15.05.17
8.05.17
Puerta y voz (del padre Diego de Jesús)
21.04.17
Jesús + Juanes, Pedros y Tomases = Iglesia.
Yo sé que el texto de la “segunda pesca milagrosa” (Jn 21, 1-14) admite muchísimas lecturas y aplicaciones a nuestra vida personal y eclesial.
Pero hoy quiero compartirles una que me ayudó muchísimo, y que creo que puede servirles a todos los que trabajan/trabajamos en la Iglesia, y, en el fondo, en cualquier institución civil.
Juan, Pedro y Tomás.
Cuando luego de haber tirado la red a la derecha, “la red se llenó de peces", los discípulos reaccionaron de diversa manera.
Juan -el discìpulo amado- fue el “capo” que leyó primero, que entendió antes que el resto, que creyó, que supo ver detrás de la niebla matinal y los 153 bichos escamosos algo más que lo que se veía… Juan tenía el corazón atento y la mirada vigilante, y fue el que dijo, fuerte, clarito: “Es el Señor".
Pedro, hasta ese momento, estaba dando órdenes a los demás, entre la euforia de semejante pesca y el cansancio de la noche… Pedro estaba todavía tan en la superficie del asunto como la barca que conducía con diestra mano. Pedro ni por casualidad había intuido aún lo que Juan.
Pero apenas oyó, Pedro no dudó. Con la velocidad de un rayo, con pericia de viejo lobo de mar y a la vez con audacia casi infantil, se tiró al agua, sin pensar, sin meditar. Algo le dijo que no podía demorar más tiempo lejos del Señor, y sin vacilaciones se zambulló en el agua, sin saber si estaba fría o era demasiado hondo…
¿Y los otros? Tomás y los otros escucharon y vieron a Juan y a Pedro, se alegraron, quizá gritaron de júbilo o se abrazaron… pero se dieron cuenta que alguien tenía que tomar el timón, y que agún otro debía agarrar la red -para que no perdieran semejante pesca- y que los restantes debían remar. Si ellos no hubieran hecho esto, o no hubieran regresado a la orilla, o los peces hubieran vuelto al fondo del mar, y el “desayuno pascual” no hubiera sido completo.
Jesús + Juanes, Pedros y Tomases = la Iglesia.
Me hizo mucho bien imaginármelos por un momento, y descubrir que en la vida de la Iglesia y de los grupos cada uno de nosotros tiene un lugar, una misión, un carisma, un espacio donde poner en juego su propio y peculiar modo de ser.
Algunos tienen una mirada profunda y penetrante, clarividente. Se dan cuenta antes que el resto de las cosas -por lo cual a veces no son creídos de inmediato- y lo dicen en alta voz. Son importantes porque ven más allá de la neblina, más allá de la epidermis de la realidad social o pastoral la presencia del Señor. Los hombres de acción suelen referirse a ellos casi despectivamente, diciendo algunas veces: “a este le encanta hablar, tiene lindas ideas, pero no hace nada". Pero es que muchas veces su carisma, su rol en el grupo, es aportar ideas, y decirlas con claridad. Y eso ¡es clave!
Otros tienen por virtud la audacia -parresía- de la decisión. Puede ser que no sean tan “pensantes", y que incluso no tengan como principal virtud la perseverancia en el tiempo. Pero son los que van al frente, sin detenerse en obstáculos. Una vez descubierto el objetivo, hacen de “punta de lanza” y realizan -a veces solos y criticados- lo que a otros parece imprudente o arriesgado. Inician movimientos, son como esa primera pieza del dominó eclesial, cuyo empuje arrastra y marca rumbos.
Y otros, muchos otros, tienen la maravillosa tarea de trabajar en silencio, de sostener las obras con su constancia, con su sentido común, con su fidelidad a las pequeñas cosas. Se ocupan del detalle, de la persona singular, del foco que se quemó, del cumpleaños del fulano y de llamar a mengano que dejó de venir. Apoyan con gusto y energía lo que otros han visto y comenzado, sin reclamar para ellos un particular reconocimiento. Son absolutamente imprescindibles, aunque sus nombres no suelan aparecer en los libros históricos de las instituciones.
Para que esa diversidad funcione y sea verdaderamente Iglesia, es prioritario que el punto de partida sea siempre Jesús. Escucharlo y obedecerlo. Es evidente tambien que cada uno de nosotros puede ir interpretando, en el transcurso de la vida y a través de los años, el papel de Juan, de Pedro o de los otros discípulos. Y que ninguno es sólo uno de ellos, sino que tiene más de alguno que de otro.
Lo importante es saber que todos somos importantes.
Y que los Juanes no deben enojarse con los Pedros y los Tomases, y que éstos no deben irritarse ni competir con los Juanes, y así sucesivamente. Que hay espacio para todos en la Barca de Jesús.
Y que sin el aporte de cada uno, Jesús Resucitado quedaría allí, solo, en la orilla, y que nuestros hermanos -todos y cada uno de los “peces” que tenemos que llevar junto a Él- no llegarían a conocerlo.
Esos peces que luego serán pescadores, desde la conciencia de haber sido pescados del mar del sinsentido y del pecado. Gracias, en primer lugar, a Jesús, pero también al clarividente Juan, al decidido Pedro, y a la tarea de los otros cinco.
Gracias a esa Iglesia -Cabeza y Cuerpo- que cada día el Señor me enseña a querer más y más.
15.04.17
Diario de María, Viernes santo por la noche
“…desde que tuve uso de razón, mis ojos buscaban algo, una realidad tan desconocida entonces como ciertamente real. Yo fui feliz desde siempre, y sin embargo algo faltaba en mis primeros años.
Comencé a intuir lo que llenaría mi anhelo luego de la visita del Ángel. Sin poder aún verte, te sentí cada vez más cercano, y comencé a imaginarte.
Fue en una gruta, en Belén, donde al fin comprendí. Supe que mis ojos habían sido creados sólo para contemplar los tuyos. Desde entonces me sentí completa, nada más ya me hacía falta.
Mirarte y sentirme mirada por tus ojos de Niño, de Adolescente, de Joven, de Hombre adulto, me bastaba. Incluso cuando te fuiste a predicar, cuando sólo de tanto en tanto podía verte, me era suficiente unos segundos ante tu semblante para sentirme en el Cielo.
Siempre supe que tu final sería duro, que Simeón no había hablado sólo por hablar, ni de manera simbólica. Pero jamás imaginé que lo sería tanto…
No quisiste que te acompañara al Huerto, pero te seguí desde el momento en que te prendieron. Seguí tus ojos hasta el final, los busqué y encontré en las callejuelas entre el Sanedrín y el Pretorio, te miré y me miraste durante la flagelación, y sé que me viste cuando todos gritaban “crucifícalo". Nos miramos por última vez muy de cerca en el momento en que te levantabas, luego de tu primera caída. Fueron sólo unos segundos que tuvieron sabor a eternidad.
¿Cómo iba a imaginar yo que estando ya en la Cruz, en esas largas horas en que el sol se eclipsó y la oscuridad lo cubrió todo, casi como haciendo un esfuerzo supremo, evitaste que nuestros ojos se cruzaran? Me hablaste, sí, pero con los ojos cerrados. Y mirabas al Padre, y a los hombres que te crucificaban, pero no a mí. No lo llego a comprender del todo, pero es que tal vez debías atravesar esa hora, cruzar ese umbral, completamente solo. Quizá era necesario que el abandono, el despojamiento, la pobreza, fueran tan absolutos que ni a tu Padre del Cielo ni a tu Madre de la Tierra sintieses cerca. Tu último grito fue tan impactante, que no logro acallarlo en mi interior.
Cuando te bajaron de la Cruz, tuve tu Cuerpo en mis brazos, te besé, te acuné, te acaricié… pero ya no estabas allí. Tus ojos estaban cerrados; los míos ya no encuentran descanso.
Te hablo en esta noche, en este sábado, y aún sin saberlo con precisión, tengo como una minúscula certeza de que tu alma está en algún lugar. Que tu misión y tu viaje, tu descenso al mar del dolor humano aún no ha terminado, que este sábado, precisamente este sábado, es el punto culmen de todo lo que hasta hoy has hecho.
En esta noche y en este sábado, en que mis ojos no se cierran ni descansan, sólo hay un consuelo, sólo una palabra, sólo una pequeña llama que permanece encendida: el tercer día. Lo mencionaste más de una vez, y yo sólo vivo anhelando que llegue, y que amanezca, y que el resplandor de la aurora lo inunde todo. Y volver a contemplar tus ojos, ya para siempre.
Con el cariño y la adoración de siempre. Mamá.”
8.04.17
Examen de conciencia para "hijos pródigos"