Yo confieso (Respuestas IV)

  Plegaria de origen devocional, de tipo privado, y sin embargo de buena factura en su contenido, entró en la liturgia.

  El “Yo confieso” o “Confiteor” (como comienza en latín) formaba parte de la preparación privada del sacerdote antes de celebrar el sacrificio de la Misa. Es bueno salir al altar a celebrar la Eucaristía con disposiciones interiores, con recogimiento, con el alma bien templada y consciente de la grandeza del Sacramento… mientras que es malo omitir la preparación, unos momentos previos de silencio, una plegaria, y salir el sacerdote al altar nervioso o apresurado.

  La preparación privada del sacerdote en la sacristía se fue ampliando poco a poco y se fue extendiendo hasta llegar a realizarla con las preces al pie del altar junto con el acólito (el único que le respondía representando a todos los fieles).

  Su origen más remoto parece ser en la adoración callada que hacía el Papa en la misa estacional, al llegar a la basílica y detenerse ante el altar. En la época carolingia, el sacerdote lo iba recitando mientras caminaba hacia el altar… hasta que se incorporó, de modo fijo, a las preces al pie del altar. También servía, y estuvo muy difundido, para la confesión sacramental, a partir del siglo IX, con amplio desarrollo en los pecados enumerados. Son varias las redacciones que encontramos del “Confiteor” con sus variantes.

     El “Yo confieso” incluye también el gesto exterior, humilde y penitencial, que acompaña a las palabras. “Por lo que se refiere al rito exterior, desde el principio encontramos la profunda inclinación como actitud corporal mientras se rezaba el Confiteor. Pero también la de estar de rodillas debió ser muy común. En tiempos muy antiguos se menciona la costumbre de darse golpes de pecho al pronunciar las palabras mea culpa. Esta ceremonia, como recuerdo del ejemplo evangélico del publicano (Lc 18,13), era tan familiar a los oyentes de san Agustín que éste tuvo que enseñarles que no era necesario darse golpes de pecho cada vez que se decía la palabra Confiteor[1].

    Con la reforma del Ordinario de la Misa, en el actual Misal romano vigente desde 1970, se introdujo no ya para el sacerdote sino para todos, un acto penitencial de preparación y purificación, una vez comenzada la Misa. De este modo, el “Yo confieso” pasó a ser plegaria de todos los fieles. También en la celebración comunitaria del sacramento de la Penitencia, en su forma B (con confesión y absolución individual), el “Yo confieso” es llamado “confesión general” que rezan todos de rodillas según la oportunidad (RP 27) antes de dirigirse a los sacerdotes para manifestar sus pecados y recibir la absolución. Igualmente aparece en el rito de la Unción de enfermos como preparación para el Sacramento o en el rito de la comunión a los enfermos. Finalmente, en el rezo de Completas, al finalizar el día, antes del descanso nocturno, el “Confiteor” es una de las fórmulas que se emplean tras el examen de conciencia en silencio.

    En la Misa, después del saludo del sacerdote, ordinariamente viene el acto penitencial. El sacerdote lo introduce con una breve monición tras lo cual se dejan unos momentos de silencio y juntos, a una voz o de forma dialogada, piden perdón a Dios con uno de los tres formularios que ofrece el Misal, el primero de los cuales es el rezo común del “Yo confieso”.

  La introducción del sacerdote motiva y orienta el tono interior y el fin con el que se reza. Una primera monición dice: “Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados”. La humildad de reconocer lo que somos, la fragilidad, la debilidad y los pecados concretos es un modo adecuado de acercarnos al altar del Señor dignamente, con un corazón humilde y purificado ante la santidad del sacramento eucarístico.

  Otra monición situará a los fieles ante la celebración eucarística –liturgia de la Palabra y rito eucarístico- recordando que Cristo llamó y sigue llamando a la conversión: “El Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, nos llama ahora a la conversión. Reconozcamos, pues, que somos pecadores e invoquemos con esperanza la misericordia de Dios”.

  El ritual de la Penitencia, por su parte, en la celebración comunitaria con confesión y absolución individual (llamada forma B) después de la homilía y del silencio del examen de conciencia, comienza el rito de reconciliación con una “confesión general de los pecados” (RP 130) consistente en la oración común del “Confiteor”, preces o letanías, el Padrenuestro y una oración final. La rúbrica lo describe: “A invitación del diácono o de otro ministro los asistentes se arrodillan o se inclinan, y recitan la confesión general (el “Yo pecador”, por ejemplo). Luego de pie, si se juzga oportuno se hace alguna oración titánica o se entona un cántico. Al final, se acaba con la oración dominical que nunca deberá omitirse” (RP 27; 130).

    El sacerdote invita a iniciar el rito de reconciliación con una monición inspirada en la carta de Santiago (5,16): “Hermanos: confesad vuestros pecados y orad unos por otros, para que os salvéis” (RP 131). O también: “Recordando, hermanos, la bondad de Dios, nuestro Padre, confesemos nuestros pecados, para alcanzar así misericordia” (RP 132). Así, juntos, los fieles de rodillas o inclinados, rezarán el “Yo confieso” reconociendo sus pecados, confiando en alcanzar misericordia.

   El contenido del “Confiteor” es una acusación clara y pública (aunque genérica, como es natural) de los propios pecados y una petición sencilla para que, por la comunión de los santos, todos pidan a Dios por quien se reconoce pecador. La oración está en singular y no en plural: es uno mismo quien debe reconocerse pecador, sin escudarse o justificarse en los demás, ni en los pecados de los demás, ni disminuir la gravedad de los propios pecados como simples defectos o errores. El texto es claro. Cada uno reza en singular, y se dirige humildemente a los demás miembros de la Iglesia, aunque todos la recen en común, a una sola voz.

    “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos”. Confesar los pecados es descubrir la verdad de uno mismo, iniciar la conversión y pedir perdón a Dios; sin reconocimiento de los pecados y arrepentimiento, no hay posibilidad de redención: ¡el corazón está endurecido! La verdad es que somos pecadores… “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1Jn 1,10). Nuestra confianza radica en su misericordia ya que “si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia” (1Jn 1,9).

   “Yo confieso ante Dios…” Es un lenguaje similar al de tantos salmos penitenciales, inspirado en estos mismos salmos. El pecado va matando por dentro, mientras la conciencia clama interiormente: “mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí” (Sal 31). La única solución es reconocer el pecado arrepentido: “había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’, y tú perdonaste mi culpa y m pecado” (Sal 31). Es llegar al momento de decir con el corazón: “contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 50).

   Este reconocimiento se hace “ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos” porque el pecado repercute en la santidad de la Iglesia, la deja herida, hace daño a los hermanos, debilita o destruye por completo la caridad. El pecado tiene así una dimensión social en la comunión de los santos. Por tanto, no sólo ante Dios, sino también ante la Iglesia, “ante vosotros hermanos”, reconoce uno su maldad.

    La confesión es clara y directa: “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Todo aquello que es humano: el pensamiento y la acción con las palabras o las obras, ha pecado; también omitiendo el bien que se podría haber realizado y voluntariamente no se ha querido hacer. Definitivamente, hemos pecado en todo aquello que podíamos pecar, ya sea activamente, ya sea pasivamente por omisión. El pensamiento por cuanto juzga condenando o se recrea en lo sensitivo (“el que mira a una mujer deseándola y ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”, Mt 5,28); la palabra porque es crítica (St 3,1-12) y juicio, o insulto incluso: “malas palabras no salgan de vuestra boca” (Ef 5,29); de obra, de mil maneras distintas, haciendo el mal: “comilonas y borracheras, lujuria y desenfreno, riñas y envidias” (cf. Rm 13,13), “fornicación, impureza, indecencia o afán de dinero” (cf. Ef 5,3). También de omisión, dejando de hacer el bien, las obras de misericordia (cf. Mt 25,35-45): no dando de comer ni de beber, no acogiendo, no visitando al enfermo, etc…

   “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Acusación clara y directa; es la propia culpa, que se sabe grande, expresada ante Dios con arrepentimiento. “Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado” (Sal 50). Estas palabras en el Misal anterior, de Juan XXIII en 1962 se acompañaban golpeándose el pecho tres veces mientras se pronunciaban. Ahora, en el Misal actual, la rúbrica sólo señala lo siguiente: “golpeándose el pecho, dicen…”, sin más especificación.

   “Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles…” Concluye la confesión renovando el sentido de la comunión de los santos. Si ante los hermanos presentes (“ante vosotros hermanos”) se reconocía uno pecador y culpable, ahora a esos mismos hermanos presentes y también a la Virgen María, a los ángeles y a los santos, que forman la Iglesia celestial, se recurre suplicando la intercesión fraterna. Todos orando por todos, todos suplicando por todos. La comunión de los santos es real y eficaz.

    El valor tanto teológico y espiritual del “Confiteor”, en resumidas cuentas, lo expuso hace años el cardenal Ratzinger en un párrafo que puede muy bien servir de conclusión:

  “La Iglesia siempre ha encontrado en estas parábolas su realidad, defendiéndose también de la pretensión de una Iglesia sólo santa. La Iglesia del Señor que ha venido a buscar a los pecadores y ha comido voluntariamente en la mesa junto a ellos no puede ser una Iglesia ajena a la realidad del pecado, sino una Iglesia en la que están presentes la cizaña y el grano y los peces de todo tipo. Para resumir esta primera figura, diría que son importantes tres cosas: el sujeto de la confesión es el yo –yo no confieso los pecados de los demás, sino los míos-. Pero, en segundo lugar, yo confieso mis pecados en comunión con los demás, ante ellos y ante Dios. Y finalmente pido a Dios el perdón, pues sólo Él puede otorgármelo. Pero ruego a los hermanos y a las hermanas que recen por mí, es decir, busco en el perdón de Dios también la reconciliación con los hermanos y las hermanas”[2].

 



[1] JUNGMANN, J.A., El sacrificio de la Misa, Madrid 1959, 392-393.

[2] RATZINGER, J., Convocados en el camino de la fe, Madrid  2004, 285-286.

3 comentarios

  
Cordá Lac
Pues una parte se omite en las misas en lengua vernácula en Valencia. La parte de los "mea culpa" es omitida en esa traducción y, por tanto, los golpes en el pecho. Debería explicar el traductor (o el arzobispo responsable) el por qué de esa omisión.
Otro destrozo de esa traducción es el "Padrenuestro" cuya última petición se transforma en "líbranos de cualquier mal", tergiversando así la "oración que Cristo nos enseño" que pide que se nos libre "del mal", el mal por antonomasia, que es el demonio o el pecado, no de un mal dolor de muelas o de barriga, etc.
14/06/18 11:47 AM
  
Juan Andrés
Ya hay muchos sacerdotes que no lo rezan, por lo menos aquí en el sur americano. Señor ten piedad, Cristo ten piedad... y nada más.
14/06/18 5:22 PM
  
Anorgi
Cordá Lac tu escrito me ha dejado muy impresionado. Es increíble lo que cuentas, no me explico cómo la jerarquía de la Iglesia en Valencia ha cometido tamaño error, ni como desde la Conferencia Episcopal han advertido lo que puede ser algo grave.
16/06/18 11:56 PM

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