12.08.17

Amarás al Señor, tu Dios

Primera lectura del sábado de la decimooctava semana del Tiempo Ordinario:

Escucha, Israel. el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte. Las atarás a tu mano como un signo, servirán de recordatorio ante tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portones.

Una vez que el Señor, tu Dios, te haya introducido en la tierra que juró a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob que te daría, con ciudades grandes y hermosas que tú no has edificado, con casas llenas de toda clase de bienes que tú no has allegado, con aljibes ya cavados que tú no has fabricado, viñedos y olivares que tú no has plantado y de los que, sin embargo, comerás y te saciarás, entonces, esmérate en no olvidarte del Señor que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud.
Temerás al Señor, tu Dios, le darás culto, y en su nombre harás tus juramentos.

Deut 6,4-13

Tanto en el Antiguo como el Nuevo Testamento (1 Jn 2,4) nos enseñan que amar a Dios es guardar sus mandamientos. Y sus mandamientos no son gravosos (1 Jn 5,3). Es por tanto necesario meditar en la ley del Señor. Debe ser nuestro deleite (Sal 119,77).

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11.08.17

Arrástrame tras de ti, esposo celestial

Del Oficio de lectura del viernes de la decimoctava semana del Tiempo Ordinario:

Dichoso, en verdad, aquel a quien le es dado alimentarse en el sagrado banquete y unirse en lo íntimo de su corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar las multitudes celestiales, cuyo afecto produce afecto, cuya contemplación da nueva fuerza, cuya benignidad sacia, cuya suavidad llena el alma, cuyo recuerdo ilumina suavemente, cuya fragancia retornará los muertos a la vida y cuya visión gloriosa hará felices a los ciudadanos de la Jerusalén celestial: él es el brillo de la gloria eterna, un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha, el espejo que debes mirar cada día, oh reina, esposa de Jesucristo, y observar en él reflejada tu faz, para que así te vistas y adornes por dentro y por fuera con toda la variedad de flores de las diversas virtudes, que son las que han de constituir tu vestido y tu adorno, como conviene a una hija y esposa castísima del Rey supremo. En este espejo brilla la dichosa pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como puedes observar si, con la gracia de Dios, vas recorriendo sus diversas partes.

Atiende al principio de este espejo, quiero decir a la pobreza de aquel que fue puesto en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh pasmosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es reclinado en un pesebre. En el medio del espejo considera la humildad, al menos la dichosa pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que sufrió por la redención del género humano. Al final de este mismo espejo contempla la inefable caridad por la que quiso sufrir en la cruz y morir en ella con la clase de muerte más infamante. Este mismo espejo, clavado en la cruz, invitaba a los que pasaban a estas consideraciones, diciendo: ¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! Respondamos nosotros, a sus clamores y gemidos, con una sola voz y un solo espíritu: Mi alma lo recuerda y se derrite de tristeza dentro de mi. De este modo, tu caridad arderá con una fuerza siempre renovada, oh reina del Rey celestial.

Contemplando además sus inefables delicias, sus riquezas y honores perpetuos, y suspirando por el intenso deseo de tu corazón, proclamarás: «Arrástrame tras de ti, y correremos atraídos por el aroma de tus perfumes, esposo celestial. Correré sin desfallecer, hasta que me introduzcas en la sala del festín, hasta que tu mano izquierda esté bajo mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente y me beses con los besos deliciosos de tu boca.»

Contemplando estas cosas, dígnate acordarte de ésta tu insignificante madre, y sabe que yo tengo tu agradable recuerdo grabado de modo imborrable en mi corazón, ya que te amo más que nadie.

De la Carta de santa Clara, virgen, a la santa Inés de Praga

El alma enamorada de Cristo que recibe el don de la palabra es fuente de salvación de las almas destinadas a caer prendadas del Señor. Pocas cosas convienen tanto al cristiano como leer a los santos hablando de su relación con Dios.

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10.08.17

Si alguien me sirve, que me siga

Evangelio del jueves de la decimooctava semana del Tiempo Ordinario:

En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna.  Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará.
Jn 12,24-26

¿Cuánto podemos llegar a vivir en este mundo? ¿20 años? ¿50, 80, 120? ¿y qué son todos esos años comparados con la eternidad? Si de lo que vivamos ahora va a depender nuestro destino eterno, ¿no será sabio apostarlo todo a la única carta que nos asegura una eternidad plena de felicidad?

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9.08.17

Mujer, qué grande es tu fe

Evangelio del miércoles de la decimooctava semana del Tiempo Ordinario:

Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo».
Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando».
Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel».
Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame».
Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos».
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija.
Mat 15,21-28

No formaba parte del pueblo elegido. No era una de las ovejas descarriadas de Israel. Pero sabía mejor que muchas de esas ovejas y muchos de ese pueblo en quién estaba la salvación. Y por eso insistió, clamó y gritó hasta que fue escuchada. Y cuando pareció que era rechazada, no se fue por donde había venido sino que volvió a rogar. Y obtuvo lo que pedía para su hija amada.

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8.08.17

Gritó: "Señor, sálvame"

Evangelio del martes de la decimoctava semana del Tiempo Ordinario:

Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua».
Él le dijo: «Ven».
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame».
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?»
En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».
Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret. Y los hombres de aquel lugar, apenas lo reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca y trajeron donde él a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera la orla de su manto, y cuantos la tocaron quedaron curados.

Mat 14,22-36

Habían visto muchos milagros, pero aun así se comprende que los apóstoles se asustaran cuando vieron a alguien acercarse a ellos andando sobre las aguas. Y cuando el Señor les calmó diciendo que era Él quien se acercaba, el impetuoso Pedro decidió que él también iba a caminar sobre las aguas. Y, efectivamente, así lo hizo por unos momentos hasta que le dio miedo y empezó a hundirse. El Señor le salvó.

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