Lo que no podemos perder (II)
La esperanza cristiana
Esperanzas propias y esperanzas compartidas, esperanzas inmanentes y esperanzas trascendentes. No es tan sencillo. Puede el hombre levantar esperanzas en busca de muchos bienes temporales y asequibles. Lucha, trabaja, se entretiene con ellas. Se felicita cuando las consigue y se lamenta cuando no logra alcanzar sus objetivos. Pero por detrás de todos los recuerdos, en el fondo de la memoria, él conserva el recuerdo permanente de la verdad y de la vida en la que vive instalado. El hombre sabe que vive, sabe que la vida está siempre ahí, la percibe como una posibilidad inabarcable, siempre abierta que no puede dejar de desear, aun cuando sus pies se resbalan hacia el abismo de la muerte.
El hombre tiene en la memoria el toque de la realidad como algo ilimitado, siempre presente, el recuerdo misterioso de una presencia permanente que le sostiene en la vida y le llama a ser siempre más y mejor. La paradoja del hombre es que es un ser abierto a la vida que desea ilimitadamente, más allá de lo que puede conocer y alcanzar. Por eso morimos siempre a más no poder. ¿O es que no morimos?