Recordando el Vaticano II: Reflexiones sobre el Concilio
EL CONCILIO Y LA TENTACIÓN REVOLUCIONARIA
RODOLFO VARGAS RUBIO
No podemos evitar, en este punto, hacer una observación muy sugestiva. El concilio Vaticano II fue definido como “1789 para la Iglesia” por el cardenal belga Leo Jozef Suenens (1904-1996), arzobispo de Malinas-Bruselas. La comparación no era antojadiza, pues ya el cardenal jesuita Louis Billot (1846-1931) la había empleado —aunque con una connotación bien distinta— al advertir a Pío XI, cuando se habló en 1923 de la eventualidad de un concilio, que éste podría ser manipulado por “los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas, quienes ya se están preparando, como ciertas indicaciones muestran, a producir la revolución en la Iglesia, un nuevo 1789”. Esto es tanto como decir que el concilio era una revolución: la Revolución Francesa.
Si se considera atentamente el desarrollo de los acontecimientos, no pueden dejar de hacerse comparaciones entre la situación de la Iglesia y la de la Francia del tránsito entre el siglo XVIII y el XIX. Luis XV y Pío XII habían reinado, con mano enérgica, en períodos respectivos de aparente florecimiento, aunque era por dentro por donde la situación real se iba descomponiendo. El beato Juan XXIII puede compararse a Luis XVI, un buen hombre que, como él, amaba la paz y la concordia (educado como había sido en la escuela del Télémaque de Fénelon), pero no fue capaz de sospechar lo que podía desencadenar la convocatoria de los Estados Generales (que fueron preparados también concienzudamente, sólo que, en lugar de vota y consilia, en Versalles se recibieron los cahiers de doléances). Una suntuosa y deslumbrante procesión (como la de la Plaza de San Pedro en 1962) había dado inicio a la reunión de los tres órdenes en los que reposaba el Reino de San Luis, pero una vez instalados los diputados en sus escaños del Jeu de Paume, se desencadenaría la intriga que iba a cambiar el rostro del país: el Tercer Estado no quiso acatar las reglas de juego establecidas por una tradición secular y, con la complicidad de diputados de los otros tres estamentos, llevó a cabo la auténtica revolución, al establecerse a sí mismo como Asamblea Constituyente y jurar que no se disolvería antes de haber dado a Francia una constitución. Tal como sucedería en el aula conciliar cerca de dos siglos más tarde (según acabamos de ver).
El Concilio tuvo también sus partidos como en la Revolución: uno minoritario seguidor de la Tradición (el de la Curia, correspondiente al de la Corte); otro moderado y mayoritario (que era la extensa mayoría de obispos, correspondiente a los girondinos); otro minoritario pero agitador y propugnador del cambio a toda costa (el de la “Alianza Europea” con sus periti, a semejanza de los montañeses con los jacobinos como su sector intelectual). Si quisiéramos extremar las analogías, diríamos que el Concilio fue como la Revolución desde los Estados Generales hasta la abolición de la monarquía; el largo período postconciliar es equiparable al período que va hasta el 18 de brumario; en fin, la época de Bonaparte, en la que éste transformó la Revolución dándole un rostro respetable, sería el pontificado de Juan Pablo II… Más lejos fue el teólogo dominico Yves Congar, que escribió: “La Iglesia hizo pacíficamente su Revolución de Octubre” (Le Concile au jour le jour, deuxieme session, Éd. du Cerf, 1977). Pero no vamos a intentar aquí adivinar quién fue Lenin y quién Kerensky…