Pentecostés, o la victoria de lo imprevisible
Nadie hubiera apostado dos pesos por ese grupete, esos 120, que, a puertas cerradas, parecían estar tramando algo, o esperando algo.
No eran más que algunos pescadores, algunos hombres y mujeres de mala vida que -aparentemente- habían cambiado, algunos niños, y alguna gente que -hasta entonces- parecía inteligente, pero que ante lo que sucedía levantaba sospechas.
En medio de esos 120, se destacaban dos figuras.
La más evidente era la de un fornido e impetuoso pescador galileo, hijo de Juan, que supo llamarse Simón pero que, de un tiempo a esa parte, todos llamaban Cefas…
La más discreta y -sin embargo- la que verdaderamente aglutinaba al conjunto era una mujer de poco menos de 50 años, de mirada profunda, de pocas pero incisivas, consoladoras y estimulantes palabras. Un sólo gesto de su rostro o un ademán de sus manos comunicaban algo superior, trascendente. Era la Madre de Jesús, el Crucificado, que estos hombres, mujeres y niños decían que estaba vivo… y todos la llamaban así, simplemente: “Madre".
Y transcurrían los días, y el grupo permanecía, y alguno de ellos se desalentaba, y los demás lo levantaban… Casi no hablaban entre ellos: leían a Isaías, y a Jeremías, y a Ezequiel… alternando con los salmos, y las palabras del Maestro en la Cena… y recordaban lo ocurrido en el Sinaí, y de allí se volvían, insistentemente, a las últimas palabras que -según decían- les había dejado Jesús en otro monte: “no se alejen de Jerusalén".
Nadie hubiera apostado dos pesos por ese tan extraño grupo, pero el día de Pentecostés algo ocurrió, inesperado. Como el día de la Alianza, potentes sonidos celestiales se hicieron audibles en toda la ciudad. Y fuego del Cielo -sí, como en tiempos de Elías- descendió sobre los 120.
Y estos 120, de pronto, sin dejar de ser lo que eran, se convirtieron en una nueva realidad. Como un Aliento vital que los llenó a cada uno los transformó en una nueva y viviente realidad, en aquél Ejercito inmenso profetizado por Ezequiel, o más bien en un Cuerpo, completamente unificado desde dentro, por esa presencia tan invisible como poderosa.
Y esos 120 abrieron las puertas… y sus alabanzas, y sus testimonios, y el timbre de su voz, y el brillo de sus miradas, y la esplendidez de su sonrisa delataban que ya no eran los mismos.
Como un suave huracán que lo transformaba todo a su paso, o como una antorcha que alumbraba y convocaba en torno a su calor, ese mismo día los 120 se convirtieron en más de tres mil… esas voces, esas miradas, esas vidas renovadas fueron contagiando a otros, y el mundo entero, en poco tiempo, supo que Jesús estaba vivo, y que había donado su Espíritu a su Iglesia. Así, hasta el fin de los tiempos, hasta el final de la historia, hasta la culminación de los siglos.
Nadie hubiera apostado dos pesos por esos 120. Parecían destinados al fracaso, a desaparecer muy pronto sin su Líder… y hete aquí que su Presencia sigue siendo una realidad palpable. Y aún atravesando borrascas tremendas y siglos tenebrosos, las puertas del Infierno no prevalecieron ni prevalecerán contra ella.
Feliz día de la Iglesia!
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