No hace falta que me cuentes historias...
Bruno Moreno nos ha hecho el regalo de traducir al español una carta de San Jerónimo a San Amando de Burdeos. Dado que el primer santo, autor de la Vulgata, es muy conocido, os diré que el segundo, francés, fue un obispo que se dedicó a evangelizar pueblos paganos y que combatió la herejía del priscilianismo. Dada la sabiduría bíblica de San Jerónimo, era normal que algunos obispos le consultaran asuntos de interpretación de la Sagrada Escritura, necesarios para guiar al pueblo por los caminos de santidad.
San Amando quería saber si podía comulgar una mujer cuyo primer marido había incurrido en el pecado de adulterio y sodomía y se había divorciado de ella, a lo cual siguió un segundo matrimonio de ella. San Jerónimo no deja lugar a las dudas. Citando la Escritura afirma que tal cosa no es posible. Pero llama mucho la atención este pasaje de la carta:
No hace falta que me cuentes historias sobre violencia, la insistencia de una madre, la severidad de un padre, la multitud de parientes, los trucos y la insolencia de los criados o las pérdidas de bienes. Mientras su marido esté vivo, aunque sea adúltero y homosexual, esté manchado por todos los crímenes y se haya divorciado de su esposa movido por sus propias maldades, sigue siendo su marido y no puede casarse con otro. No es el Apóstol quien decide esto por su propia autoridad, sino Cristo que habla a través de él.
Algunos pensarán que San Jerónimo no ejercía caridad cristiana alguna. Más bien hay que pensar que la ejerció en grado sumo. De lo que se trata es de la salvación de las almas. Y las almas no se salvan si viven en pecado mortal sin arrepentirse. Cuando existe un peligro real de condenación eterna, las palabras melifluas y contemporizadoras pueden ser contraproducentes. Si tú ves a tu hijo pequeño arrimar su mano al enchufe de la electricidad, no le dices cantando en plan Mary Poppins: “oh, pequeñín, has de saber que aunque comprendo tu necesidad de pasártelo bien y no tengo la menor intención de permitir que vivas infeliz, quiero que sepas que te conviene no meter tus lindos deditos en esos agujeros“. No, más bien le pegas un grito tremebundo -”¡NIÑO, SAL DE AHÍ AHORA MISMO!“- mientras corres hacia él para evitar que se electrocute.