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29.12.16

Juzgadores seriales

dedo acusador

Siguen apareciendo -dos o tres veces a la semana- intentos de desprestigiar a los cuatro cardenales y sus 5 dubia presentadas al Santo Padre en septiembre pasado.

Mejores plumas que yo han analizado ya cómo se va desarrollando esta confrontación. Pero como bien señalaba el padre Santiago Martín -y muchos otros analistas- es evidente y llama mucho la atención la diferencia en el tono de quienes apoyan la presentación de las dubia y quienes, en cambio, las rechazan. La de los primeros es una defensa mesurada y no ofensiva; la de los últimos, en cambio, es agresiva.

Quienes afirman que el Santo Padre hace bien en no responder a las dubia han invertido horas y páginas enteras en descalificar no sólo la presentación de las mismas sino a sus mismos presentadores.

El último intento, de una audacia increíble, ha sido del padre Antonio Spadaro. No sabemos si lo que él afirma es verdaderamente el pensamiento del Papa, pero como no queremos incurrir en lo que ahora señalaremos como negativo, aceptemos que es así. Copio un párrafo de su entrevista, traducida por Secretum meum mihi, que es más que elocuente.

“El Papa distingue entre dos tipos de oposición: Hay oposición que es la crítica de las personas que se preocupan por la Iglesia. Aman la Iglesia. Ellos reamente quieren, en buena conciencia, el bien de la Iglesia.

Pero hay otro tipo de oposición, que es solo la imposición de la propia opinión, que es oposición ideológica.

El Papa escucha a la primera y está abierto al aprendizaje. Pero no presta mucha atención a la segunda clase”

Pues bien, una vez más, alguien muy vinculado al Santo Padre juzga no sólo la acción externa de los presentadores de las dubia -y en ellos la de todos los que las apoyamos-, sino que se atreve a juzgar las intenciones y a cuestionar algo tan sagrado como el amor a la Iglesia.

En el fondo está diciendo: los cuatro cardenales no aman la Iglesia, no quieren su bien y sólo quieren imponer su opinión.

¿Cómo sabe el p. Spadaro lo que con tanta seguridad afirma? ¿Con qué argumentos sostiene que ellos no aman a la Iglesia, siendo que han entregado su vida a ella, y los cuatro son reconocidos ampliamente? ¿Qué elementos en las trayectorias de los cuatro cardenales puede mostrar para sostener su tesis? 

El p. Spadaro considera, quizá, que él SÍ es quien para juzgar. Tal vez posea un don especial de criptognosis, pero desde el lugar que ocupa está dando un testimonio equívoco a la Iglesia entera. Y vuelve a sentar en el banquillo de los acusados a los cardenales sin dar la más mínima razón.

Juzgadores seriales han venido a ser, no concediendo la más mínima chance de redención a quienes osan “oponerse” -el lenguaje dialéctico merecería tratamiento aparte- a sus propuestas de cambio.

¿Por qué lo hacen? No me voy a aventurar a bucear en su psicología ni en el mundo de sus intenciones, porque estaría incurriendo en su mismo error. Yo considero que el p. Spadaro ama a la Iglesia y hace lo que hace con recta conciencia, aunque creo que está equivocado. Sólo señalo la gravedad de los hechos y la necesidad de no caer en esa hostilidad recíproca donde lo emocional prima sobre la reflexión serena y rigurosa, iluminada por la fe.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos trae al respecto una cita preciosa de Ignacio de Loyola, que indudablemente es conveniente aplicar en este momento de la vida eclesial. Y que -al menos desde mi punto de vista personal- están aplicando mucho más quienes apoyan a los 4 cardenales en su pedido de clarificación -no oposición- que quienes se muestran como defensores del Santo Padre.

«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (CCE 2478)

Por amor a la Iglesia, en recta conciencia, para que resplandezca la plenitud de la verdad de Cristo -y no las opiniones de los hombres-.

Y para no transformarnos en juzgadores seriales.

26.12.16

La isla de la libertad sin ley

Después de leer las declaraciones de mons John Stowe, publicadas hoy en Infocatólica, y como descripción simbólica de la situación a la que nos está llevando el Magisterio líquido de algunos obispos, quiero compartir un texto que escribí hace unos meses y fuera publicado en el sitio Denzinger-Bergoglio.

Describe la sensación que me embarga ante muchas declaraciones episcopales confusas y, sobre todo, mortales.

Isla

Érase una vez un hombre que habitaba en una lejana y apacible isla. La amaba como a sí mismo, o aún más. Conocía al detalle cada uno de sus rincones, cada centímetro cuadrado de su variada y esplendorosa geografía. Amaba viajar y disfrutar del paisaje. Conocía las llanuras, y también los caminos de cornisa. Sabía reconocer y conducirse por los lugares más bajos, donde la niebla es espesa, y los más altos, donde el frío se hacía sentir.

Como experto viajero, sabía muy bien qué caminos estaban en buenas condiciones y cuáles eran inconvenientes. Sabía muy bien, porque le habían enseñado con total claridad, cuándo podía acelerar, y cuando debía ir a paso de hombre. Reconocía muy bien los callejones sin salida, en los cuales no había que ingresar, porque era prácticamente imposible salir.

 

El sabía todo esto, entre otras cosas, porque la isla había tenido gobernantes muy responsables. En su vida privada, algunos habían sido imperfectos y hasta escandalosos. Pero en el ejercicio de su misión, serios y rectos, hasta el punto de volverse impopulares. Habían tenido la valentía de, incluso, penalizar las conductas imprudentes, siendo este medio –entre otros- muy eficaz para disuadir a algunos audaces.

Conociendo la natural tendencia del hombre a conducir a altas velocidades, e incluso distraídos, o en estado de ebriedad, los distintos gobernantes habían señalizado cada sendero, con precisión y prudencia.

A través de esos carteles indicadores, y de los mensajes que, en letra más pequeña, los acompañaban, nuestro hombre entendió que ninguno de esos carteles era arbitrario. Que todos respondían a una lógica. Que partían de la contemplación de la realidad misma, y en base a ella –a esa realidad inmutable de llanuras, montañas, acantilados, mar, quebradas- ellos habían ido aclarando y explicitando lo que cualquier observador inteligente y de corazón recto podía reconocer.

Supo, además, que la ciudad en la isla tuvo un fundador, que fue el primero en colocar los carteles más importantes, con envidiable exactitud. El fundador fue alguien de una sabiduría superior e infalible, que con notable eficacia marcó las rutas y diseñó los grandes carteles, que aún se conservan, casi con veneración.

cartel

Este fundador solía decir, a modo de broma, cuando alguien lo felicitaba: “es que la isla la hice yo… yo soy su dueño”. En verdad, la conocía tan perfectamente que hasta hacía dudar a quienes lo escuchaban si no sería cierto.

Y por eso, a lo largo de las generaciones, ninguno de los posteriores gobernadores quiso ni pudo quitar esos carteles. A algunos visitantes, procedentes de otras regiones, les parecían demasiado antiguos, y aconsejaban enviarlos al museo. A otros, les chocaba su lenguaje directo, su austera claridad. Y decían “estarían bien como ornamentación, pero creo que ya no deben seguir rigiéndose por ellos”. Pero allí permanecieron, incólumes y solemnes, y a la vez eficaces.

 

Años de cambios

Lo cierto es que este hombre tuvo una extraña enfermedad, por la cual permaneció en coma durante unos años. Nadie supo lo que le sucedió, ni tampoco cómo recobró la conciencia y la vida. A los pocos días de abrir los ojos por primera vez, se sintió tan fuerte como para recorrer su amada isla. Pidió que le trajeran las llaves de su vehículo, y comenzó, rebosante de placer, a viajar.

Pero percibió enseguida un cambio. En primer lugar, las líneas sobre el asfalto. En un largo ascenso hasta la cumbre más elevada, en lugar de una doble línea amarilla, ¡había una blanca, intermitente! Y un cartel, al costado, con una imagen de varios adolescentes sonriendo, enseñaba: “adelantarse en subida puede ser una forma válida de conducir”.

La ruta estaba llena de carteles, llenísima, a tal punto de casi impedir ver el paisaje. Todos tenían brillantes colores, y decían frases tan largas como ambiguas. Con un lenguaje tan extraño que no recordaba haber leído cosas así antes de su enfermedad.

Al llegar junto al acantilado, le sorprendió sobremanera no encontrar el gran cartel –antiguo y majestuoso- que decía “¡PARE! ¡Peligro!”. ¡No estaba más!.

En su lugar, encontró otro –luminoso y atractivo- que decía: “ampliemos la consciencia: también volar por el acantilado puede ser emocionante”. Se detuvo horrorizado, se bajó de su vehículo, y divisó, sobre las rocas, los restos de decenas de vehículos, totalmente destruidos.

No fue capaz de continuar, y enseguida decidió volver a su casa. Por todas partes veía autos, motos, camionetas, camiones, destrozados. Junto a ellos, carteles que decían, una y otra vez: “siga su conciencia, no somos nadie para juzgarlo ni para sustituírsela”.

Autos rotosOtros, que les parecieron tan imbéciles como cínicos, decían: “Viva la libertad. Ya no es posible dictar normas para todos”. Lo más impactante era que estos carteles se habían montado sobre los antiguos, colocados por el fundador.

Llamó a su hijo mayor. Le contó con espanto lo que acababa de ver. El hijo tenía un brazo quebrado, y un cuello ortopédico. Se había accidentado también, conduciendo. Pero sonreía, sonreía siempre.

“Es nuestro nuevo gobierno, papá. Tenemos, al fin, alguien que entiende lo que hay en el corazón del hombre. Alguien que nos comprende, que no nos condena para siempre, que no nos juzga. Afortunadamente, a pesar de las resistencias, han logrado cambiar la isla, la han modernizado. Ya no hay prohibiciones, ya no hay multas ni sanciones. Hasta hemos perdido el miedo a la muerte, y sobre todo, nos hemos liberado del insoportable peso de los antiguos carteles. Cada vez somos menos, pero eso no importa. La isla es nuestra, por primera vez. Ah, y tiene nuevo nombre. Ya no se llama Aletinia eleuteristica sino Eleuterinia anomistica

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24.12.16

En una oscura y fría cueva

gruta de belen

“… Me lo repetía a mí misma, incesantemente, desde que partimos desde la casa de mis padres: Dios proveerá.

Yo lo sabía muy bien, lo creía con todas mis fuerzas, porque su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen.

Pero créanme que casi se me cortaba la respiración ante cada puerta que se iba cerrando, ante cada respuesta descortés y cada rostro con gesto enojado.

No eran suficientes los argumentos de José, nadie parecía reparar en mi embarazo… todos parecían demasiado ocupados, a todos les aparecíamos como una molestia, y una visita inoportuna…

Y yo seguía diciendo, en mi interior: “sé que Tú proveerás… Yo soy tu esclava”

 

En ese momento comencé a intuir que las promesas del Ángel tendrían cumplimiento, pero no del modo imaginado .

 

Me di cuenta de que mi Hijo iba a ocupar el trono de David, pero que conquistarlo no sería tarea sencilla. Comencé a comprender que su vida estaría marcada, misteriosamente, por el dolor y el rechazo…

Y esta percepción algo difusa tomó más forma cuando aquel pariente de José nos atendió con amabilidad, y pidiéndole sinceras disculpas, le señalaba la montaña. Estaba por atardecer, y yo presentía que el momento se acercaba muy rápido, cuando José me dijo: “sólo pude conseguir una cueva… al menos es un lugar donde podrás dar a luz con decoro y pudor…”

Le respondí: “vamos José, creo que esta noche será el alumbramiento". No sé de donde surgieron estas palabras, pero en mi corazón apareció, nítida, una certeza. Y mientras avanzábamos hacia la cueva, y José caminaba a mi lado en silencio, yo le decía y casi le cantaba al Niño:

 

“Ya entendí, hijo mío.

Tú no nacerás allí

por azar,

ni sólo a causa

del egoísmo de los hombres…

 

Tú has elegido este lugar,

desde siempre.

Porque esa cueva sucia, fría,

esa cueva que con la caída del sol será

tenebrosa y atemorizante,

esa cueva es nuestro mundo….

 

Y yo sé, amado Hijo,

que a este Pueblo

que camina en tinieblas,

para este pueblo

cuyo corazón es de piedra,

tú traerás la luz y el calor…”

 

Y le dije, una vez más:

 

“Yo soy tu sierva,

yo soy tu esclava…

hágase en mí,

hágase en nosotros

según la Palabra” …. “

23.12.16

Cortá con tanta dulzura...

Lo dulce no quita la sed

Mientras almorzaba la semana pasada, llamó mi atención la etiqueta de la gaseosa que la secretaria parroquial había comprado para unas visitas que tuvimos, y cuyo sobrante encontré en la heladera.

 “Cortá con tanta dulzura. Lo dulce no quita la sed”

Y más allá de la finalidad comercial del slogan –que, dicho sea de paso, es verdadero en gran medida- me hizo pensar en el “sabor” del Evangelio de Cristo, de la entera Palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia.

Y es que hoy por hoy abundan mensajes “cristianos” “católicos” que ya no tienen el sabor de la palabra de Cristo, y el vigor de la predicación de Pedro y Pablo, y de Esteban –ese “fundamentalista”- y de Santiago, y de Juan…

 

Un cristianismo dulzón, empalagoso, almibarado, al que se le ha quitado o minimizado todo rastro de exigencia, de intransigencia, de invitación a la conversión… No solamente ya no es cristianismo sino que –como dice la etiqueta de la gaseosa- es incapaz de quitar la SED más profunda de nuestra alma.

El sabor de la Escritura, y del mismísimo Evangelio, es, en cambio, una perfecta combinación de textos “dulces” con otros “amargos” y muchos más “salados” o “ácidos”. Y por eso toda dulcificación del Evangelio es, necesariamente, mutilación o distorsión. Y, por ende, traición.

Lo que quita la SED que anida en lo más hondo de nuestro corazón es el verdadero Jesús, y la verdadera fe transmitida por la Iglesia en su Tradición.

Ese Jesús es verdaderamente fascinante y atractivo… el Jesús “dulzón” se transforma en apenas una figurita decorativa en el elenco de personas “espirituales” de la historia.

Ese Jesús me fascina, y a ese Jesús quiero predicar.

 

Ese Jesús tan libre, sólo atado a la Voluntad del Padre, y absolutamente independiente de los respetos humanos y lo “políticamente correcto”.

El Jesús que comienza su gran predicación diciendo: “El Reino de Dios está cerca…” para añadir, de inmediato: “conviértanse, y crean en el Evangelio.”

El Jesús que abre su primer gran discurso con la palabra: “Felices", y que a los pocos minutos nos promete que seremos “perseguidos a causa de Él".

El que se hace Buen Samaritano, que camina por los caminos del mundo inclinándose sobre el hombre herido y medio muerto, pero que nos dice también: “ancho y espacioso es el camino que conduce a la condenación, y muchos van por él”

El que grita: “el que tenga sed, que venga a mí y beba", y que dice, compasivo: “vengan a mí los afligidos y agobiados, y yo los aliviaré"; pero que no busca la popularidad a cualquier precio, y dice a los suyos, vacilantes: “y ustedes, ¿también quieren irse?”

Ese Jesús tan capaz de abrazar a los niños como de hacer un látigo de cuerdas para expulsar a los vendedores del templo.

El que nos promete el Cielo como una grandiosa fiesta de bodas… pero que nos advierte que podemos quedar fuera y llorar eternamente si no tenemos aceite en nuestra lámpara.

El que en medio de la Pasión es capaz de mirar a Pedro que lo acaba de negar, y de prometer el Paraíso al Buen ladrón… pero calla ante el rey Herodes.

El que, resucitado, concede a Tomás la gracia de meter su mano en el costado, a la vez que lo reprende por su incredulidad.

El que pregunta a Pedro por tres veces: “¿me amas?” y le confía las ovejas, a la vez que le anuncia su manera de morir.

 

Ese es el Jesús que amo, ese es el Jesús que me apasiona: tan tierno como exigente, tan misericordioso como radical, tan condescendiente como idealista.

Tan humilde como majestuoso, tan hombre como Dios, tan frágil como Todopoderoso.

 

No me quieran vender un Jesús “edulcorado”.

No me falsifiquen a Jesús.

Porque ningún falso Jesús es capaz de quitar mi SED, y la de la humanidad.

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22.12.16

Navidad embarrada

embarrado

En Argentina solemos utilizar la expresión: “la embarraste” cuando alguien arruina algo.

Pero para mí, la Navidad embarrada fue la mejor de todas. Estuvo marcada por un suceso triste, y por una experiencia muy fuerte del amor.

 

Aquél año estábamos trabajando duro con un grupo de personas en un barrio marginal, de pésima fama en todo Paraná. Su nombre era sinónimo de pobreza, drogas y violencia. Incluso algunos laicos comprometidos, viendo nuestros infructuosos esfuerzos, nos miraban compasivos, y nos comentaban: “no vale la pena tanto trabajo… esa gente no va a cambiar”

Sin embargo, sabíamos que los pequeños pasos que pudiéramos dar, orientándolos a una vida más digna y al encuentro con Jesús, eran valiosos en sí mismos. No importaba que los frutos no abundaran: la Fe y el Amor –no los resultados visibles- nos impulsaban a seguir.

Realizamos ese año diferentes actividades: talleres, apoyo escolar, visitas frecuentes a las casas, catequesis, escuelas de deportes… Había varias situaciones de extrema pobreza material, y muchas más de indigencia afectiva y espiritual.

Particularmente me “tocaba” la situación de una familia muy numerosa, que vivía en uno de esos ranchitos donde llueve “más adentro que afuera”, y donde cualquier rincón basurero. Eran 11 hermanitos -la mayor, 15 años-, que solían estar casi siempre en la calle. Marginados de tantos lugares, solían reaccionar con conductas que hacían difícil su cuidado y atención. Pero aceptamos el desafío, y decidimos no claudicar, extremando hasta el límite la paciencia y la comprensión.

 

En la tarde del 22 de diciembre, una catequista del barrio me avisó, con un mensaje de texto: “falleció la mamá de los chicos. la velan en el salón del barrio”.

Los velorios en situaciones así son difíciles, por varios motivos. Difíciles porque el dolor es muy grande, incluso para criaturas que casi no saben llorar, hechos duros por las situaciones extremas que han vivido desde pequeños. Difíciles además porque en las barriadas así las “salas velatorias” no son los salones impecables con aire acondicionado a los que solemos ir. En medio de muchas moscas, del olor de la pobreza y del alcohol, con un calor extremo: como había vivido, así la velaron.

Difíciles, por último, porque en estas situaciones –como cada vez que me ha tocado despedir un niño o una persona joven- muchos miran al sacerdote casi como si fuera el culpable de la muerte de esa persona. O al menos, eso siento yo. ¡Claro!. El sacerdote es el representante de Dios, y entonces vos tenés que explicar: “¿por qué Dios lo permitió?… ¿por qué Dios no lo impidió?”

Pero gracias a Dios pude estar. Y pude acompañarla, y acompañar a los chicos, y a esa cantidad de gente que, en camionetas e incluso algún camión, acompañó los restos mortales de esta mujer, madre, consumida por la miseria. Que fue sepultada bien “al fondo” del cementerio, al borde del arroyo, en una tumba apenas excavada. Cuando terminé de bendecir el sepulcro, el empleado del cementerio que me miraba impaciente, cubrió con un poco de tierra el féretro, clavó la cruz de madera y dijo “es el número 54”. Y se fue.

 

Con esas imágenes me disponía a celebrar la Nochebuena en la parroquia. La mañana del 24 llovió bastante, y por la tarde siguió amenazante, por lo cual la Misa que se proyectaba afuera se realizó en el templo parroquial. Mientras disfrutaba de la hermosa celebración, pensaba también cómo estarían viviendo esa Nochebuena los niños y su papá.

Y en el momento de los avisos, antes de la bendición, le conté a la gente cómo sería la Navidad esos 11 huerfanitos. Les dije que en las celebraciones navideñas solemos comer mucho, e incluso a veces, derrochar. Y que tal vez algunos podían compartir algo de lo que tenían preparado con esta familia. Que ellos eran también hermanos nuestros. Que no les solucionábamos la vida, pero que era un gesto importante.

La respuesta no se hizo esperar. Una media hora después de la celebración, tenía el asiento trasero de mi auto lleno de comida e incluso algunos juguetes nuevos y ropa para los niños.

Así que unos tres cuartos de hora antes de la medianoche, enfilé por las oscuras callecitas, hacia abajo. 

Al llegar golpeé las manos frente a su precaria y oscura casa… todo embarrado y esquivando charcos, porque la calle y el acceso a la vivienda estaban casi inundados. Y comencé a bajar las cosas que mis fieles trajeron. Algunos de los niños ya dormían, otros no estaban. Pero sí el papá y algunos de ellos, que me recibieron con sorpresa y satisfacción.

Navidad

No fue fácil regresar: mi WV 1500 estaba bastante enterrado, pero “peludeando” y dando volantazos, logré retornar. Llevándome como mi propio regalo de Navidad, la sonrisa y la gratitud de los niños.

Ese día aprendí una nueva imagen para iluminar el misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios, de una manera mucho más real y más profunda, había descendido, había abrazado nuestra miseria y nuestra oscuridad, se había “embarrado” para traernos de regalo la vida eterna.

La Navidad embarrada permanece también en mi corazón como una espléndida metáfora de lo que significa el sacerdocio: ser portador de los regalos que Otro me da para que yo los distribuya a todos, en primer lugar, a los que viven en el dolor y la oscuridad. 

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