19.11.10

Rocambolesco conflicto Iglesia-Estado en México, siglo XVI

EL APARATOSO LITIGIO ENTRE EL ARZOBISPO LASERNA Y EL VIRREY CARRILLO

El afianzamiento en el Nuevo Mundo de la Iglesia y el Estado y la extensión de sus respectivos poderes, creó a veces en aquellas provincias, no precisamente por antagonismo fundamental, sino por mutuas incomprensiones y apreciaciones puntillosas, contrastes que influyeron también considerablemente en la vida eclesiástica. La Iglesia durante el siglo XVI, amparada por la autoridad civil -sobre todo económicamente, pues dependía casi plenamente del erario real-, aceptó aquella obligada subordinación, pero durante el siglo XVII va adquiriendo dimensión autóctona, su personal jerárquico presenta progreso selectivo y numeral, y el pueblo le pertenece todavía en masa. Por otra parte, las autoridades civiles manifiestan ya inicialmente aquella mentalidad intelectual y religiosa, la ilustración, que sobre todo desde mediados del seiscientos se había extendido en los círculos dirigentes europeos. Aunque ni en España ni en América se presentaba en su proyección declaradamente anticristiana, ni en manifiesta oposición con las verdades de la fe, delataba ya una clara prevención ante la autoridad eclesiástica.

En ese clima en que el poder real consideraba como sagrados e intangibles sus atribuciones y privilegios, es más agobiante para la Iglesia el patronato real. Felipe IV, con cédula del 15 de marzo de 1629, preceptuaba a todos los obispos hacer juramento solemne ante escribano público y testigos “de no contravenir en tiempo alguno ni por ninguna manera a nuestro patronato real, y que lo guardarán y cumplirán en todo y por todo, como en él se contiene llanamente y sin impedimento alguno”. El mismo monarca confiaba a otra cédula de 25 de abril de 1643 esta contundente determinación: “Rogamnos y encargamos a los arzobispos y obispos de nuestras Indias que, por lo que les toca, hagan que se recojan todos los breves, así de Su Santidad como de sus nuncios apostólicos que hubiere en sus distritos y se llevaren a aquellas provincias, no habiéndose pasado por nuestro Consejo Real de las indias, y no consientan ni den lugar a que se use de ellos en ninguna forma; y, recogidos, los remitan al dicho nuestro Consejo en la primera ocasión, dando para todo las órdenes convenientes, y poniendo en ejecución el cuidado necesario”.

Los virreyes se interesaban sobremanera en ejecutar puntillosamente los derechos de vicepatronos reales. Sus libros de gobierno donde se registraban acuerdos, decretos y bandos virreinales, cartas de ruego y encargo; en una palabra, el gráfico de su régimen jurisdiccional, reflejan -excluyendo, naturalmente, la dimensión estrictamente espiritual- funciones propias de obispos, de provisores eclesiásticos y hasta de vicarios de religiosas. Claro que esta excesiva intromisión de la autoridad civil y el ocasional contraste de la eclesiástica no traducían una antítesis doctrinal y dogmática, sino contiendas periféricas, verdaderos dimes y diretes que terminaban con una que otra queja amarga del Consejo Real de indias, y, a lo más, remociones, ordinariamente con ascenso, de una o de ambas partes contendientes.

Sin duda el más estrepitoso pleito entre obispos y virreyes lo sostuvieron el arzobispo mejicano Juan Pérez de Laserna (1613-1625) y el virrey don Diego Carrillo de Mendoza, conde de Priego y marqués de Gelves (1621-1624). La ocasión la suscitó el alcalde de Metepec don Melchor Pérez de Varáez (o Varaiz), venido a Méjico para resolver ciertos cargos que se habían levantado contra él. Amenazado de cárcel y secuestro de bienes, se acogió al derecho de asilo, y con anuencia de los dominicos se refugió primero en la iglesia de éstos y luego en una celda del mismo convento.

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14.11.10

Benedicto XV, ese gran desconocido del siglo XX

UN PONTÍFICE MÁS FUERTE DE LO QUE SE ESPERABA

En el cónclave que comenzó el 1 de septiembre de 1914 para elegir al sucesor de San Pío X participaron 57 cardenales de los 65 que entonces formaban parte del Colegio Cardenalicio e hicieron falta 10 votaciones en tres días para llegar a un resultado. Había que elegir entre la línea más progresista de León XIII y aquella más conservadora del Papa Sarto y no faltaron tampoco intentos de influenciar la votación por parte de algunas naciones, como fue el caso del imperio austro-húngaro a través de una nota enviada por el ministro austriaco a su embajador en el Vaticano, aunque el difunto Pontífice había amenazado con excomunión al que aceptase dichas influencias.

De hecho, Pío X, elegido que había sido elegido quizá gracias al veto austríaco al cardenal Rampolla, para evitar que en sucesivos cónclaves se hiciera uso del derecho de veto, había promulgado la constitución Commissum nobis, de 20 de enero de 1904, en la que se declaraba nulo y absolutamente prohibido el derecho de exclusiva o veto, aun cuando fuera expresado como deseo o mera indicación de la voluntad de cualquier potestad civil.

En dicha constitución, Pío X dispuso bajo pena de pecado mortal y de excomunión latae sententiae reservada al Papa, que ningún cardenal, ni el secretario del cónclave, ni ninguno de cuántos intervienen en el mismo: 1º, aceptaran de ningún poder civil el encargo de proponer el veto o exclusiva, aunque se presentara en forma de simple deseo; 2º, que, de cualquier manera que llegara a su conocimiento, lo dieran a conocer de palabra, o por escrito, directa ni indirectamente, a todo el Sacro Colegio reunido, ni a los cardenales en particular; 3º, que cooperaran de alguno de esos modos o cualesquiera otros con las intercesiones que las potestades civiles ejercitaran con la pretensión de inmiscuirse en la elección del Romano Pontífice.

Llegase o no la nota del ministro de exteriores austriaco a los cardenales reunidos en cónclave, no parece que influyera en los votantes. Lo cierto es que en la mente de todos ellos estaba el clima de guerra que ya reinaba en Europa y se procuró llegar a una conclusión rápida de la sede vacante. Sin embargo, la elección del Espíritu Santo no dejó de sorprender a muchos, que después de ver a un Papa lleno de energía como Giuseppe Sarto, vieron al recién elegido, Giacomo della Chiesa, no solamente de poca presencia -“il piccoleto” lo llamaban en la Curia- sino también de poca salud, pues tenía escoliosis, era pálido de rostro y en general tenía aspecto de poca salud.

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7.11.10

Tres monjes intrépidos: Willibrordo, Pirminio y San Óscar (Anscario)

San Óscar

Las raíces cristianas de Europa: Tres evangelizadores por el norte de Europa

Hoy toca el turno a otros tres hijos de San Benito, anglosajones de origen, a los que debemos en gran parte la evangelización del norte de Europa. Quizás poco conocidos en ambientes hispanos, más que nada por la lejanía de aquellas tierras y por los muchos santos que tenemos en nuestro ámbito cultural, son sin embargo muy conocidos en el norte de Europa, donde se les venera como padres de la fe de aquellos pueblos.

La labor misional de los monjes anglosajones en el continente empezó a fines del siglo VII. La Iglesia anglosajona era de corte romano como ninguna otra en Occidente fuera de Roma. Difunde con su misión rasgos típicos de Roma en la Iglesia franca. Los misioneros estuvieron muy ligados a la estirpe carolingia. Desde el principio los monjes anglosajones buscaron el nexo con la familia más potente de los francos, es decir, los Carolingios. La idea de arribar al continente deriva del monacato irlandés-escocés con su estilo de peregrinación. Elbert, sacerdote, fue uno de los primeros en el 691. Los monjes ingleses tuvieron una gran conciencia de su cercanía nacional con el pueblo del continente que se había quedado en tierra, sin invadir la isla. En torno a Britania se acerca Elbert. Seguía el ideal monástico de la peregrinatio: si no tenía éxito sabía que tenía que seguir su camino, finalizando en Roma para venerar las reliquias sagradas.

La motivación misionera era más fuerte entre los sajones que entre los monjes irlandeses. De hecho, la primera gran figura fue Wilibrordo (+739), monje de Ripon, cerca de York, en Inglaterra y discípulo de Wilfredo, uno de los primeros monjes benedictinos que pisaron aquellas tierras. Nacido en la región inglesa de Northumbria, como su nombre indica al norte del río Humber, en el 658, de familia anglosajona, su padre le encomendó para la primera educación a los monjes del monasterio de Ripon (York), donde poco después tomaba el hábito. Hacia el 678 pasó a Irlanda, al monasterio de Ratmelsigi, donde permaneció 12 años, y recibió la ordenación sacerdotal.

En el año 690, Wilibrordo se embarcó al frente de once compañeros con el propósito de predicar el Evangelio en Frisia, aprovechando la ocasión de que el rey Radbodo había sido vencido por Pipino II y toda la Frisia meridional estaba sojuzgada por los francos. Esta coyuntura hacia posible la realización de los sueños misioneros de Egberto, noble nortumbriano que había hecho voto de vivir en tierra extraña y regía como abad el monasterio irlandés de Rathmelsigi, donde residía Wilibrordo desde hacía doce años. Wilfrido, que se enorgullecía de haber introducido la Regla de san Benito en Inglaterra, había predicado la fe cristiana a los frisones durante su destierro; esto explica el interés del abad Egberto por la evangelización de Frisia.

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2.11.10

Juana, la Papisa

UNA DE LAS MUCHAS LEYENDAS QUE A ALGUNOS INTERESA CREER COMO VERDADERA

La novela “Pope Joan” de la conocida escritora feminista americana Donna Woolfolk Cross, puso hace unos años de moda la figura legendaria de la Papisa Juana, dando lugar en 1909 a una película, “Die Päpstin”, producida por los mismos que en su día produjeron “El nombre de la Rosa” o “El Perfume” y que ha tenido un discreto éxito, sin duda menor del de las otras películas mencionadas, a pesar de ser una coproducción alemana, inglesa, italiana y española.

La novela de Donna Woolfolk, que presenta todo como una ficción pero no deja de tener pretensiones de veracidad histórica (pues añade un apéndice de 11 páginas para probar la existencia de la papisa), gira en torno a la figura legendaria de Juana de Ingelheim, que habría nacido hacia 822 en la localidad de Ingleheim am Rhein, cerca de Maguncia, una mujer nada común. Según la leyenda era hija de un monje, Gerbert, y desde pequeña mostró gran interés por la ciencia, de hecho hizo estudios de medicina, Inteligente como era, sabía que en la sociedad de su tiempo tenía poco que hacer, esto es al menos lo que dice la leyenda, que parece ser desconoce la buena cantidad de mujeres medievales que destacaron y hoy son recordadas por su erudición en los diversos campos del saber. Sin embargo, cierto es que no tenían las cosas fáciles, por lo que Juana habría decidido vestirse de varón y entrar en religión en la abadía benedictina de Fulda, en la que fue conocido como “Juan el médico”.

Como monje pudo profundizar en la ciencia médica que ya conocía, consultar las mejores bibliotecas de la época y recorrer el mundo (la clausura monacal de entonces no era lo de ahora) y habría llegado hasta Constantinopla, donde habría conocido a la Emperatriz Teodora. Todo ello le ayudó a su carrera eclesiástica, que la había llevado hasta Roma. Algunos sin embargo presentan su marcha a Roma como fruto de aventuras rocambolescas, todavía más fantasiosas.

El caso es que, una vez llegada a Roma, su fama de médico llegó hasta el mismo Papa Sergio II, que la llamó (o podríamos decir “le” llamó) a ser su médico personal y al cual Juana habría curado de la gota. Grande sería la fama de dicho galeno cuando, a la muerte del Pontífice, en vez de ser sucedido por el benedictino León IV, como realmente ocurrió, habría sido sucedido por otro “benedictino”, esto es por la susodicha Juana. Otra tradición más difundida habla sin embargo de ella como médico de León IV y su sucesora, por lo que en realidad no habría sido el nuevo Papa Benedicto III (como realmente fue) sino nuestro monje galeno travestido que habría tomado el nombre de Juan VIII.

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26.10.10

Pablo VI y una carta de 1970: Parece que fue ayer

LA PREOCUPACIÓN DEL PAPA MONTINI POR LA IGLESIA HOLANDESA Y EL CELIBATO

Se han cumplido en este año que va llegando a su fin 40 años de una carta histórica de Pablo VI, una documento lleno de preocupación. Nada extraño, pues de Pablo VI por aquellos años tenemos abundantes escritos llenos de preocupación (de algunos hemos hablado ya en las “historias del postconcilio” publicadas en este blog), y no era para menos, ya que le tocó vivir los años borrascosos del postconcilio en los que tuvo muchas más penas que alegrías. Por supuesto que dichas penas no le vinieron del Concilio en sí, que todos saben que fue un momento de gracia para la Iglesia, animado por el Espíritu Santo, sino por todos aquellos que tomaron el Concilio como excusa para hacer de su capa un sayo dejando de lado las normas eclesiásticas, la sana tradición y a veces hasta el mínimo sentido común.

Todo esto amargó mucho a Pablo VI, que en ambientes curiales fue llamado “el Hamlet del Vaticano”, por la desazón que en muchas ocasiones transmitía su apariencia. Sin duda era un hombre de gran fe y no perdía la esperanza en la ayuda de Dios, pero humanamente el postconcilio le hizo sufrir mucho. Como tenían que estar las cosas -yo no lo sé, acababa de nacer- para que, en la famosa audiencia general del 15 de noviembre de 1972, volviendo sobre lo que ya había expresado el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro (cuando dijo aquello famoso que parecía que por las grietas de la Iglesia se había introducido el humo de Satanás), dijera refiriéndose a la situación de la Iglesia: “¿Cómo se ha podido llegar a esta situación?” (…) “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre.”

La respuesta de Pablo VI en aquel momento fue clara y neta: “Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?”. Y el Papa precisa: “Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción”.

Estas palabras son el fruto de varios años del Papa luchando en diversos frentes abiertos en distintas partes de la Iglesia, entre los cuales destacaba -tristemente, todo hay que decirlo- la patata caliente que tenía en Holanda. Dicho país, ejemplo de catolicidad antes del Concilio, experimentó la debacle postconciliar como pocos lugares en la Iglesia: Tierra de intelectuales, se empezó por la doctrina, se siguió por la liturgia, se continuó por la vida espiritual, las vocaciones, y el resultado final fue una Iglesia por la que parecía que hubiese pasado arrasando Atila con los Hunos.

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22.10.10

A los diez años de un documento polémico pero, una vez más, acertado

MUY CRITICADO AL PUBLICARSE, EL TIEMPO LE ESTÁ DANDO LA RAZÓN

Se ha cumplido en este año el décimo aniversario de la Declaración “Dominus Iesus", elaborada por la Congregación vaticana para la doctrina de la Fe, publicada e principios de agosto del 2000 y que como ocurre con este tipo de documentos, no siendo documento papal tiene sin embargom su autoridad, ya que como bien se explica al final, “El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia del día 16 de junio de 2000, concedida al infrascrito Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación“.

Sería una Declaración más de las muchas que publica este dicasterio, todas de gran importancia sin duda, pero que a veces quedan en el círculo de los expertos, que suelen ser teólogos, profesores y los mismos obispos. Pero resultó no ser una declaración más pues tuvo una resonancia mediática impresionante, y sobre ella hablaron no sólo periodistas sino intelectuales, líderes de otras confesiones yhasta algún político de los que les gusta enmendar la plana al Vaticano sin haberse leído los documentos.

El documento, como se recordará, respondía a una pregunta que se había formulado en el dicasterio vaticano: Si Cristo es un profeta más, y todas las religiones son iguales, entonces, ¿qué sentido tienen el Evangelio y la Iglesia? En respuesta a esta pregunta, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la declaración, en la que se reafirma el carácter único y universal de la salvación traída por Cristo. Como explicó entonces el Prefecto de la Congregación, Cardenal Ratzinger, el documento afrontaba un tema de gran importancia y que sin duda iba a doler en la sociedad actual (incluido el mundo de las religiones): El relativismo.

En el animado debate contemporáneo sobre la relación del Cristianismo y las otras religiones, se difunde cada vez más la idea que todas las religiones son para sus seguidores vías igualmente validas de salvación. Se trata de una opinión sumamente difundida non solo en ambientes teológicos, sino también en sectores cada vez más amplios de la opinión pública católica y no católica, especialmente aquella más influenciada por el orientamiento cultural hoy prevalente en Occidente, que se puede definir, sin temor de equivocarnos, con la palabra: relativismo.

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17.10.10

Egeria, viajera y escritora

PRIMERA ESCRITORA Y MONJA ESPAÑOLA CUYO NOMBRE CONOCEMOS

En el mundo hispano la figura de Gian Francesco Gamurrini (1835-1923) es prácticamente desconocida, no así en el italiano, en el que dicho erudito es recordado como historiador, arqueólogo y numismático. Y sin embargo, dicho nombre ha quedado para siempre unido al de la historia de la Iglesia española, por uno de los descubrimientos que hizo, que además lo inmortalizó a nivel mundial. Dicho historiador, perteneciente a una familia noble de la ciudad italiana de Arezzo, llegó en la plenitud de su vida a ser director de la Galería Real de Florencia, pero antes había tenido otros cargos más modestos en su ciudad natal, como fue el de Rector de la Confraternità dei Laici o Confraternità di Santa Maria della Misericordia. Se trataba de algo parecido a una cofradía o hermandad como las que conocemos en nuestras iglesias, pero no destinada a procesionar con alguna imagen, sino solamente a hacer obras de caridad entre los necesitados.

Fundada dicha Fraternidad en 1262 bajo el auspicio de los Padres Dominicos y aprobada por el obispo de la diócesis, con el pasar del tiempo llegó a acumular un número tal de donaciones que se convirtió también en una potencia económica en la ciudad de Arezzo y tuvo una gran biblioteca, destinando dinero también para la investigación. A dicha actividad se dedicó Gamurrini cuando fue Rector de la institución, de modo especual al estudio de lugares etruscos y romanos en el centro de Italia, llegando a elaborar un famoso mapa arqueológico de dicha región. Pero su figura no nos interesa por todo ello, sino por algo en apariencia más modesto.

Fue en el año 1884 cuando, poniendo orden en la citada biblioteca de la Confraternità, el buen señor descubrió unos códices, de los cuales uno de ellos habría de hacerlo famoso fuera de Italia, se trataba de la relación que una mujer hacía de un viaje temprano a Tierra Santa. No era un relato completo, pues faltaban algunas hojas, pero no por ello dejó de percibir Gamurrini el valor histórico de dicho documento. Un examen reposado del hallazgo comenzó a arrojar las primeras luces. Se trataba de unas “notas de viaje” -lo que los historiadores llaman peregrinatio o itinerarium- redactadas por una mujer anónima hacia finales del siglo IV o comienzos del V. En realidad escribía a unas lejanas dominae et sorores (“señoras y hermanas”) que habían quedado muy lejos, en la patria común, a la que la redactora confiaba en volver, según indicaba al final de su relato. La autora había realizado un largo periplo, desde “tierras extremas” hasta los lugares bíblicos y describía éstos a sus remotas destinatarias con gran frescura y sencillez de lenguaje.

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5.10.10

La exuberante liturgia de la abadía de Cluny

LA LITURGIA SE CONVIRTIÓ PRÁCTICAMENTE EN LA ÚNICA OCUPACIÓN DE LOS MONJES EN CLUNY

Entre los nombres importantes en la historia del monacato de occidente destaca sin duda, para bien y para mal, el de la Abadía de Cluny. Un nombre admirado y venerado por unos, debatible o simplemente condenable, según otros. Los monjes cluniacenses aparecen en el mundo monástico como una “bandera discutida", por su estilo peculiar de vida y por la gran importancia que en la edad media alcanzó su monasterio, hasta poder calificarse como “la abadía más célebre de la cristiandad medieval”.

La gran familia monástica que tomó su nombre de la abadía borgoñona de Cluny y creció hasta comprender más de mil casas, grandes y pequeñas, ofrece al historiador el espectáculo de desarrollo numérico e institucional, de influencia religiosa y eclesiástica y de importancia política y sociológica sin paralelo en la Edad Media anteriormente. Creó un imperio espiritual y temporal único en su época, y en el interior de los monasterios que se le sometían y se abrían a su influencia, un orden especial, en relación con el caos ambiental que fue la primera época feudal. Desde el punto de vista eclesiástico, se ha afirmado que, como pocos papas fueron capaces de morar establemente en Roma, Cluny se convirtió, durante casi todo el siglo XI, en centro espiritual de la cristiandad y pudo comunicar su espíritu a toda la época.

Se diría que frente a Cluny no se puede ser neutral. Desde siempre ocurrió lo mismo. Es normal que Urbano II, un cluniacense elevado al sumo pontificado, llamara a Cluny la “luz del mundo” y que un monje y cardenal tan cortés como Pedro Damián, en varias cartas dirigidas a san Hugo tras su visita a la abadía, donde fue, sin duda, agasajado espléndidamente, se deshiciera en elogios enfáticos de los monjes que había visto y tratado: su aspecto edificante, su comportamiento modesto, el garbo con que soportaban sus jornadas repletas de obligaciones, el sumo cuidado, tan emocionante, con que celebraban la liturgia…; para él, Cluny era un monasterio sencillamente incomparable. Pero por aquel mismo tiempo empezaron a correr escritos en que se criticaba abiertamente el monacato cluniacense.. Ya a principios del siglo XI, el obispo Adalberón de Laon denunciaba al rey de Francia Roberto el Piadoso algunos abusos que había observado: Los monjes, caballeros en sus mulas y rodeados de gran boato, recorrían el reino, acudían a la corte, visitaban a los obispos, viajaban a Roma para entrevistarse con el papa, todo ello con un solo fin: defender los intereses de su soberano, el abad de Cluny.

Dejando aparte el acierto o la exageración de ambas posturas con respecto Cluny, y con el propósito de dedicar más artículos al gran fenómeno monástico que fue durante siglos la abadía borgoñona, hoy centraremos la atención sobre uno de los aspectos más llamativos de la vida regular en dicho cenobio: Su exuberante vida litúrgica.

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24.09.10

Hildegarda de BIngen: Ser mujer en la Edad Media

NO LE FALTARÍAN MÉRITOS PARA SER DOCTORA DE LA IGLESIA

RODOLFO VARGAS RUBIO

En torno a la Edad Media persisten aún –a pesar de las investigaciones que han sacado a la luz su gran complejidad como período histórico y su extraordinario dinamismo– prejuicios simplistas provenientes de la propaganda iluminista, que despachó mil años de Historia como si hubieran constituido una época uniforme caracterizada por la barbarie y el obscurantismo. De ahí la expresión aún dominante en el vulgo de “Edad de las Tinieblas” y el empleo de ciertos adjetivos, como “medieval”, feudal” y “gótico” (que se hacen equivalentes cuando no lo son), en sentido peyorativo para definir algo que se considera atrasado, tosco, rudimentario e incivilizado.

Uno de los grandes tópicos de este concepto acrítico del Medioevo es el del supuesto sojuzgamiento de las mujeres, que no sólo habrían desempeñado un papel completamente subalterno en la sociedad de este período de la Historia, sino que ni tan siquiera eran reconocidas como seres humanos al haberles negado la Iglesia durante siglos la posesión de un alma. Este disparate sigue sosteniéndose hoy –contra el testimonio fehaciente de la Historia– por sesudos comentaristas mediáticos que no saben explicar cómo es que la Iglesia podía considerar capaces de ser bautizados y de recibir los sacramentos e incluso suponer libres para emitir votos religiosos y hasta canonizar a seres desprovistos de alma.

La gran historiadora francesa Régine Pernoud dedicó la mayor parte de su vida a reivindicar la Edad Media como lo que realmente fue: una época heterogénea y polícroma, rica en matices y contrastes, hecha de flujos y reflujos. A través de sus libros contribuyó decisivamente a disipar las tinieblas que envolvían a esa presunta “Edad de las Tinieblas” y a acabar con las estupideces que se han escrito y dicho a cuenta de unos siglos fecundos en grandes personalidades, sorprendentes logros y acontecimientos decisivos, que influyeron positivamente en la evolución de la humanidad.

Régine Pernoud prestó especial atención al estatus de las mujeres en la Edad Media, descubriendo y demostrando que, lejos de haber sido un colectivo desfavorecido, sometido y humillado, gozó, en cambio, de una posición de privilegio sin precedentes y que llegaría incluso a perder en épocas consideradas comúnmente más adelantadas. Y esto fue así no sólo en los estamentos elevados de la sociedad medieval (el clero y la nobleza), sino también en el estado llano y en la incipiente burguesía. Tres personajes femeninos a los que ella biografió reflejan el influjo a veces decisivo que tuvieron las mujeres de esos distintos niveles: la humilde Juana de Arco, la poderosa Leonor de Aquitania y la abadesa Hildegarda de Bingen. Hoy queremos fijar nuestra atención en esta última, cuya festividad se celebra precisamente en la fecha.

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20.09.10

Marozia y el papado en manos de una familia

CUANDO UNA MUJER Y SU FAMILIA DECIDÍAN LA ELECCIÓN DE LOS OBISPOS DE ROMA

RODOLFO VARGAS RUBIO

Con el nombre de Formoso (891-896) se abre el período más negro de la historia de la Iglesia; pero no por la actuación de este Papa -más bien en la línea enérgica de Nicolás I-, sino por la ignominia de que fue objeto post mortem -el concilio cadavérico- y que queda relatada en páginas anteriores. Adriano III había dispuesto que después de Carlos el Gordo -que no tenía descendencia- la corona de Carlomagno fuera dada a un príncipe italiano. Depuesto aquél en 887, se la disputaron Arnulfo de Carintia y Guido de Espoleto, ambos de estirpe carolingia. El papa Esteban V se vio obligado a coronar a este último y lo mismo hubo de hacer Formoso con su hijo Lamberto. Pero el Papa, temiendo su prepotencia y la de su madre Angeltrudis, decidió apoyar a Arnulfo y lo coronó en San Pedro en 896. Ya hemos visto las consecuencias que este acto tuvo para Formoso. Muertos Lamberto y Arnulfo, esta vez los contendientes fueron Ludovico de Provenza y Berengario de Friul. En medio de estas disputas, la que salió favorecida fue la nobleza romana, que se convirtió en árbitro de la situación, dando su apoyo a uno u otro partido según la conveniencia. Las elecciones papales reflejan la influencia del partido dominante en cada momento.

Por esta época destacaban en Roma un joven de la más rancia aristocracia llamado Teofilacto y su esposa Teodora, mujer célebre por su rara belleza. Probablemente nacido en la década de 870, Teofilacto pertenecía a la familia de los señores «de Via Lata», que tomaba el nombre de sus posesiones ubicadas en dicha calle, la más larga y espléndida de la Urbe. En la topografía de Roma, la vía Lata -llamada en la Antigüedad vía Flaminia en honor del cónsul Flaminio y actualmente conocida como vía del Corso- ha constituido siempre la zona más exclusiva y de mayor abolengo. Muestra de ello son aún hoy los palacios Bonaparte, Doria-Pamphilij, Chigi, Colonna, Ruspoli, que se alinean a lo largo de aquélla. La casa solariega de Teofilacto se ubicaba en el emplazamiento de la actual iglesia de Santa María in Via Lata, adyacente al palacio Doria-Pamphilij. La imagen de la Virgen que se venera en el altar mayor, de clara inspiración bizantina -de acuerdo con el gusto de la época-, pertenecía probablemente al oratorio familiar.

Los señores de Via Lata habían dado a la Iglesia al menos cuatro Pontífices: Adriano I (772-795), Valentín (827), san Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). El primero de ellos inauguró la práctica del nepotismo, llamando a sus parientes a ocupar los puestos de confianza en el gobierno papal. Ello explica la posición eminente, a caballo entre los siglos IX y X, de Teofilacto, que era descendiente de un tío de Adriano I llamado Teodato. Algún autor ha creído en el origen bizantino de la famosa pareja que nos ocupa debido a sus nombres griegos. En cuanto a Teofilacto, no puede negarse su filiación romana, y su nombre sólo es testimonio de la moda helénica difundida por esa época entre el patriciado, como signo de su reconocimiento del basileus de Constantinopla en tanto único emperador contra las pretensiones de los carolingios. Lo que sí parece cierto es la condición de Teodora como princesa bizantina. El matrimonio tenía un hijo y dos hijas: la celebérrima Marozia y Teodora la Joven, ambas cabezas de las dos familias que van a dominar el pontificado y disponer de él como de una hacienda particular.

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