “Lo que un día se realizó en Cristo, se va renovando espiritualmente en nuestras almas por la reiterada celebración de sus misterios”” (p. 44).
Todo esto es posible por el Espíritu Santo, el divino Artista, que trabaja en las almas para que seamos imagen del Hijo y trabaja principalmente en la liturgia y por medio de la liturgia.
“Al contemplar con los ojos de la fe y con el amor que ansía entregarse al Amado los misterios de Jesucristo, el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús, obra en lo íntimo del alma y con sus toques sobrenaturalmente eficaces, va moldeando a ésta, para reproducir en ella, como por una virtud sacramental, los rasgos del divino modelo.
Aquí tenemos la razón de ser tan fecunda en sí misma esta contemplación de los misterios de Jesucristo, y por qué el contacto esencialmente sobrenatural en que la Iglesia –guiada en esto por el Espíritu Santo- nos pone en la liturgia con los diversos estados de su Esposo, crea en nuestras almas una corriente de vida. Imposible encontrar camino más seguro ni medio más infalible para transformarnos en Jesucristo” (p. 45).
Ésta es la fuerza de la liturgia, el secreto de su espiritualidad, la eficacia de su vida para las almas: ¡Jesucristo en sus misterios dándose y el alma viviendo los misterios de Cristo para ser como Él, y Él viva en el alma cristiana!
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