Dicen que no hay mal que por bien no venga. Y parece evidente, si hemos de atender a lo que está ocurriendo en Argentina, que ese dicho es certero. La jerarquía católica de la nación hermana sudamericana no tenía precisamente fama de ser especialmente combativa. Y según vemos por los comentarios en este portal de católicos argentinos, entre el clero de allá abundan más de lo deseable personajes de la talla de Nicolás Alessio.
El caso es que el debate y la aprobación final de la ley a favor del matrimonio homosexual ha servido de catalizador para la reacción de los obispos argentinos y, con ellos, de un buen número de fieles. Se han despertado de golpe de esa hibernación en la que estaban sumidos no se sabe muy bien por qué. En las últimas semanas hemos oído al cardenal Bergoglio decir cosas que parecía imposible que salieran de su pluma y de su boca. El arzobispo de Córdoba, Mons. Ñañez, decidió por fin retirar del sacerdocio a un señor que probablemente jamás debió de haber sido ordenado sacerdote, enviando así un mensaje claro al resto del clero “inquieto". Y el arzobispo de Mercedes-Luján, Mons. Radrizzani, acaba de poner el dedo en la llaga al escribir lo siguiente en una carta dirigida a sus fieles:
“Me duele mucho más, como creyente y como sacerdote, la ausencia de Dios en nuestra sociedad que esta ley, que también me duele no tanto en sí misma por lo que define, cuanto que por lo que sanciona hace que nuestra sociedad se aleje cada vez más de Dios”
Efectivamente, las leyes inicuas aprobadas por los parlamentos no dejan ser un síntoma de los males que aquejan a las sociedades que libremente eligen a sus representantes. Eso pasa en Argentina y en cualquier otra nación. Por ejemplo, cuando un país elige como presidente a un tipo que ha dicho que en la escuela quiere “más gimnasia y menos religión", o que asegura que no es cierto que la verdad nos haga libres, sino que es la libertad la que nos hace verdaderos, lo normal es que pase lo que ha pasado en España en los últimos seis años.
Los católicos se han adaptado a un sistema por el cual pueden contribuir a elegir al César de turno, pero con la particularidad de que olvidan que además de “dar al César lo que es del César", en ellos debe primar el “dar a Dios lo que es de Dios". Y el dar a Dios lo que es de Dios en una democracia implica el votar un César que no sea enemigo declarado de Dios. El católico que deposita su voto por candidatos que proponen públicamente una serie de valores claramente anticristianos comente, en mi opinión, un pecado que se asemeja mucho a la idolatría. No creo que sea más grave adorar a Baal que votar a quienes traen matrimonios homosexuales, más aborto, eutanasia, etc.
Dice Mons. Radrizzani que Dios está ausente de nuestra sociedad. Y tiene razón. Pero ¿cuánta culpa de esa desaparición tenemos los propios cristianos? Empezando por los obispos que, todavía no sé bien por qué, decidieron que la confesionalidad era una especie a extinguir y que la Iglesia debía renunciar, allá donde todavía lo fuera, a ser Madre y Maestra no sólo de los fieles de forma individual sino de naciones enteras; continuando por los seglares que, aun siendo católicos, pusieron y ponen por encima de su fe la fidelidad a unas siglas políticas o al ídolo de lo políticamente correcto, traicionando de esa manera su compromiso a obedecer a Dios antes que a los hombres; y finalizando por ese sector de la Iglesia que no sólo no se conforma con no defender en la arena pública los valores éticos y morales del catolicismo sino que se ha convertido en un instrumento más de los enemigos de Cristo y de la cruz, la verdad es que me parece evidente que los responsables de la ausencia de lo divino debemos buscarlos sobre todo entre los que afirmamos creer en el Señor.
Me parece absolutamente necesario que cambiemos el chip. O empezamos a ser de verdad luz del mundo y sal de la tierra, lo cual implica nuestra presencia real allá donde se deciden las leyes por las que se gobierna la sociedad de la que formamos parte, o seremos literalmente barridos del mapa, si es que no hemos sido barridos ya. Allá donde vivimos bajo un régimen democrático -incluso partitocrático- es absurdo que nos quejemos de que la legislación apuntala la cultura de la muerte si no somos capaces de hacernos presentes de verdad, y no sometidos al yugo de los partidos políticos, allá donde de verdad podemos impedir que nuestras naciones sigan desbocadas camino del abismo. Si nosotros no llevamos a Dios al ámbito de lo público, no pensemos que le van a llevar aquellos que no creen en Él y mucho menos aquellos que están contra Él.
Precisamente el cardenal Bagnasco acaba de decir que Italia necesita una nueva generación de católicos dedicados a la política. Bien, de acuerdo. Pero si van a hacer lo mismo que sus antecesores, mejor que se queden en casa. El político católico debe ser ante todo fiel a Cristo, al evangelio, al magisterio de la Iglesia. Y si no, que se quite el apellido de católico. Hacen más daño los malos católicos que los ateos y anticlericales de turno.
El día que yo vea a un diputado español defender en el parlamento la absoluta necesidad de que se tenga en cuenta a Dios a la hora de gobernar este país, pensaré que algo habrá cambiado. Mientras tanto, por más cartas pastorales impecables que escriban los obispos -por ejemplo, la de los aragoneses sobre el aborto-, por más lamentos de plañideras que oigamos desde el seno de la comunión eclesial, todo seguirá igual o peor. O devolvemos nosotros a Dios al lugar del que no debió salir o tendremos que asumir las consecuencias que toda nación sufre cuando abandona a Dios y se pone en su contra. Todo lo demás, señores míos, es vanidad de vanidades, que diría el Qohelet.
Luis Fernando Pérez