Prepararnos a la liturgia (Notas de espiritualidad litúrgica - XII)
Si queremos sacar fruto y alimentar el alma, si deseamos santificarnos y elevarnos a Dios, si buscamos el rostro de Cristo en la liturgia y glorificar a la santa Trinidad, el ex opere operantis de toda liturgia debe estar bien activo: habremos de prepararnos a la liturgia.
Hay una actividad espiritual privada como preparación a la liturgia, de modo que el alma se disponga convenientemente y así vivir la liturgia con unción, participando realmente de corazón plena, consciente y activamente.
Comencemos a ver la preparación remota: penitencia y purificación.
La virtud de la penitencia debe acompasar los pasos del alma y purificarnos para acercarnos al Misterio de Dios en la liturgia. Recordemos: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?” (Sal 23). De cualquier manera no se puede estar en presencia del Señor. Dios mismo, con un serafín, purificó a Isaías para estar ante Él (cf. Is 6,1s), hombre de labios impuros.
La liturgia requiere en el alma la penitencia y la purificación:
“La liturgia, como toda espiritualidad, en primer lugar debe preocuparse de establecer al cristiano en aquel estado de pureza interior necesario para emprender el camino de la espiritual ascensión hacia Dios y para ir disponiéndole a las diversas comunicaciones. Dada nuestra condición de pecadores, el primer fruto de la gracia en un alma deberá ser siempre el perdón y la purificación, y para lograrlo deberá suscitar previamente el humilde reconocimiento de la propia condición de pecador, el profundo pesar por sus culpas y por sus tendencias perversas y el sincero deseo de un efectivo retorno a Dios. Es la actitud espiritual que se concreta con el nombre de compunción” (Brasó, G., Liturgia y espiritualidad, Barcelona 1956, 259-260).
La compunción del alma debería ser lo habitual: reconocimiento de la santidad de Dios y del propio pecado y desorden interior pidiéndole gracia. La liturgia lo potencia arrojando luz sobre lo que somos. “La liturgia, fuente eficaz de la gracia, presencia y comunicación del misterio de Jesucristo, por esta sola realidad que llena al alma de luz sobrenatural y lo establece en la verdad hace al cristiano profundamente humilde y le lleva al sincero reconocimiento de su condición de pecador y de las posibilidades de cometer el mal que esta su condición supone” (Brasó, p 260).
Todo el conjunto de la liturgia, sus ritos y textos, conducen a este fin:
- Junto al altar o sobre él, está la cruz, recordándonos la entrega sacrificial del Señor por nuestros pecados.
- Cada Misa es el memorial de su pasión y muerte, la redención de las almas. ¡Qué contraste entre el amor de Dios y nuestro pecado! ¡Qué necesidad tan grande de expiar, de reparar, de completar en nuestra parte lo que falta a la pasión de Cristo (cf. Col 1,24)!
- La santa Misa comienza habitualmente por el acto penitencial; bien vivido, nos desvela nuestra realidad personal, y en Completas, al final de la jornada, examen de conciencia y acto penitencial. Es realismo existencial que evita que nos engañemos.
- La frecuencia del sacramento de la Penitencia es igualmente pedagógica, además de santificante El itinerario sacramental nos educa: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Es un camino penitencial que nos ayuda a conocer la maldad del pecado y sus raíces en el corazón, expiar y reparar.
- En Laudes, los viernes, cantamos el salmo 50, el Miserere, dejando que el alma se empape de sus sentimientos y confiese su culpa al Señor; además las preces de Laudes de los viernes poseen ese carácter penitencial y reparador.
- La Cuaresma es un gran tiempo de penitencia y reparación, de conversión y lucha, para llegar renovados y limpios a la santa Pascua. Son unos auténticos ejercicios espirituales con el ritmo y programa de la liturgia.
La liturgia es buena educadora y así, con su pedagogía, lleva al alma a vivir con compunción, inculcando un espíritu de penitencia, humildad y arrepentimiento. La espiritualidad litúrgica va conduciendo al conocimiento propio –que dice la mística- a la luz de Dios.
“Necesariamente, quien vive del espíritu de la liturgia ha de sentir profundamente la necesidad de la penitencia y ha de practicarla en su vida de cristiano. Para ello su modelo es la Iglesia, y su norma la que ella le da oficialmente, en particular durante el tiempo cuaresmal.
El cristiano aprende de la Iglesia que el espíritu de compunción, esto es, la penitencia interior, constituye la base esencial de nuestra conversión y que debe procurarla ante todo, puesto que, por otra parte, así como nuestra maldad se ha exteriorizado en obras de pecado, nuestra compunción interior deberá manifestarse en obras de verdadera conversión” (Brasó, pp. 261-262).
Éste es pues el camino: compunción, penitencia, reparación, expiación… uniéndose a Jesús crucificado. Esto es lo que va inculcando la espiritualidad litúrgica. “Está claro, por lo demás, que la penitencia cristiana será auténtica si está inspirada por el amor, y no sólo por el temor; si consiste en un verdadero esfuerzo por crucificar al “hombre viejo” para que pueda renacer el “nuevo”, por obra de Cristo; si sigue como modelo a Cristo que, aun siendo inocente, escogió el camino de la pobreza, de la paciencia, de la austeridad y, podría decirse, de la vida penitencial” (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentiae, 26).
Así la liturgia inculca y fomenta la praxis penitencial: la ascesis, la mortificación corporal y de los sentidos, la oración junto con el ayuno y la limosna, la continencia y castidad, el ofrecimiento de toda molestia, adversidad, los sacrificios voluntarios y privaciones, etc. Todo esto mana de vivir bien la liturgia, de dejar que la liturgia transforme la existencia en culto vivo, reparador: ¡llevando en nuestro cuerpo la muerte de Jesús!, para que alcancemos su vida (cf 2Co 4,10).
La santa liturgia, haciéndonos ver la realidad del hombre caído y redimido por Cristo, nos hace ver nuestra propia realidad personal a la luz de Dios -¡no hay otro baremo!- proponiéndonos la virtud de la compunción, llevándonos a la conversión permanente, la renovación interior.
“Según estas normas prácticas y siguiendo estos criterios, el cristiano puede y debe darse a la penitencia en la medida de su espíritu de compunción. Con ello llegará a una pureza de corazón que le hará apto para la oración: el dominio de las pasiones y de los sentidos externos e internos le ayudarán a practicar aquella otra penitencia, que es el recogimiento y el silencio interior, que crea el ambiente propicio para los contactos con Dios; la habitual disciplina de su mente hará posible aquel esfuerzo de atención necesario para adaptarse conscientemente a la oración de la Iglesia y para penetrar su contenido, y con ello llegará a la máxima abnegación que la espiritualidad litúrgica exige: a saber, la abnegación de la propia personalidad y de las propias inclinaciones, aun de las más nobles, en lo que tienen de subjetivo, para fusionarse en la comunidad eclesiástica, pensando como ella, sintiendo como ella, viviendo como ella. Es la mayor bendición de la penitencia que, desde la renuncia a los placeres del propio cuerpo, nos lleva al goce de la efectiva inserción en el cuerpo orante de la Iglesia” (Brasó, p 270).
2 comentarios
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javier:
La riqueza de la Liturgia es enorme en su variedad de ritos, familias litúrgicas, celebraciones... Es una maravilla, glorificando a Dios y santificando a los fieles.
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