Prepararnos con la lectura y la lectio divina (Notas de espiritualidad litúrgica - XIII)
La liturgia requiere preparación. La improvisación, la premura consigue que el alma esté impermeabilizada a la gracia de la liturgia; no puede entrar en la liturgia de forma inmediata, automáticamente. Hace falta prepararse. Dejar atrás el ruido del mundo, penetrar en el ámbito de lo divino. Apagar sensaciones, charlas, pensamientos, ruidos y distracciones. Pacificarlo todo para que se llene de Dios y su gracia.
Como preparación próxima a la liturgia ayuda y es eficaz la lectura espiritual en sentido amplio y la lectio divina propiamente dicha, con los textos bíblicos.
La lectura siempre es beneficiosa: ilustra la mente, suministra conocimiento a la inteligencia, enciende la voluntad y la orienta en su actuar. La lectura espiritual es sumamente provechosa para el crecimiento de la vida interior.
Esta lectura espiritual prepara para la liturgia… y también nace de la liturgia como deseo de profundización. Es una doble dirección. “Por ser escuela de doctrina sobrenatural, la liturgia supone en los discípulos que en ella se forma una labor personal de estudio de penetración y asimilación de las enseñanzas recibidas” (Brasó, G., Liturgia y espiritualidad, Barcelona 1956, 271). Es un deseo de explorar e investiga las insondables riquezas del Misterio de Cristo (cf. Ef 3,8) que se despliegan en la santa liturgia.
Tanta riqueza necesita ser saboreada con el gusto del alma, sapiencialmente, y profundizada.
“La liturgia nos enseña prácticamente que se nos ha otorgado, por benignidad del Señor, el conocer los misterios del reino de Dios, y nada anhela tanto el alma conformada en la escuela de la Iglesia como ser iluminada acerca de estos misterios. Es el don mayor que puede apetecer en este mundo, y con frecuencia la Iglesia lo pone ante sus ojos para avivar su deseo y se lo hace pedir con insistencia en la oración pública en muchos salmos y oraciones, particularmente en las que siguen al acto de la comunión” (Brasó, p. 271).
La lectio divina nos conduce así a vivir la liturgia mejor y la misma liturgia nos hace apetecer la profundización mediante la lectio divina. De la mano de la Iglesia, y con la luz del Espíritu Santo, se emprende la tarea de la lectio divina de la Palabra de Dios que desemboca en la liturgia y que nace de la misma liturgia.
La espiritualidad litúrgica es profundamente bíblica: oye la Palabra de Dios que se lee, canta salmos, y los textos bíblicos están siempre detrás de los textos litúrgicos. La liturgia está conformada por la Palabra de Dios que viene y se hace eficaz en el sacramento. De hecho se abrieron más los tesoros bíblicos con el actual Leccionario, según pedía la constitución Sacrosanctum Concilium: “para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos” (SC 51). Y, cuando se proclaman las Escrituras en la liturgia, está presente Cristo en su Palabra (cf. SC 7) y el Espíritu Santo está actuando poderosamente, por ejemplo, como afirma la Ordenación del Leccionario de la Misa:
“Para que la palabra Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, con cuya inspiración y ayuda la palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica y en norma y ayuda de toda la vida.
Por consiguiente, la actuación del Espíritu no sólo precede, compaña y sigue a toda acción litúrgica, sino que también va recordando, en el corazón de cada uno, aquella cosas que, en la proclamación de la palabra de Dios, son leídas para toda a asamblea de los fieles” (OLM 9).
Las lecturas bíblicas de la santa Misa, de modo particular, merecen que las saboreemos con la lectio divina, y, en la otra dirección, la lectio divina de estas lecturas nos permitirán una mejor escucha cuando se leen en la santa Misa:
“Es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial, no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales, preparan la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía –sacerdotes, ministros y fieles-, a reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada” (Juan Pablo II, Carta Dies Domini, n 40).
“En cierto sentido, la lectura orante personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística, así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación lectio y liturgia, se puede entender mejor los criterios que han de orientar esta lectura en el contexto de la pastoral y la vida espiritual del Pueblo de Dios” (Benedicto XVI, Verbum Domini, n 8).
La espiritualidad litúrgica, tan bíblica, suscita el amor por la Palabra de Dios, el “amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura” (SC 24).
¡Pongamos interés en ello! Con palabras del Crisóstomo:
“Me aflijo y siento pena de que no todos conozcan a este varón [san Pablo] como sería necesario reconocerlo, sino que algunos lo ignoran de tal manera, que ni siquiera saben con seguridad el número de sus Cartas… Procurad recibir lo que otros han recopilado, y poned tanto empeño en atender lo que se dice, como en la adquisición de las riquezas. Ciertamente, aunque sería vergonzoso el pediros únicamente eso, no obstante sería suficiente si lo hacéis” (Pról. Hom. Carta a los Romanos, 1, 1.3).
La Iglesia, con su liturgia, inculca el amor y la escucha obediente de la Palabra de Dios. El oficio de lecturas, tan rico, es además el método orante de la Iglesia con la Palabra: salmos que preparan el alma, lectura bíblica comentada por una lectura patrística habitualmente, responsorios que dan la clave de interpretación, silencios contemplativos y oración final. Es el modelo, el prototipo litúrgico, de una lectio eclesial y no subjetiva. “La oración debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura, a fin de que se establezca un coloquio entre Dios y el hombre, puesto que con él hablamos cuando oramos y lo escuchamos a él cuando leemos los divinos oráculos y, por lo mismo, el Oficio de lectura consta también de salmos, de un himno, de una oración y de otras fórmulas, y tiene de suyo carácter de oración” (IGLH, n. 56).
La liturgia nos enseña a amar la Palabra de Dios.
“En la escuela de la liturgia se aprende a amar la Palabra de Dios. Ésta os es dada como el alimento normal de nuestro espíritu. Todos los días, en la misa y en el oficio, la Iglesia nos hace oír o leer algunos fragmentos del Antiguo Testamento y otros del Nuevo, en consonancia con la solemnidad que se celebra o según corresponde al plan cíclico de nuestra instrucción espiritual. Si alguna otra lectura nos propone la Iglesia, consiste en un comentario patrístico o en una homilía que nos exponen y aclaran el texto sagrado. Esta manera de obrar nos inculca prácticamente cuál debe ser la materia primordial de nuestra lectura espiritual: ante todo y predominantemente la Sagrada Escritura, y al lado de ella, pero con subordinación a ella, los escritos de los Padres, de los doctores y de los autores que pueden comentarnos y aplicarnos la doctrina contenida en los Libros santos. Ensanchando el campo exegético, según la mente de la Iglesia, caben los tratados que pueden ayudarnos a profundizar la doctrina revelada; esto es, la teología, los documentos del magisterio de la Iglesia, y en general todo lo que es ciencia eclesiástica en cuanto nos hace conocer algún aspecto del misterio de Dios, de Cristo y de su Iglesia” (Brasó, p. 273).
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