Unidad de vida (Notas de espiritualidad litúrgica - XVI)
La espiritualidad litúrgica va logrando en las almas que haya una integración, una unidad de vida, coherencia y no dispersión, entre los momentos en que se vive y se celebra la liturgia y el después, la vida cotidiana que se transforma en liturgia existencial, en culto espiritual a Dios (cf. Rm 12,1).
Benedicto XVI se refiere a la Eucaristía, de forma bellísima, afirmando que crea en nosotros una “forma eucarística de la vida cristiana”, y por extensión se puede aplicar a toda la vida litúrgica, sacramental y orante, por ejemplo, y especialísimamente, en el Oficio divino o Liturgia de las Horas:
“La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado” (Sacramentum caritatis, n. 70).
“El nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola… El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios… El culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar todos los aspectos de la realidad del individuo” (Id., n. 71).
La liturgia transforma la vida en culto vivo, existencial, en lo cotidiano, pero con la forma de Cristo. ¡Especialmente el sacramento eucarístico nos transforma!:
“Concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo” (OP, V T. Ord.).
“Nos transformemos en lo que hemos recibido” (OP, XXVII T. Ord.).
“Nos ayude a vivir más santamente” (OP, Martes II Cuar.).
“El fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros y se manifieste siempre en nuestras obras” (OP, Jueves II Cuar.).
La misma Liturgia de las Horas posee muchos elementos, especialmente las preces de Laudes y la oración conclusiva, que suplican y recuerdan esa unidad de vida y de transformación, esa liturgia existencial que se desarrolla como prolongación y consecuencia de la liturgia orada y celebrada:
“Que nuestra voz, Señor, nuestro espíritu y toda nuestra vida sean una continua alabanza en tu honor; y, pues toda nuestra existencia es puro don de tu liberalidad, que también cada una de nuestras acciones te esté plenamente dedicada” (Laudes, Sábado II).
“Dios todopoderoso, de quien dimana la bondad y hermosura de todo lo creado, haz que comencemos este día con ánimo alegre y que realicemos nuestras obras movidos por el amor a ti y a los hermanos” (Laudes, Martes III).
“Aumenta, Señor, nuestra fe, para que la alabanza que sale de nuestros labios vaya siempre acompañada de frutos de vida eterna” (Laudes, Martes IV).
Hay unidad en la persona cuando se bebe de la liturgia, y se profundiza en ella, asimilándola gustosamente:
“Esto es lo que más importa en la espiritualidad litúrgica: la unidad de vida. Que no haya divorcio entre lo que la Iglesia realiza sobre nosotros y nos enseña y lo que nosotros vivimos en nuestro interior. Que mientras la Iglesia, por ejemplo, representa y contempla la Ascensión del Señor, nosotros en particular, prescindiendo de lo que aquel día constituye el alimento vital del Cuerpo místico, no nos aislemos en la meditación de la huida a Egipto o de la flagelación, porque así toca según el orden del libro que utilizamos o simplemente porque nos causa más devoción. Por poca atención que se haya prestado a los textos y al sentido de la celebración litúrgica, y por poco que se conozca el lugar que ésta ocupa en la vida de la Iglesia y de las almas, no sólo se encontrará cada día materia abundante de meditación y de contemplación, sino que parecerá defectuoso e inconveniente dejar lo que la Iglesia propone y en cambio tomar como norma el propio criterio o el propio gusto” (Brasó, G., Liturgia y espiritualidad, Barcelona 1956, 285).
Podemos estar tranquilos: la liturgia lo abarca todo y a lo largo del año litúrgico nos va a situar ante todos los misterios de Cristo, misterios de salvación, y ante todos los dogmas y verdades de fe. Nada escapa a la liturgia y por ello hay ocasión suficiente de avanzar en su contenido, meditación y vivencia.
Utilizando las categorías de la teología mística, sobre tipos de oración y grados, la liturgia y su espiritualidad resultan ser una oración de quietud amasada antes, previamente, por mucho tiempo de meditación de los textos litúrgicos hasta adquirir una connaturalidad con el lenguaje, método y contenido de la liturgia.
¿Para pocos? No. Esta espiritualidad litúrgica es para todos los hijos de la Iglesia, si perseveran en ella. Es una riqueza:
“De todo lo expuesto se puede fácilmente colegir el carácter espontáneo de la oración en la espiritualidad litúrgica. Es a un mismo tiempo vida, alimento de la misma y su manifestación: por lo cual le es connatural la espontaneidad propia de la vida sana. No rechazará, siempre que lo crea conveniente, el auxilio disciplinador de un método para el tiempo de formación; pero a medida que va adquiriendo su normal desarrollo va librándose también de las trabas externas para moverse con mayor amplitud y libertad La espiritualidad litúrgica no excluye ningún grado de oración, pero tampoco se entretiene en examinarlos. Ora como le es más espontáneo y por donde la lleva el Espíritu del Señor. Por toda su manera de ser, y usando la terminología actual, podríamos decir que la oración inspirada por la liturgia tiende más bien a la llamada oración de quietud y, por ella, a la contemplación” (Brasó, p. 288).
La liturgia despliega en nosotros toda su virtualidad y va dirigiéndonos a una oración de contemplación, con solidez doctrinal ya asimilada por la meditación de los textos, y con suavidad amorosa, centrándose en el Amado. No son sentimientos o estados afectivos, sino la caridad en las almas amando a Cristo.
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