Primera lectura del miércoles de la sexta semana de Pascua:
Los que conducían a Pablo le llevaron hasta Atenas, y se volvieron con la indicación, para Silas y Timoteo, de que se uniesen con él cuanto antes.
Entonces Pablo, de pie en medio del Areópago, habló: -Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: «Al Dios desconocido». Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir, para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: «Porque somos también de su linaje». Si somos linaje de Dios no debemos pensar, por tanto, que la divinidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, escultura del arte y del ingenio humanos. Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes deben convertirse, puesto que ha fijado el día en que va a juzgar la tierra con justicia, por mediación del hombre que ha designado, presentando a todos un argumento digno de fe al resucitarlo de entre los muertos.
Cuando oyeron lo de «resurrección de los muertos», unos se echaron a reír y otros dijeron: -Te escucharemos sobre eso en otra ocasión.
Así que Pablo salió de en medio de ellos. Pero algunos hombres se unieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita, y también una mujer que se llamaba Dámaris, y varios más. Después de esto se fue de Atenas y llegó a Corinto.
Hech 17,15.22-34;18,1.
En el segundo capítulo del libro de Hechos vemos la primera predicación de san Pedro a los judíos de Jerusalén para que se convirtieran. En la lectura de hoy, vemos cómo hizo san Pablo en Atenas buscando el mismo fin. Evidentemente los argumentos usados son distintos. San Pedro podía apelar a las Escrituras, que daban testimonio de Cristo. Eso no era posible con los paganos. Pero ambas predicaciones tienen un punto en común: la necesidad de la conversión.
No en vano, el propio Cristo empezó su ministerio de predicación llamando a la conversión:
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: -Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.
Mat 4,17
Hoy, como entonces, la Iglesia tiene el deber -otra cosa es que lo cumpla- de llamar a la conversión de todos los hombres. Y hoy, como entonces, muchos rechazarán ese llamado de mil y una maneras. Otros muchos, sin embargo, aceptarán por gracia la palabra de Dios y podrán salvarse.
En el caso de Atenas vemos una situación peculiar. Cuando san Pablo habló de la resurrección de Cristo, a uno les dio la risa y otros le rechazaron guardando las formas, señal de que al menos eran educados. Hoy ocurre algo mucho peor. Vemos a unos cuantos sacerdotes y teólogos soberbios que se mofan públicamente de los fieles que osan creer que Cristo resucitó verdaderamente. Ellos hablan de una fe adulta, que no necesita de milagros como el de la resurrección. En realidad, son mucho peores que los paganos atenieses. Sin embargo, se consiente que permanezcan en la Iglesia difundiendo su inmundicia entre los fieles.
Señor, limpia tu Iglesia de quienes te niegan y pisotean la fe de los más débiles. Concédenos la perseverancia final para salvarnos del día de la ira.
Luis Fernando