26.07.10

Pido perdón a Dios por haber votado al PP

Sí, reconozco que cometí pecado al votar varias veces en mi vida al PP. Y lo peor es que alguna de ellas fue una vez que ya era consciente de lo que suponía ese partido de cara a la defensa de la dignidad de la vida humana y de la familia. Caí en la trampa del mal menor, que es la excusa de los cobardes, el refugio de los débiles, la coartada de los que idolatran la actual partitocracia.

Si todavía me quedara alguna duda sobre la necedad de votar al partido mayoritario de la derecha parlamentaria, su fundador me las ha despejado hoy todas. Don Manuel Fraga lo tiene claro. Dice que “el aborto de la señora Aído no es posible conjugarlo con nada que sea el respeto a la vida", pero al mismo tiempo aboga porque el PP no derogue la ley de Aído si llega al poder. Idem con la ley del matrimonio homosexual.

Es fácil de entender. La derecha política de este país -Rajoy no piensa distinto de Fraga en esas cuestiones- sabe que el aborto es un crimen y que el matrimonio homosexual no tiene sentido, pero le importa un comino. No está dispuesta a hacer nada por acabar con nada de lo que el PSOE haya legislado a nivel de ingeniería social. No lo hizo cuando gobernó Aznar, de ahí mi pecado al votarles de nuevo, ni lo hará jamás.

¿A qué nos lleva esto? A lo que vengo diciendo desde hace ya bastante tiempo: “…el actual sistema democrático no puede merecer otra cosa que la condena más firme por parte de los que nos llamamos cristianos. Es semilla y fuente de leyes criminales e injustas“. Los hay que todavía hablan de que gracias al “trasfondo espiritual de la reconciliación fue posible la Constitución de 1978, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas, que ha propiciado treinta años de estabilidad y prosperidad, con las excepciones de las tensiones normales en una democracia moderna, poco experimentada, y de los obstinados ataques del terrorismo contra la vida y seguridad de los ciudadanos y contra el libre funcionamiento de las instituciones democráticas“. Que le cuenten lo de la estabilidad y prosperidad a los niños no nacidos y a las familias destruidas por leyes de divorcio, que hacen que la institución familiar tengo menos garantía jurídica que un acuerdo verbal sobre el precio de un coche de segunda mano.

Yo lo siento mucho, pero por ahí no paso. Y me importa un carajo las consecuencias que me traiga esto que digo y escribo. Ante todos mis lectores afirmo que me arrepiento de haber sido cómplice de un sistema asesino y contrario a la ley de Dios. Que maldigo el día en que, por respetos humanos e incluso eclesiásticos, sujeté mi pluma y mi lengua para no llamar a las cosas por su nombre y maldigo el día que usé mi mano para cometer la iniquidad de apoyar con mi voto a semejante clase política, digna del mayor de los oprobios y de la ira divina.

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25.07.10

Que se lo diga mamá

- “Oye, hermano, ¿qué hacemos pues? ¿se lo dices tú o se lo digo yo?”

- “Es que a mí me da `cosa´. Díselo tú”.

- “Claro, qué listo eres. Y si luego me echa la bronca, tú te escabulles y te haces el desentendido”.

- “Mira, se me ha ocurrido una cosa. Hablamos con mamá y que sea ella la que se lo proponga”.

- “Vale, no es mala idea”.

Los dos hermanos se dirigen a su madre y le cuentan sus planes. Ella, que como toda buena madre quiere lo mejor para sus hijos, acepta pero con una condición:

- “Tenéis que venir conmigo”.

- “Pero mamá”, dijeron ambos, “precisamente lo que queremos es que no se nos note mucho”.

- “Nada, nada. O venís conmigo o no voy”.

- “Vayamos los tres”, respondió el mayor.

- “Pero hablas tú, mami”, dijo el pequeño.

Antes de llegar ante Su presencia, Él levantó los ojos y les lanzó una mirada penetrante, como si supiera realmente qué es lo que querían. La mujer sintió como las piernas le temblaban un poco y al menor de sus hijos se le hizo un nudo en la garganta. Sin embargo, no era ella una persona de las que se echaba para atrás una vez que se decidía a hacer algo. Se postró ante los pies del Maestro, quien abrió la boca:

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24.07.10

El hombre de corazón torcido

Un arquitecto, hombre de aquellos que Jesús decía que ni temen a Dios ni les importa el prójimo, recibe el encargo de diseñar y construir de una serie de bloques de apartamentos para familias en el costado oriental de una populosa ciudad. El edificio más importante será una enorme ciudadela que hará las veces de edificio de negocios, de comercio y de ocio. El problema que tiene aquella región es que hay aguas subterráneas que fluyen continuamente de las altas colinas de la ciudad. El lugar es maravilloso, pero solucionar el problema de la humedad resulta costosísimo, no importa qué técnica se utilice. Abundan las propuestas, porque el dinero en juego es muy alto y porque la urbanización que podría hacerse sería inmensa, pero todas ellas suponen inversiones descomunales.

Juan Antonio, vamos a llamar así a nuestro arquitecto, es un hombre de cuarenta años brillante, conocido por sus proyectos urbanísticos. Es toda una autoridad de la materia en su país. Pero en el fondo es un desalmado, egoísta y sin escrúpulos. No cree en nada distinto de sus ganancias, que son inmensas, especialmente porque gracias a ellas puede darse una vida regalada, llena de placer, lujo y extravagancias.

Nuestro arquitecto concibe un plan espeluznante. Él sabe que su palabra autorizada es prácticamente ley, y sabe que una propuesta suya para levantar esa gigantesca construcción sería un plato sencillo y jugoso para su avaricia sin límites. A modo de pasatiempo empieza por hacer investigaciones sobre el problema del agua y las diversas técnicas de canalización y secamiento, y finalmente descubre un sistema de gran fachada técnica pero de eficacia restringida. Su inteligencia y su equipo de colaboradores pronto tienen los datos que le conducen a una conclusión pavorosa: es posible construir aquella ciudadela de tal modo que cuando se vaya al suelo, con 2.200 familias a bordo, él ya se habrá muerto.

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22.07.10

España: se cumple lo que advertimos

Hace casi cuatro años escribí un post titulado “Ante la degradación de la institución familiar”, cuyo contenido viene hoy muy al pelo de la noticia sobre el incremento brutal del número de divorcios en España. Decía yo lo siguiente en octubre del 2006:

Sin duda estamos ante una degradación del sistema familiar que ha constituido el fundamento de la sociedad cristiana. Muchos consideran el matrimonio como un medio de satisfacer sus propias necesidades personales, siendo el cónyuge el instrumento para el placer personal antes que la persona a la que hay que amar y entregarse por completo.

Es como si el amor hacia el cónyuge fuera una especie de préstamo del que se espera obtener lo que se ha dado más los intereses. Por eso, cuando algo falla en ese intercambio comercial de sentimientos, el “fracaso matrimonial” o divorcio es la solución más “fácil” o socorrida. El sistema económico del liberalismo capitalista salvaje está impregnando todos los ámbitos de la vida. Yo te amo si tú me amas y me das a cambio más de lo que yo te doy. Y si “lo nuestro” no funciona, nos separamos y buscamos a otra persona para fundar otra empresa de “sentimientos". Se trafica con sentimientos y los hijos que nacen de ese tipo de matrimonios están condenados a ser los nuevos esclavos del amor interesado de sus padres. De hecho, cuando el matrimonio se destruye, esos niños se convierten en moneda de cambio, siendo llevados de acá para allá para satisfacer las necesidades “sentimentales” de sus padres. Y cuando, como en España, las leyes divorcistas hacen que sea más fácil romper un matrimonio que disolver una empresa, el desastre está asegurado.

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21.07.10

La ausencia de Dios en la sociedad

Dicen que no hay mal que por bien no venga. Y parece evidente, si hemos de atender a lo que está ocurriendo en Argentina, que ese dicho es certero. La jerarquía católica de la nación hermana sudamericana no tenía precisamente fama de ser especialmente combativa. Y según vemos por los comentarios en este portal de católicos argentinos, entre el clero de allá abundan más de lo deseable personajes de la talla de Nicolás Alessio.

El caso es que el debate y la aprobación final de la ley a favor del matrimonio homosexual ha servido de catalizador para la reacción de los obispos argentinos y, con ellos, de un buen número de fieles. Se han despertado de golpe de esa hibernación en la que estaban sumidos no se sabe muy bien por qué. En las últimas semanas hemos oído al cardenal Bergoglio decir cosas que parecía imposible que salieran de su pluma y de su boca. El arzobispo de Córdoba, Mons. Ñañez, decidió por fin retirar del sacerdocio a un señor que probablemente jamás debió de haber sido ordenado sacerdote, enviando así un mensaje claro al resto del clero “inquieto". Y el arzobispo de Mercedes-Luján, Mons. Radrizzani, acaba de poner el dedo en la llaga al escribir lo siguiente en una carta dirigida a sus fieles:

“Me duele mucho más, como creyente y como sacerdote, la ausencia de Dios en nuestra sociedad que esta ley, que también me duele no tanto en sí misma por lo que define, cuanto que por lo que sanciona hace que nuestra sociedad se aleje cada vez más de Dios”

Efectivamente, las leyes inicuas aprobadas por los parlamentos no dejan ser un síntoma de los males que aquejan a las sociedades que libremente eligen a sus representantes. Eso pasa en Argentina y en cualquier otra nación. Por ejemplo, cuando un país elige como presidente a un tipo que ha dicho que en la escuela quiere “más gimnasia y menos religión", o que asegura que no es cierto que la verdad nos haga libres, sino que es la libertad la que nos hace verdaderos, lo normal es que pase lo que ha pasado en España en los últimos seis años.

Los católicos se han adaptado a un sistema por el cual pueden contribuir a elegir al César de turno, pero con la particularidad de que olvidan que además de “dar al César lo que es del César", en ellos debe primar el “dar a Dios lo que es de Dios". Y el dar a Dios lo que es de Dios en una democracia implica el votar un César que no sea enemigo declarado de Dios. El católico que deposita su voto por candidatos que proponen públicamente una serie de valores claramente anticristianos comente, en mi opinión, un pecado que se asemeja mucho a la idolatría. No creo que sea más grave adorar a Baal que votar a quienes traen matrimonios homosexuales, más aborto, eutanasia, etc.

Dice Mons. Radrizzani que Dios está ausente de nuestra sociedad. Y tiene razón. Pero ¿cuánta culpa de esa desaparición tenemos los propios cristianos? Empezando por los obispos que, todavía no sé bien por qué, decidieron que la confesionalidad era una especie a extinguir y que la Iglesia debía renunciar, allá donde todavía lo fuera, a ser Madre y Maestra no sólo de los fieles de forma individual sino de naciones enteras; continuando por los seglares que, aun siendo católicos, pusieron y ponen por encima de su fe la fidelidad a unas siglas políticas o al ídolo de lo políticamente correcto, traicionando de esa manera su compromiso a obedecer a Dios antes que a los hombres; y finalizando por ese sector de la Iglesia que no sólo no se conforma con no defender en la arena pública los valores éticos y morales del catolicismo sino que se ha convertido en un instrumento más de los enemigos de Cristo y de la cruz, la verdad es que me parece evidente que los responsables de la ausencia de lo divino debemos buscarlos sobre todo entre los que afirmamos creer en el Señor.

Me parece absolutamente necesario que cambiemos el chip. O empezamos a ser de verdad luz del mundo y sal de la tierra, lo cual implica nuestra presencia real allá donde se deciden las leyes por las que se gobierna la sociedad de la que formamos parte, o seremos literalmente barridos del mapa, si es que no hemos sido barridos ya. Allá donde vivimos bajo un régimen democrático -incluso partitocrático- es absurdo que nos quejemos de que la legislación apuntala la cultura de la muerte si no somos capaces de hacernos presentes de verdad, y no sometidos al yugo de los partidos políticos, allá donde de verdad podemos impedir que nuestras naciones sigan desbocadas camino del abismo. Si nosotros no llevamos a Dios al ámbito de lo público, no pensemos que le van a llevar aquellos que no creen en Él y mucho menos aquellos que están contra Él.

Precisamente el cardenal Bagnasco acaba de decir que Italia necesita una nueva generación de católicos dedicados a la política. Bien, de acuerdo. Pero si van a hacer lo mismo que sus antecesores, mejor que se queden en casa. El político católico debe ser ante todo fiel a Cristo, al evangelio, al magisterio de la Iglesia. Y si no, que se quite el apellido de católico. Hacen más daño los malos católicos que los ateos y anticlericales de turno.

El día que yo vea a un diputado español defender en el parlamento la absoluta necesidad de que se tenga en cuenta a Dios a la hora de gobernar este país, pensaré que algo habrá cambiado. Mientras tanto, por más cartas pastorales impecables que escriban los obispos -por ejemplo, la de los aragoneses sobre el aborto-, por más lamentos de plañideras que oigamos desde el seno de la comunión eclesial, todo seguirá igual o peor. O devolvemos nosotros a Dios al lugar del que no debió salir o tendremos que asumir las consecuencias que toda nación sufre cuando abandona a Dios y se pone en su contra. Todo lo demás, señores míos, es vanidad de vanidades, que diría el Qohelet.

Luis Fernando Pérez