Se cumplen 35 años de la masacre del Templo del Pueblo en Guyana
Era el 18 de noviembre de 1978; 919 seguidores del reverendo marxista-pentecostal estadounidense Jim Jones, fundador del “Templo del Pueblo” en su país, fueron asesinados a balazos, obligados a tomar cianuro o a suicidarse en Guyana, donde Jones había conducido a la secta ante las crecientes sospechas que despertaba en los Estados Unidos. Así comienza el artículo publicado por el medio argentino AIM Digital en la efeméride.
De los EE.UU. a la Guyana
El Templo del Pueblo fue una secta fundada por James Warren Jones (Jim Jones), un norteamericano nacido en Lynn (Indiana), que poseía, desde muy niño, un don innato para la oratoria. En 1956 Jones, junto a su esposa Marceline Baldwin Jones, fundó el Templo del Pueblo en Indianapolis. En ese entonces tenía apenas 25 años y predicaba la justicia social y la unión de todas las razas en su grupo, tal como leemos en el diario peruano El Comercio.
En 1965 la secta alcanzó una cantidad considerable de adeptos. Por tal motivo, Jones decidió mudarse junto con sus seguidores a Redwood Valley, un pequeño pueblo situado a las afueras de San Francisco, en California. La realización de actividades sociales de apoyo a los menos favorecidos y su discurso a favor de la igualdad racial resultaban muy atractivos para jóvenes y adultos. El Templo del Pueblo parecía una gran familia y todo aparentaba marchar bien.
Sin embargo, se comenzó a filtrar información sobre actividades inusuales al interior de la secta. Se decía que Jones podía curar enfermedades y que obligaba a las personas a pertenecer a la comunidad en contra de su voluntad. Pero estos rumores no fueron comprobados. Los miembros de la congregación donaban gran parte de su dinero para el bienestar de la comunidad. Ante el aumento de las historias sobre el Templo del Pueblo, Jim Jones comenzó a gestar la idea de mudarse nuevamente. Esta vez el destino sería Guyana.
El reverendo Jim Jones obtuvo gran adhesión de numerosas personas, entre ellas muchos negros, que lo acompañaron a Guyana con toda su familia y allí encontraron la muerte cuando esperaban una vida mejor, más libre y natural. La matanza de Guyana es gran parte producto de la locura de Jim Jones, de la que ya venía dando muestras cada vez más evidentes, de su necesidad de control absoluto de sus seguidores, a los que continuamente acusaba de intentar abandonarlo o traicionarlo y de los que exigía un culto incondicional a su personalidad.
No se la puede dejar de relacionar con la situación social de los Estados Unidos, en particular para los negros, que generaba y genera la necesidad de escapar hacia una realidad menos circunscripta a intereses puramente materiales presentados pragmáticamente como los únicos dignos de atención y al final como los únicos “reales”.
En medio de la jungla, a 180 kilómetros de la capital de Guyana, quedaron diseminados 919 cadáveres. Entre ellos, casi trescientos niños. Todavía hoy los investigadores siguen buscando respuestas a esa locura colectiva, que dejó sólo ochenta y cuatro sobrevivientes.
La costa noreste de Sudamérica fue el lugar que eligió el líder del Templo del Pueblo para establecerse con sus seguidores. Había dejado California porque estaba convencido de que una guerra nuclear era inevitable. Estaba convencido, también, de que la remota Guyana quedaría a salvo de la supuesta hecatombe. Allí, entonces, fundó Jonestown (Pueblo Jones), una granja de 140 hectáreas. Sus más fervientes seguidores eran su esposa y su hijo de 19 años.
Entre sus fieles había un 70 por ciento de negros y un 25 por ciento de blancos. El resto eran mulatos, mestizos, y asiáticos. Seguían pautas socialistas y de armonía racial según la prédica inicial de Jones, de la que se fue apartando cada vez más.
Cómo se llegó a la tragedia
Jones era un evangélico pentecostal que leía a Marx y exhibía la Biblia como arma de lucha. En 140 hectáreas, los miembros de la secta cultivaban hortalizas y frutas, criaban pollos y cerdos, fabricaban su propio calzado, educaban a sus niños y atendían a los enfermos y ancianos.
La masacre ocurrió horas después de que el senador norteamericano Leo Ryan, tres periodistas y un desertor de la secta fueron asesinados a tiros en una emboscada tendida en la cercana pista de aterrizaje de Puerto Kaituma, cuando se hizo evidente a Jones que su “puesta en escena” para confundir al senador había fracasado y que las condiciones de esclavitud en que mantenía a sus seguidores habían sido descubiertas.
En el ataque de los guardias de Jones quedaron once heridos. Entre ellos el diplomático norteamericano Richard Dwyer, de la embajada de Estados Unidos en Guyana. Ryan y sus acompañantes habían llegado unas horas antes con el propósito de investigar supuestos malos tratos que recibían algunos miembros de la secta. Nada hacía prever la masacre cuando bajaron del avión: Jones recibió a la delegación con un espectáculo musical. Pero las fotografías que sacó uno de los periodistas que después fue asesinado ya muestran su cara de extraviado, su sonrisa demencial. La tragedia comenzó cuando mucha gente quiso irse con los norteamericanos.
Jones envió hombres armados para que no pudieran llegar al avión. La orden era matarlos a todos. Dejaron de disparar porque creyeron que estaban todos muertos o porque se les acabaron las balas. También murió el senador, que quizá sobrevaloró la protección que supuso le daba su condición de representante del pueblo, que no tuvo valor a los ojos de Jones.
“Suicidio revolucionario”
Jones se dio cuenta de que había llegado a una situación sin salida. Por eso decidió apelar al suicidio revolucionario, como lo llamaba. Explicó a su gente que su sociedad había sido destruida, y que era preferible matarse antes de seguir viviendo y tener que soportar lo que vendría después. Les aseguró que, de todos modos, se encontrarían en otra vida, después de una reencarnación.
Algunos tomaron el veneno voluntariamente; otros fueron obligados a hacerlo. Un periodista que sobrevivió al ataque de los guardias de Jones, Charles Krause, contó: “Ellos mandaron hombres armados para matarnos. Asesinaron a Ryan y a otras cuatro personas, hirieron a unas nueve o diez. Pero su blanco principal era Ryan”.
Cuando se le preguntó si lo sucedido en Guyana era suicidio colectivo o asesinato en masa, Krause respondió: “yo creo que hubo un poco de cada cosa. En principio, los chicos no se suicidan. Hubo personas que fueron obligadas a hacerlo. Pero, al mismo tiempo, creo que hubo alguna gente que se suicidó por su voluntad”.
El doctor Leslie Mootoo, jefe médico y bacteriólogo del gobierno de Guyana, fue terminante: “no creo que más de doscientas personas hayan muerto voluntariamente en Jonestown. Cianuro y jugo de frutas fue el postre letal elegido por el reverendo para que lo tomaran sus seguidores”.
Pese a todo, uno de los sobrevivientes, Michael Carter, dijo que algunos de los fieles fueron muertos con una inyección intravenosa de cianuro. “Nosotros estábamos dispuestos a no suicidarnos. Y decidimos que era mejor morir de un balazo que tragar ese maldito cianuro”, confió Carter. Jones había mandado preparar el cianuro en una gran olla al aire libre, de la que salía el característico olor a almendras amargas que quedó para siempre en el recuerdo de los sobrevivientes.
“Corrimos hacia la jungla cuando aún quedaban cien personas vivas. Nos tiraron varias veces, pero no nos dieron. Aquello era algo espantoso: el reverendo Jones estaba de pie en su podio, rodeado de guardias y ayudantes. Parecía no importarle que la gente gritara, llorara o implorara.
El reverendo estaba feliz, mientras repartía las dosis de veneno en vasos, o las hacía dar en inyecciones intravenosas a quienes se resistían a tomarlo. No debería hablarse de suicidio masivo, sino de asesinato masivo”.
El líder también murió
Según Carter, Jones entregaba el brebaje a cada uno mientras decía: No griten y mueran con dignidad; Lo veré en otra vida, hermano; Hagan tomar a sus hijos primero; Por fin hemos conseguido la paz. Jones fue hallado con un balazo en la cabeza. Pero aún se discute si fue asesinado o se suicidó.
La psicóloga Margaret Singer, de la Universidad de California, estudió el perfil de psicópata de Jones y también investigó sobre la relación que el reverendo había establecido con sus fieles. Él tenía control sobre la información, sobre sus cuerpos y sobre sus mentes, sobre su vida entera. Había instalado en Jonestown un sistema de altoparlantes omniprensente que hacía escuchar su voz, en los últimos tiempos desencajada y con mensajes delirantes, a toda hora sin que nadie pudiera escapar al sonido.
Él los engañaba y los manipulaba, y al final mató a cientos de personas, muchas de las cuales se negaron a obedecerle. Loco, delirante, capaz de confundir a Cristo con Lenin y de creerse el único Dios sobre la Tierra, el reverendo murió balbuceando el nombre de su madre. Su esposa Marcie estaba a su lado. Jones tenía 47 años.
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