Desde el mismo momento en que se presentó por primera vez ante los fieles de todo el mundo, el papa Francisco ha realizado una serie de gestos ciertamente significativos. La mayor parte de ellos ha gustado a la mayor parte de los católicos y, de paso, a los que no lo son. Ciertamente algunos han mostrado ya su preocupación por no haber usado algunas cosas que son propias de la vestimenta papal. Pero nada son, creo, si se las compara con la retirada del uso de la tiara papal, que era quizás uno de los símbolos más contundentes de la unión de los poderes espiritual y temporal del papado. A día de hoy, el poder temporal efectivo se reduce al pequeño territorio del Vaticano. Y no parece posible, ni desde luego deseable, que aumente en un futuro.
Hoy mismo, en el recorrido anterior a la Misa de inicio de su pontificado, el Papa nos ha dejado una de esas imágenes que llenarán periódicos, artículos y tertulias. Se ha parado para saludar y bendecir a un enfermo prostrado en una camilla. Y le ha dedicado más tiempo de lo habitual en estos casos. Es decir, no han sido unos breves segundos. La cara del enfermo y los que estaban con él denotaba una felicidad enorme. En él el Papa estaba mostrando su cercanía y cariño a todos los enfermos del mundo. Algo muy propio de quien es ya el Vicario de Cristo.
La homilía de hoy ha tenido un claro toque ecologista -constantes llamamientos a cuidar la creación- y de llamada a poner la caridad al frente de toda nuestra actividad humana. Incluido el servicio. Quien no ama, no sirve. Y no se puede servir de verdad sin amor.
Con todo, nada de esto que está diciendo el Papa Francisco es nuevo. Podemos encontrar palabras similares en los papas anteriores a él. La novedad del inicio de un pontificado no puede cegarnos ante el hecho de que la Iglesia lleva predicando veinte siglos lo mismo que San Pablo señaló en 1 Cor 13,13:
Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad.
Sí, sabemos que muchas veces esa predicación no fue acompañada de buenas obras. El pecado está siempre presente en los miembros de la Iglesia, y de eso no se libran sus pastores. Por eso cada Misa pedimos al Señor que no tenga en cuenta nuestros pecados sino la fe de su Iglesia.
El interés del Papa Francisco por los pobres es evidente. Son ya los protagonistas de su pontificado. Y seguramente le acompañarán durante todo su ministerio, que ojalá el Señor quiera que sea largo y fructífero. Estoy convencido de que no se tratará de un protagonismo meramente verbal. Posiblemente asistamos a decisiones papales que hagan más visible ese compromiso con los más necesitados. Para que la predicación del evangelio sea exitosa, ha de ir acompañada de esas obras que llaman la atención al mundo. Como dijo el Señor:
Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos.
Mat 5,16
Y San Pedro:
y observéis entre los gentiles una conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo por que os afrentan como malhechores, considerando vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de la visitación.
1ª Ped 2,12
No vayamos nunca a olvidar la clara enseñanza de las Escrituras:
“Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen de alimento cotidiano, y alguno de vosotros les dijere: Id en paz, que podáis calentaros y hartaros, pero no les diereis con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho les vendría? Así también la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta. Mas dirá alguno: Tú tienes fe y yo tengo obras. Muéstrame sin las obras tu fe, que yo por mis obras te mostraré la fe".
Stg 2,15-18
Hagamos, pues, lo que el Señor nos conceda hacer. No se trata de caer en un pelagianismo humanista por el cual pensemos que podemos obrar el bien aparte de la gracia de Dios. Como bien ha recordado hoy el Papa Francisco “en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer“. Sin la gracia de Dios, nada somos. Sin la misericordia de Dios, no podemos recibir el perdón y ejercerlo. Sin la asistencia del Espíritu Santo, la imagen divina en la que hemos sido creados se desfigura y queda cual una careta fea y despreciable. Fue Cristo quien mostró en la Cruz -otra constante referencia de nuestro Papa en estos días- el verdadero rostro del Siervo de Dios, que da su vida por los demás. “Hágase tu voluntad y no la mía“. “Hágase en mí según tu palabra“. Ese es el verdadero programa de la Iglesia para estos inicios del tercer milenio. Que el Señor nos ayude a llevarlo a cabo.
Luis Fernando Pérez Bustamante