Fortaleced las manos débiles y consolidad las rodillas que flaquean
Estimados, va siendo ya hora de que aquello que leemos para edificación del alma pase a ser una realidad viva, palpable, contagiosa, que impregne todo aquello que nos rodea.
Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como soy por ti conocido. Fuerza de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni defecto. Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de deplorar cuanto menos se las deplora. He aquí que amaste la verdad, porque el que obra la verdad viene a la luz. Yo quiero obrar según ella, delante de ti por esta mi confesión, y delante de muchos testigos por este mi escrito.
De las Confesiones de san Agustín, obispo
¿Somos arcilla humedecida por el Espíritu Santo o barro secado por el pecado que se quiebra en manos del alfarero? ¿Puede la arcilla dirigir las manos de quien la moldea? ¿se quejará la rosa de las espinas que recorren su tallo?
¿Alguien puede decir que tiene el alma tan limpia que no necesita pasar por el fuego purificador que elimine todo aquello que le aleja de la plena comunión con Dios? Ni siquiera los más grandes santos pretendían tal cosa. Solo aquella que fue concebida sin pecado original y se convirtió en trono de gracia para acoger al Salvador, podía reclamar tal virtud y sin embargo irrumpió en un canto de humildad que reconocía la soberanía absoluta de Dios.
¿Quién de nosotros puede decir que ha resistido hasta la sangre al combatir contra su propio pecado (Heb 12,4)? ¿Quién ha sido probado hasta el extremo de estar dispuesto a sacrificar lo más preciado como hizo Abraham (Heb 11,17)? ¿quién ha sido cargado con una cruz insoportable?