Disposiciones interiores para participar en la liturgia, 1ª parte (XVI)
Hay una clara exageración, que parte del desconocimiento de la naturaleza de la liturgia y su valor pastoral, en insistir en que la participación es solamente algo externo, que hay fomentar, incluso añadiendo o inventando cosas no previstas en los libros litúrgicos de la Iglesia.
Esa clara exageración suele ir en detrimento de la participación interior, devota, consciente, fructuosa, que son el núcleo de la verdadera liturgia. El cuidado de la liturgia, la cura pastoral, la pastoral litúrgica, deben fomentar las disposiciones internas, los sentimientos espirituales auténticos, para entrar en el Misterio del Señor que se celebra en la liturgia.
Pío XII lo advirtió ya en la encíclica Mediator Dei: “Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente a El, para que en El, con El y por El se dé gloria al Padre. La sagrada liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos; y no se cansa de repetirlo cada vez que prescribe un acto de culto externo” (nn. 34-35). Lo externo, como los cantos, respuestas, posturas corporales e incluso los distintos servicios litúrgicos (lectores, acólitos, coro, oferentes en la procesión de los dones, monitor) buscan únicamente la participación interior de los fieles, favorecer la unión con Cristo: “se encaminan principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, y también a excitar aquellos sentimientos y disposiciones interiores, con las cuales nuestra alma ha de imitar al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento”[1].
Lo interior debe ser la reproducción en nosotros de los sentimientos de Cristo, buscando la comunión más íntima y personal con Jesucristo y con Él, ofrecernos al Padre para vivir en santidad.
Esa participación interior, culto en espíritu y verdad, debe ser la meta última de la pastoral litúrgica, el punto de convergencia de todo, para no caer en el activismo, en el esteticismo, en los protagonismos, en definitiva, en secularizar la liturgia. Acudiendo a los grandes principios de la Constitución Sacrosanctum Concilium, encontramos los siguiente: “fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa” (n. 19). Se desea que “el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente [las cosas santas] y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria” (SC 21). Plena, pues, ha de ser la participación. E insiste: “participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada” (SC 48), sabiendo lo necesario que es que no sólo sea activa, exterior, sino también consciente, con el corazón y la mente, y piadosa, con piedad, es decir, con adoración, respeto, veneración, sentido de Dios, sacralidad.
Podríamos considerar las vertientes distintas de esta participación interior, aquello que hay que cuidar, para que demos al Padre un culto en espíritu y en verdad.
a) Ofrecernos
La participación interior conduce a ofrecernos con Cristo al Padre para vivir su voluntad. Expropiados de nosotros mismos, como la Virgen María, esclava del Señor, dejamos que el Señor tome todo y disponga en nosotros, según su plan de amor.
-Lo que Él nos da
Cuanto tenemos, lo hemos recibido (cf. 1Co 4,7). Es don y gracia del Señor. Incluso nosotros mismos somos un regalo de Quien nos ha creado por amor, nos ha redimido y nos da el ser hijos suyos. En el pan y en el vino se concretan todos los dones que Dios nos ha entregado, de manera que en la liturgia le ofrecemos, realmente, de lo que lo Él nos ha dado; así reza, por ejemplo, el Canon romano: “te ofrecemos, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio”, “de tuis donis ac datis”. Reconocemos así que todo nos viene dado, que es gracia y amor. “Acepta, Señor, los dones que te presenta la Iglesia y que tú mismo le diste para que pueda ofrecértelos”[2]; “te presentamos, Señor, estos dones que tú mismo nos diste para ofrecer en tu presencia”[3].
La primacía la tiene el Señor, y así la liturgia, una vez más, nos revela que es teocéntrica, es decir, que su centro es Dios y no el protagonismo del hombre, y que cuanto podemos ofrecerle es porque Él nos lo ha dado, no por nuestros compromisos y logros. No es una manifestación de nuestro poder humano (¿acaso construiremos Babel?), sino la ofrenda pura de reconocimiento de su bondad (Abel así lo hizo). “Te ofrecemos, Señor, estos dones que tú mismo nos diste; haz que lleguen a ser para nosotros prueba de tu providencia sobre nuestra vida mortal”[4].
Es la generosidad de Dios la que se pone de relieve, poniendo en nuestras manos la ofrenda que Él espera: “recibe, Señor, las ofrendas que podemos presentar gracias a tu generosidad”[5]; y aquí se produce un admirable intercambio –como lo llaman los Padres de la Iglesia- porque en esa ofrenda que entregamos recibimos a cambio al mismo Cristo: “para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo”[6].
Dios mismo ha instituido este sacrificio espiritual, el sacrificio eucarístico, para que pudiéramos ofrecer: “recibe, Señor, este sacrificio que tú mismo has querido que te ofreciéramos”[7]; “Señor, Dios nuestro, tú mismo nos das lo que hemos de ofrecerte”[8].
-Nosotros nos entregamos
Los dones eucarísticos, pan y vino, que se llevan en procesión al altar, constituyen la ofrenda de cada uno de los fieles, de su propia vida y corazón. Nosotros mismos nos entregamos a Dios en el altar: “Haz, Señor, que te ofrezcamos siempre este sacrificio como expresión de nuestra propia entrega”[9]. Las ofrendas (solamente el pan y el vino llevados al altar) poseen un alto sentido espiritual: en ellos están contenidos místicamente los fieles que se ofrecen con Cristo: “Te rogamos, Señor, que nuestra vida sea conforme con las ofrendas que te presentamos”[10]. La entrega cotidiana al plan de Dios, el trabajo santificador, la obediencia amorosa a su voluntad, se presentan en el altar: “acepta, Señor, estas ofrendas, signo de nuestra entrega a tu servicio”[11].
Ese ofrecimiento nos convierte en víctimas con Cristo Víctima, en sacerdotes por el bautismo junto con el Sacerdote Eterno, Jesucristo, y esto no sólo un momento, sino como una situación permanente, constante: “santifica, Señor, estos dones que te presentamos, y transfórmanos por ellos en ofrenda perenne a tu gloria”[12], “santifica, Señor, estos dones, acepta la ofrenda de este sacrificio espiritual y a nosotros transfórmanos en oblación perenne”[13]. “La ofrenda que te presentamos nos transforme a nosotros, por tu gracia, en oblación viva y perenne”[14].
Seremos entonces un sacrificio, una ofrenda agradable a Dios: “Concédenos, por la eficacia de este sacrifico, llegar a transformarnos en ofrenda agradable a tus ojos”[15]; “concédenos… convertirnos en sacrificio agradable a ti, para la salvación de todo el mundo”[16]; “que su eficacia nos purifique de nuestros pecados, para que podamos presentarnos a ti como ofrenda agradable a tus ojos”[17].
-Unidos a la ofrenda de Cristo mismo
Ofrecidos, como víctimas para alabanza de su gloria, estaremos unidos con Cristo para hacer, siempre y en todo, la voluntad del Padre: “haz que unida [la Iglesia] a Cristo, su cabeza, se ofrezca con él a tu divina majestad y cumpla tu voluntad”[18]. Nuestra ofrenda cobra valor cuando está unida a Cristo, cuando la incluimos en la ofrenda que hizo Cristo de sí mismo. “Haz que en perfecta unión con él [Cristo], te ofrezcamos una digna oblación”[19], “Jesucristo, nuestro Mediador, te haga aceptables estos dones, Señor, y nos presente juntamente con él como ofrenda agradable a tus ojos”[20].
-Es el mayor culto que tributamos
La ofrenda del sacrificio eucarístico, que es la ofrenda del mismo Cristo al Padre en su sacrificio, nos implica a nosotros, participantes. Junto al sacrificio de Cristo en la Eucaristía va nuestro propio sacrificio y ofrenda. Aquí se muestra el mayor culto que podemos tributar a Dios: la ofrenda eucarística, el sacrificio de Cristo “a ti Dios, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo”. Ofrecemos el mismo sacrificio de Cristo al Padre: “mira, Señor, los dones de tu Iglesia, que no son oro, incienso y mirra, sino Jesucristo, tu Hijo, al que aquellos dones representaban y que ahora se inmola y se nos da en comida”[21]. El sacrificio de la Eucaristía, que es de Cristo y de su Iglesia, es el mayor culto, la liturgia perfecta, que podamos ofrecer: “acepta, Señor, en la fiesta solemne de la Navidad esta ofrenda que nos reconcilia contigo de modo perfecto, y que encierra la plenitud del culto que el hombre puede tributarte”[22]. Y este mayor culto nos reconcilia con Dios: “Señor, que esta oblación, en la que alcanza su plenitud el culto que el hombre puede tributarte, restablezca nuestra amistad contigo”[23].
-Presentamos todo lo que vivimos
Lo que somos, lo que hacemos, lo que vivimos; el dolor y la alegría, el trabajo y el apostolado, la mortificación y los sacrificios, todo queda incluido en la ofrenda del altar y en la ofrenda del pan y del vino se contiene todo lo nuestro: “te pedimos, Señor, que quienes nos disponemos a celebrar los santos misterios, tengamos la alegría de poder ofrecerte, como fruto de nuestro penitencia cuaresmal, un espíritu plenamente renovado”[24].
Nuestro trabajo es el modo de santificación de lo cotidiano en el mundo, y así el trabajo diario es materia que se ofrece en el altar de Dios: “acepta, Señor, los dones de tu Iglesia en oración, y haz que, por el trabajo del hombre que ahora te ofrecemos, merezcamos asociarnos a la obra redentora de Cristo”[25]. Todo lo humano es incluido en la ofrenda al Padre con Cristo: “recibe, Señor, los dones que te presentamos confiados y haz que nuestras tristezas y amarguras lleguen a tener ante tus ojos el valor de un sacrificio verdadero”[26].
La Eucaristía nos convierte en “ofrenda permanente”, “víctimas vivas para alabanza de tu gloria”. Esa participación interior de los fieles nos convierte en ofrendas vivas al Señor, oblación perenne. Es el sentido espiritual de la participación interior que queda, además, subrayado por los distintos formularios de la monición sacerdotal:
“Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”.
“Orad, hermanos, para que llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, ofrezcamos el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso”.
“En el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia, oremos a Dios, Padre todopoderoso”.
[1] Pío XII, Enc. Mediator Dei, n. 129.
[2] OF (: Oración sobre las ofrendas), 21 diciembre.
[3] OF, Miérc. I Cuar.
[4] OF, Martes IV Cuar.
[5] OF, XVII Dom. T. Ord.
[6] OF, XX Dom. T. Ord.
[7] OF, Miérc. VII Pasc.
[8] OF, VIII Dom. T. Ord.
[9] OF, Dom. III Adv.
[10] OF, Dom. I Cuar.
[11] OF, Lunes I Cuar.
[12] OF, Stma. Trinidad.
[13] OF, Sábado II Pasc.
[14] OF, Común de Santa María, II.
[15] OF, San Vicente de Paúl, 27 de septiembre.
[16] OF, San Andrés Kim Taegon, 20 de septiembre.
[17] OF, Sábado después de ceniza.
[18] OF, Por la Iglesia, D.
[19] OF, Votiva Sgdo. Corazón.
[20] OF, Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.
[21] OF, Epifanía.
[22] OF, Natividad, Misa del día.
[23] OF, 23 de diciembre.
[24] OF, Lunes V Cuar.
[25] OF, Por la santificación del trabajo, B.
[26] OF, En cualquier necesidad, B.
5 comentarios
Hay tanto qué hacer y no se hace!!!!!!
1) Buena catequesis litúrgica de los fieles. Que los párrocos y catequistas den ciclos de formación acerca de los fines de la liturgia, el sentido y significado de la misma y de los signos que la componen. Estos artículos que ud. publica, padre, podrían servir de base para hacer algo semejante.
2) Promover la confesión frecuente y facilitar el acceso de los fieles a un confesor, para estar en gracia y poder comulgar frecuentemente. Eso indudablemente incentiva a participar en la Santa Misa.
3) Preparación inmediata. Procurar, en lo posible, no llegar a Misa sobre la hora de inicio, sino con algunos minutos de anticipación. En ellos no hace falta agregar devociones y prácticas piadosas, basta con ayudar al fiel a ser consciente de que ha entrado en el espacio sagrado y que se va a encontrar con Dios, de modo que sus cinco sentidos, su atención y sus potencias interiores se dirijan todas ellas a este encuentro. A ello ayuda mantener un ambiente de silencio en el templo previo a la Santa Misa, y si se van a ensayar cantos, que sea lo justo y necesario, y de manera sutil y no estridente. Este silencio previo ayuda mucho, por ejemplo, a hacer un buen examen de conciencia y contrición por los pecados (para prepararse al rito penitencial), a pensar de qué voy a agradecer hoy al Señor, qué gracias necesito, y quiero pedir (tanto para mí como para quienes me rodean), y qué ofreceré hoy al Señor junto con el pan y el vino, para que mi día sea "una Misa prolongada" (como decía San Alberto Hurtado). Y finalmente, ayuda a abrir el corazón y la mente para acoger la Palabra de Dios y ponerla en práctica.
No sé si estoy en un error me gustaría que me lo aclararan. Muchas gracias.
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JAVIER:
Me resulta muy extraño eso de un solo cantando por el sacerdote. Las rúbricas de la Ordenación General del Misal romano dicen: "Terminada la distribución de la Comunión, si resulta oportuno, el sacerdote y los fieles oran en silencio por algún intervalo de tiempo. Si se quiere, la asamblea entera también puede cantar un salmo u otro canto de alabanza o un himno" (IGMR 88). O sea, o silencio, o todos -no un solo- todos pueden entonar un salmo o un canto de alabanza o un himno...
Este Sacramento es una joya (como los otros 6).
Sería estupendo que empezara una "Catequesis pedagógica " en las Parroquias y algunos lugares mas....donde se explicara ,despacito ,el valor que tiene este SACRAMENTO y el consuelo inmenso que produce.
Pido a Dios que esto comience en algún momento porque conozco a muchísimos cristianos que no saben como prepararse la confesión y les da como "apuro" ...pensar en confesarse. Algún amigo me suele decir "¡yo no he matado a nadie!" ......
Bueno, pidamos a Dios que nos ayude a enseñar a nuestra gente el regalo que Dios nos ha hecho.
Un saludo
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