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17.12.17

Diario de María: 21 de diciembre

“Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Lo redescubro cada día, y me admiro más y más de la inmensidad de sus designios. Cada día comprendo mejor que Él SIEMPRE saca bienes de los males.

 

Luego de observar el sábado, salimos muy antes del amanecer desde Jericó. Teníamos previsto llegar a Jerusalén antes del mediodía.

 

Pero cuando estábamos comenzando la subida al ciudad santa, José y yo escuchamos como un gemido, que venía del costado del camino, de junto a unos arbustos. No eran sólo gemidos, eran gritos de dolor. Le advertí a quienes guiaban la caravana, pero nos dijeron que había que apurarse, porque la tormenta podía venir en las primeras horas de la tarde, y no podían detenerse.

 

José no vaciló ni un instante. Siempre fue así de decidido cuando el dolor de otros se le mostraba con claridad. Detuvo el burrito en que yo montaba, y me dijo sencillamente: “no podemos seguir de largo”. Y me condujo junto a él hacia el lugar del que procedían los lamentos.

 

Lo que vimos era horrendo, casi tal como el texto de Isaías lo había descrito. Un hombre tan desfigurado que casi no se lo podía reconocer. José le habló con suave dulzura, tratando de infundirle paz.

 

Sus manos forjadas en el trabajo manual se convirtieron en un breve instante en manos de médico. Lo vi sacar de su alforja primero el poquito de vino que llevaba, con el cual desinfectó las heridas más peligrosas. Luego aplicó un poco de aceite mezclado con unas hierbas –enseñanza de su madre- para suavizarlas y aliviar el dolor. Sin dudar, se quitó el manto, y rompiendo un poco su túnica, le vendó la cabeza.

 

Me miró, y con un simple gesto, me pidió que montara un poco más adelante. Y detrás de mí colocó como pudo al hombre malherido, que, a su manera, sonreía agradecido. Cuando pudo hablar, nos dijo que unos malhechores lo habían asaltado cuando bajaba de Jerusalén a Jericó…

 

La caravana ya iba muy lejos, pero no importaba. La marcha fue mucho más lenta, pero teníamos la certeza de que estábamos haciendo lo correcto.

 

Yo le decía a mi niñito: ¡qué padre tan noble tienes! Cuando crezcas, vas a estar orgulloso de él. Yo te voy a contar cada uno de los gestos de amor de los cuales ha estado llena su vida…

 

Efectivamente, a media tarde –cuando aún Jerusalén no estaba a nuestra vista- la tormenta se situó justo sobre nosotros. Justo llegábamos a una posada muy sencilla, y alcanzamos a cobijarnos allí con José y el hombre malherido.

José estuvo conversando con el dueño de la posada, y vi cuando le dio todo el dinero que teníamos, e incluso le prometió: “lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”.

 

¡Cuánta confianza en Yahvé!

 

Esa noche el Niño durmió muy tranquilo. De modo misterioso, se me ocurría que él iba siendo ya testigo de todo lo que nosotros hacíamos, decíamos o pensábamos. En cierto modo, él, mi Niño, viene a eso… a recogernos del costado del camino y sanar nuestras heridas.

 

Gracias, una vez más, Adonai. ¡Cuánto deseo ver tu Rostro, cuánto deseo ver el Rostro de mi Niño!”

Diario de María: 20 de diciembre

“Hoy hicimos un alto en el camino, ya que fue sábado. Observamos el descanso como nos manda la Ley, y aprovechamos a reponer fuerzas.

 

Providencialmente, habíamos acampado cerca de Jericó, y pudimos asistir a la sinagoga. Una sinagoga muy hermosa, donde pudimos reunirnos con otros miembros de nuestro pueblo. No conocíamos a nadie, y sin embargo, nos sentimos en familia.

 

José me acompañó hasta el lugar que ocupábamos las mujeres, ayudándome a sentarme junto a ellas, para luego ir con los demás hombres.

 

Recitamos el Shemá… Cada vez que lo hice en los últimos tres meses, sentí que el Niño se movía de un modo particularmente intenso. El canto de los salmos y las alabanzas fue de una gran intensidad, un verdadero bálsamo para nuestros oídos, agotados en los últimos días de oír palabras vacías.

 

Se leyó en primer lugar el relato de la muerte de Jacob. Como si fuera la primera vez, escuché absorta la bendición a Judá: “El cetro no se apartará de Judá ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia…”

 

Pero no pude evitar las lágrimas cuando llegó el momento de leer a los profetas. El escriba proclamó, con voz potente, el texto de Isaías: “Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano…”

 

¿De quién hablaba el profeta? Los escribas no se ponían de acuerdo. Algunos decían que se refería al Pueblo, a Israel. Otros, al mismo profeta.

 

Sólo hoy pude entender que en realidad se refería al Mesías. Se refería a mi Niño…

 

¿Cómo acertaría yo a explicar la inefable mezcla entre el gozo y el dolor? Gozo, porque los tiempos se habían cumplido. Dolor, porque pude intuir entonces lo que andaba buscando desde hace días…

 

Me abracé fuertemente al Niño todavía en mi seno. ¡Si pudiera protegerle de todo sufrimiento! ¿Por qué tendría que sufrir él, precisamente? Pero fueron sólo unos segundos, hasta poder volver a pronunciar mi promesa, la que di al Ángel: “hágase en mí según tu Palabra". Hoy acepté también que precisamente esta Palabra, la de Isaías, se realizara en nosotros.

 

Las mujeres que me rodeaban me preguntaron si me sentía bien, y les dije que sí, agradeciendo su amabilidad.

 

Cuando José volvió, al final del rito, noté que también él había llorado. No nos dijimos nada, pero esta tarde su abrazo fue diferente.

 

Puede que mañana por la noche estemos llegando a Jerusalén. ¡Qué amable es tu casa, Señor del Universo!. Gracias. Yo soy tu servidora, y en tus manos tengo fijos mis ojos. No me sueltes, sólo eso te pido.”

Diario de María: 19 de diciembre

“Hoy ingresamos en tierra de samaritanos. Como cada año y cada vez que tuve que ir a Judea, me volvió a impactar la hostilidad de estos hacia nosotros, pero menos que la de nuestro pueblo hacia ellos.

Nos detuvimos en el Pozo de Jacob. ¡Cuánto duele pensar que todos descendemos de Abraham, Isaac y Jacob, y que hoy no podemos ni mirarnos a la cara ni dirigirnos una sola palabra amable! Me senté por un momento junto al ancestral pozo, y me pareció descubrir allí, casi “dentro” del mismo, ecos de toda nuestra historia… Desde la partida de José, los largos siglos en Egipto, el retorno a la Tierra, el establecimiento de David y su dinastía… hasta llegar a esa ruptura nefasta, que no sólo nos separó de nuestros hermanos, sino que nos debilitó como Nación.

¡Quién no anhela, entre nosotros, que vuelva a surgir un David, capaz de gobernar nuevamente a las Tribus! ¿Será mi niño el encargado de hacerlo? Así lo dio a entender el Ángel: “El Señor le dará el trono de David su padre…”.

Pero aún no comprendo bien. Si mi hijo debe reinar, ¿por qué Yahvé fue a buscar precisamente a José? ¿No había acaso alguno más preparado, con más poder, con mayor prestigio?

“Reinará sobre la casa de Jacob para siempre… y su reino no tendrá fin”. Las promesas del Ángel resonaron esta tarde en mi interior, con una gran fuerza, sentada junto al pozo.

¿Sería acaso su reinado como los de los reyes de la Tierra? En verdad, no puedo ni imaginarlo empuñando armas, dominando con violencia. No lo imagino con sus manos teñidas en sangre… ¿Existe acaso alguna otra forma de reinar además de las que conocemos?


José me llamó, ofreciéndome un poco de agua fresca, y sacándome de esta especie de ensueño. Es que cada vez que pienso en el Niño, es como que el horizonte se ensancha sin fronteras, hasta el infinito. Es a la vez tan cercano y pequeño –siento sus pataditas y movimientos más minúsculos- y tan inmenso e inefable.

Llevarlo en mi interior casi no me pesa: es más, a veces siento que es Él quien me lleva a mí.

Gracias, Adonai, una vez más, gracias… que venga el reinado de tu Mesías, el Hijo de David y de Jacob”

Diario de María: 18 de diciembre

“Hoy al rayar el alba comenzamos nuestro camino. La delicadeza de José conmigo es descomunal y, a la vez, tan discreta que casi nadie podría darse cuenta. José es tan fuerte y tan tierno a la vez, que jamás creo vuelva a repetirse una combinación tan perfecta entre ambas cualidades.

 

¡Qué difícil, sin embargo, ponerse en camino! Pero no por el frío o el viento, sino porque en la caravana en la que viajamos me resulta muy difícil hallarme en paz.

 

Hombres que maldicen y discuten entre sí. Mujeres que llevan en sus rostros y sus miradas las señales del pecado. Niños que, lejos de sus padres, se comportan sin respeto y sin razón. Sus conversaciones lastiman mis oídos ¡estamos tan protegidos en Nazareth! Lo miro a José y, sino que me diga nada, sé que él sufre tanto como yo.

 

¡Cómo quisiera que mi Niño no tuviera que nacer en un mundo así! ¡Cómo quisiera protegerlo de todo lo que pueda manchar su alma y dañarlo en su inocencia!

 

Y sin embargo, intuyo que todo esto no le es ajeno. El Ángel nos dijo a los dos que su nombre debía ser Jesús, porque él salvaría a su pueblo de sus pecados.

 

Más pienso en esa palabra, más me resulta imposible de abarcar. ¿Quién, cómo, podría salvar a otros del pecado? ¿Quién podría cortar la ininterrumpida cadena de mal que azota la historia de la humanidad?

 

Y esa parece ser, precisamente, la misión de mi Niño. El pecado de su Pueblo, el pecado de la humanidad. ¿Cómo? No alcanzo a imaginarlo. Pero trato de no abundar en más preguntas, porque tengo miedo que mi pensamiento me aleje, en definitiva, del gozo de llevarlo en mis entrañas. A cada día le basta su propia preocupación. Mientras camino, alabo al Señor por todos los que no lo alaban, y trato de reparar cada blasfemia y cada insulto con un acto de cariño.

 

El Niño ha estado tranquilo. Sólo parece moverse -imagino que de alegría- cuando José habla y se le acerca. Ya falta poco, muy poco. No sabemos qué vamos a encontrar en Belén, pero hoy por hoy estamos seguros de que debemos seguir caminando. Mañana al amanecer retomaremos la marcha.

 

Gracias Adonai”

Diario de María: 17 de diciembre

“…La noticia nos llegó por sorpresa. Algunos comentaron que era previsible, dada la extensión y la prosperidad del Imperio. Pero José y yo, y mis padres, teníamos sólo una cosa que nos ocupaba por esos días: el Niño.

La orden era clara y taxativa. Algunos se enfurecieron, otros incluso propusieron rebelarse. No era razonable tener que ponerse en camino en esa época del año.

Yo tampoco supe cómo reaccionar. Esperaba que de alguna manera Dios me manifestara su voluntad, como lo había hecho hasta entonces. Esta vez, no fue a través de un Ángel como lo hizo, sino a través de mi esposo. 

Me impresionó su serenidad. Algo le decía, muy claramente, que el censo no era casual, y que también las decisiones del que tenía su trono en Roma entraban en el Plan de Dios.

Sólo entonces, luego de encontrar firmeza y claridad en su mirada y en su voz -las suficientes para despejar mi preocupación por la salud del Niño-, como un haz de luz se hizo inmenso en mi interior el texto Miqueas: “tú, Belén Efratá, no eres la menor… de tí me nacerá el que debe gobernar en Israel".

¡Belén! La ciudad de David. Todo se hacía claro, una vez más.

Mis padres y nuestros amigos se preocuparon. ¿Cómo podría yo resistir el viaje? ¿No era peligroso? Mi panza estaba ya tan grande, que el momento parecía llegar de hora en hora. Pero nosotros no podíamos contar a nadie nuestro secreto: sólo sonreíamos y nos mirábamos con gesto cómplice.

El Niño se mueve cada vez más. Siento el latir de su corazón. Paso horas silenciosas, e incluso en medio de la gente, imaginando cómo será su rostro.

Esta noche no puedo dormir. Partiremos al alba. Todo está preparado.

Gracias, Adonai. Hoy te digo, una vez más: yo soy tu esclava…”