¿Diálogo interreligioso o nebulosa espiritual?
En noviembre de 2008, la agencia Zenit informaba acerca de una jornada de encuentro judeocristiano, y ofrecía unas interesantes declaraciones del arzobispo Angelo Amato: “la finalidad del diálogo interreligioso no es, como algunas corrientes teosóficas dan a entender, la creación de una religión universal, sincretista, que reconoce un mínimo común denominador”. Si el ecumenismo pretende la re-unión de todos los cristianos (es decir, los que compartimos el bautismo como incorporación a Cristo, y la confesión de éste como el Hijo de Dios encarnado, como plenitud de la revelación en la historia del Dios uno y trino), el objetivo del diálogo interreligioso no es la unidad, al menos desde el punto de vista de la fe cristiana y de su reflexión teológica.
Es bueno que Amato haya recordado esta afirmación, que es básica a la hora de acercarnos los cristianos a los otros creyentes. Desde el respeto, desde una apertura total, desde el querer aprender también de ellos. Pero sin olvidar la propia identidad. Porque si no hay identidad, tampoco habrá, a fin de cuentas, un verdadero reconocimiento de la alteridad y la diferencia, que es lo que hace posible y fructuoso el diálogo. Con una actitud humilde, ya que no puede ser motivo de soberbia ni de superioridad el reconocer en Cristo al único Salvador universal. Desde él interpretamos toda la realidad, y desde él miramos a las otras tradiciones religiosas. Como afirmó en un congreso el cardenal Walter Kasper, resumiendo las afirmaciones de la teología católica de las religiones, “todo lo verdadero y bueno que contienen las otras religiones es una participación en lo que apareció en su plenitud en Jesucristo”.
Es bueno, repito, recalcar que el sincretismo no es el camino. Porque hay muchas corrientes, inscritas en la nebulosa espiritual de la Nueva Era (New Age), que abogan por buscar ese “mínimo común denominador” a todas las religiones. Como el acuerdo dogmático se reconoce imposible, ya que las doctrinas fundamentales de cada tradición religiosa difieren de las demás en puntos esenciales, se subrayan, como hace la teología pluralista de las religiones (de autores como Hick o Knitter), sus aspectos morales y humanistas. Y se reducen a algo semejante a “la religión dentro de los límites de la mera razón”, tomando la expresión de Kant. Se afirma que lo más característico –y lo mejor– de las religiones es su aportación a la paz y a la convivencia, su lucha por la justicia, su promoción de la compasión y del amor. Y, como mucho, se dice también que detrás hay una relación con la Divinidad. O con la divinidad, por si la mayúscula se convierte en motivo de exclusión.
Ésta es la forma en la que puede entrar todo. Y puede valer todo. Se hace del relativismo el criterio “organizador” de la relación entre las religiones, y se defiende un sincretismo compatible con esa curiosa teoría de la “religión a la carta”, según la cual cada consumidor espiritual escoge en el supermercado confesional los elementos religiosos que más le convienen, para combinarlos a su gusto. Un sincretismo que impregna muchas instancias de pretendido diálogo interreligioso, como las famosas asambleas planetarias del Parlamento de las Religiones del Mundo. La última se celebró en Barcelona, en el marco del Fórum de las Culturas del año 2004.
Otros encuentros y plataformas se han constituido también con esta filosofía de fondo, muchos de ellos con la participación y la promoción de movimientos de la Nueva Era, como la Iniciativa para las Religiones Unidas, o grupos como la Fe Bahá’i, la Iglesia de la Unificación o Brahma Kumaris. Los primeros buscan claramente la consecución de una fe universal, lo que trae consigo la eliminación de todas las religiones, al acabar con sus diferencias esenciales. Los segundos, permítanme que sospeche de una cierta intención propagandista y proselitista.
La paz de las religiones traerá consigo la paz universal. Este convencimiento le llevó al cardenal alemán Nicolás de Cusa a escribir a finales del siglo XV el tratado De pace fidei, un diálogo imaginario en el cielo entre representantes de las distintas tradiciones religiosas con el Verbo encarnado. Este convencimiento puede originar interesantes iniciativas de diálogo interreligioso serio y profundo, que lleve a un conocimiento mutuo y a un gran respeto de las creencias de los otros. Un ejemplo es el Grupo de Trabajo Estable de Religiones, que funciona en Barcelona, con una dinámica bien diferente a otras muchas plataformas. Claro, así aparece menos en los medios de comunicación. Porque el diálogo bien hecho no vende, no muestra colorines, es lento y paciente.
La búsqueda de la paz y la armonía para toda la humanidad lleva a muchos, en el ambiente omnipresente de la Nueva Era, a propugnar una unidad de todas las religiones, argumentando que sólo así podrá lograrse un mundo feliz. Después de una época marcada por el cristianismo, vendrá la Era de Acuario, la época de una religión universal del amor y de la paz. Es más, será el tiempo de la espiritualidad, eso que está de fondo y que constituye el núcleo verdadero de las religiones, un término que hay que desechar. Para que pueda haber unidad, se habrá firmado el acta de defunción de las religiones “tradicionales”. Muchos de sus buscadores podrán decir, al fin: ¡la religión ha muerto, viva la espiritualidad! Y entonces, la persona habrá perdido para siempre un rico y plural patrimonio, el de la diversidad religiosa. Y entonces, el cristiano habrá perdido su tesoro: el reconocimiento en Jesús de la plenitud de Dios y de la plenitud del hombre.
LUIS SANTAMARÍA DEL RÍO, En Acción Digital.
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