Rocambolesco conflicto Iglesia-Estado en México, siglo XVI
EL APARATOSO LITIGIO ENTRE EL ARZOBISPO LASERNA Y EL VIRREY CARRILLO
El afianzamiento en el Nuevo Mundo de la Iglesia y el Estado y la extensión de sus respectivos poderes, creó a veces en aquellas provincias, no precisamente por antagonismo fundamental, sino por mutuas incomprensiones y apreciaciones puntillosas, contrastes que influyeron también considerablemente en la vida eclesiástica. La Iglesia durante el siglo XVI, amparada por la autoridad civil -sobre todo económicamente, pues dependía casi plenamente del erario real-, aceptó aquella obligada subordinación, pero durante el siglo XVII va adquiriendo dimensión autóctona, su personal jerárquico presenta progreso selectivo y numeral, y el pueblo le pertenece todavía en masa. Por otra parte, las autoridades civiles manifiestan ya inicialmente aquella mentalidad intelectual y religiosa, la ilustración, que sobre todo desde mediados del seiscientos se había extendido en los círculos dirigentes europeos. Aunque ni en España ni en América se presentaba en su proyección declaradamente anticristiana, ni en manifiesta oposición con las verdades de la fe, delataba ya una clara prevención ante la autoridad eclesiástica.
En ese clima en que el poder real consideraba como sagrados e intangibles sus atribuciones y privilegios, es más agobiante para la Iglesia el patronato real. Felipe IV, con cédula del 15 de marzo de 1629, preceptuaba a todos los obispos hacer juramento solemne ante escribano público y testigos “de no contravenir en tiempo alguno ni por ninguna manera a nuestro patronato real, y que lo guardarán y cumplirán en todo y por todo, como en él se contiene llanamente y sin impedimento alguno”. El mismo monarca confiaba a otra cédula de 25 de abril de 1643 esta contundente determinación: “Rogamnos y encargamos a los arzobispos y obispos de nuestras Indias que, por lo que les toca, hagan que se recojan todos los breves, así de Su Santidad como de sus nuncios apostólicos que hubiere en sus distritos y se llevaren a aquellas provincias, no habiéndose pasado por nuestro Consejo Real de las indias, y no consientan ni den lugar a que se use de ellos en ninguna forma; y, recogidos, los remitan al dicho nuestro Consejo en la primera ocasión, dando para todo las órdenes convenientes, y poniendo en ejecución el cuidado necesario”.
Los virreyes se interesaban sobremanera en ejecutar puntillosamente los derechos de vicepatronos reales. Sus libros de gobierno donde se registraban acuerdos, decretos y bandos virreinales, cartas de ruego y encargo; en una palabra, el gráfico de su régimen jurisdiccional, reflejan -excluyendo, naturalmente, la dimensión estrictamente espiritual- funciones propias de obispos, de provisores eclesiásticos y hasta de vicarios de religiosas. Claro que esta excesiva intromisión de la autoridad civil y el ocasional contraste de la eclesiástica no traducían una antítesis doctrinal y dogmática, sino contiendas periféricas, verdaderos dimes y diretes que terminaban con una que otra queja amarga del Consejo Real de indias, y, a lo más, remociones, ordinariamente con ascenso, de una o de ambas partes contendientes.
Sin duda el más estrepitoso pleito entre obispos y virreyes lo sostuvieron el arzobispo mejicano Juan Pérez de Laserna (1613-1625) y el virrey don Diego Carrillo de Mendoza, conde de Priego y marqués de Gelves (1621-1624). La ocasión la suscitó el alcalde de Metepec don Melchor Pérez de Varáez (o Varaiz), venido a Méjico para resolver ciertos cargos que se habían levantado contra él. Amenazado de cárcel y secuestro de bienes, se acogió al derecho de asilo, y con anuencia de los dominicos se refugió primero en la iglesia de éstos y luego en una celda del mismo convento.