Evangelio del miércoles de la cuarta Semana de Cuaresma:
Jesús les replicó: -Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo. Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Respondió Jesús y les dijo: -En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado. En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que de la muerte pasa a la vida.
En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán, pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y le dio la potestad de juzgar, ya que es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto, porque viene la hora en la que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió.
Jn 5,17-30
La Iglesia reconoce al Padre como “la fuente y el origen de toda la divinidad” (Concilio de Toledo VI, año 638: DS 490). De Él nos vino el Hijo y el Espíritu Santo, y ambos reciben la misma adoración y gloria.
No se puede creer, por tanto, en Dios Padre si no se cree en el Hijo, Jesucristo. Y es al Hijo, verdadero Dios y verdadero hombre, a quien corresponde el juicio. Como dice el Señor y luego repite San Pablo “todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal” (2ª Cor 5,10).
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