18.09.21

Soluciones baratas para la Iglesia

Hace unos días, como ya sabrán los lectores, el Patriarca de Constantinopla, el arzobispo anglicano de Canterbury y el Papa Francisco firmaron un mensaje conjunto sobre el cambio climático. O quizá no lo sepan, porque es una ley de hierro inmutable que este tipo de gestos, cuando se repiten muchas veces, cada vez van despertando menor interés y, a no ser que se vaya elevando el carácter chocante y llamativo, la opinión pública los ignora.

Yo, la verdad, prefiero no leer documentos de esta índole, que gracias a Dios y por su propia naturaleza no son magisteriales. En estos tiempos, sin embargo, es muy difícil escapar a la información intrascendente, con la que se nos bombardea mil veces por todas partes hasta la saciedad, incluso si uno es prácticamente un ermitaño. Así, sin haberlo buscado, ha llegado a mis ojos un fragmento del mensaje que me ha entristecido.

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13.09.21

El problemilla del sínodo sobre la sinodalidad

Aparte de la llamativa autorreferencialidad del tema elegido, como diría el Papa Francisco, me permito señalar, con todo el respeto, que el próximo sínodo de los obispos tiene, a mi juicio, un problema básico del que le resultará muy difícil escapar.

Por lo que se ha anunciado hasta el momento, es de prever que la reflexión sobre la sinodalidad va a ser muy poco sinodal. En efecto, antes de que empiece el sínodo, el Papa ya ha decidido cuál va a ser su resultado, como se indica con una cita suya en el primer párrafo del documento preparatorio: “precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”.

¿Cuál va a ser el resultado del sínodo? Después de meses de reuniones, preparaciones, documentos interminables, votaciones, viajes y el derroche de enormes cantidades de dinero y sobre todo tiempo que no podemos permitirnos, el resultado fundamental del sínodo será “descubrir” que el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. ¿O alguien cree seriamente que el resultado va a ser otro? Aparte, por supuesto, de páginas y más páginas de pesadísima prosa y confusión más o menos generalizada.

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6.09.21

La protohomilía perdida

A lo largo de los siglos y a través de las edades, se han escrito numerosos tratados de homilética y oratoria con el laudable fin de ayudar a los sacerdotes a componer sus sermones dominicales. No cabe duda de que estos voluminosos y completos tratados han resultado muy útiles a incontables clérigos a la hora de sostener muebles cojos y encender chimeneas en las largas noches de invierno. No obstante, a pesar de ese carácter a la vez práctico y versátil, común a tantos libros de temas eclesiásticos, se percibe en los tratados modernos una carencia fundamental. Unum eis deest, una cosa les falta: la protohomilía.

Como sabrán los lectores, la protohomilía es un texto de venerable antigüedad que, según diversas tradiciones, establecía a grandes rasgos lo que debía decir cada sacerdote la primera vez que predicase, antes que todas las demás homilías que ese mismo clérigo pronunciaría después durante su vida, porque era absolutamente necesario para que esas homilías posteriores sirvieran de algo. Así se encauzaba bien su labor homilética desde el principio, siguiendo la vía marcada por sus sabios predecesores. A pesar del carácter excepcional y primigenio de la protohomilía, esta podía y debía repetirse posteriormente de vez en cuando, cuando el sacerdote fuera trasladado de parroquia, por ejemplo, o para refrescar su mensaje fundamental en la mente de los feligreses.

Desgraciadamente, la protohomilía, que se ha atribuido a diversos santos Padres y Doctores de la Iglesia, se perdió durante las invasiones bárbaras, persas y musulmanas tanto en Oriente como en Occidente y solo muy recientemente ha sido recuperada, merced a la labor infatigable de sesudos investigadores con los palimpsestos maronitas del lago Baikal. El blog Espada de Doble Filo se complace en ofrecer a los lectores la primera traducción (provisional) al español de este texto, realizada desde el nabateo occidental.

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15.08.21

Discutir sobre religión

“Discutir sobre religión es una cosa que ya no me gusta. Hace como treinta años que no discuto —ni siquiera con los «censores»— de mis obras. Cuando era joven era un gran discutidor.

Es cosa inútil. Al que pone objeciones religiosas, ordinariamente hay que recomendarle leer un buen Catecismo de Perseverancia. Ordinariamente habla de lo que no sabe. Si tiene interés en saber, sé tomará esa pequeña molestia; si no tiene interés, habla por hablar y entonces la discusión es inútil y aun peligrosa.

A los que vienen a uno en un barco o en un tren con el: «Vea Reverendo, ¿cómo responde usted a esto?», no hay que darles la solución, sino acrecentarles la objeción, urgiría mucho más todavía, que vea que uno la sabe y aun la «siente» tanto como él, o más. Es decir, hay que agudizarle (o crearle si acaso) el hambre de saber, porque si esa hambre no existe, darle la solución es perder tiempo”.

Leonardo Castellani, “Ni con elocuencia ni con dialéctica”, julio de 1957

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10.08.21

Amare nesciri

El cristianismo no es de este mundo, por eso el mundo no lo puede entender. Cuando lo odia, lo odia sin saber bien lo que odia; cuando lo anhela, lo hace como quien sueña con algo que apenas puede vislumbrar desde muy lejos. Ser cristiano no consiste, como repiten tantos predicadores algo paganuelos y pelagianillos, en ser “un poquito mejor cada día”. Es nacer de nuevo, como una criatura nueva. Es decir, ser recreado por Dios, creado otra vez a imagen, nada más y nada menos, que del Hijo de Dios, el Santo, el Eterno, el que todo lo hizo bien. Ser cristiano es necesariamente un milagro y por eso a ratos fascina y a ratos enfurece a los que no creen en los milagros.

Un ejemplo de esa diferencia radical entre el cristianismo y el mundo es el título de este post: amare nesciri. Esta frase, que era una de las favoritas de San Felipe Neri, significa “amar no ser conocido”. Es una frase impresionante. Si uno la repite despacio, se queda asombrado: amar no ser conocido. A diferencia de los maestros, sabios y entendidos del mundo, San Felipe enseñaba a sus discípulos, con palabras y con su propio ejemplo, el gusto por pasar inadvertidos, por resultar insignificantes a los ojos de todos. Nada tiene esto que ver con ser insociable ni mucho menos con el masoquismo, la mezquindad o el apocamiento, sino que es, más bien, el gusto por Belén, por Nazaret, por la Cruz y por la latens Deitas de la Eucaristía.

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