Hace cien años, el Papa de la paz
EL PAPA DE LA PAZ (I)
RODOLFO VARGAS RUBIO
El 3 de septiembre de 1914, hizo ayer cien años, en el cuarto día del cónclave reunido en la Capilla Sixtina después de la muerte de san Pío X, era elegido el cardenal-arzobispo de Bolonia, marqués Giacomo della Chiesa para suceder al pontífice que había ofrecido su vida a Dios para evitar que estallara el que él llamó “il Guerrone”. La conflagración –que iba a dar la razón al papa Sarto en lo colosal de sus dimensiones y crueldades, mereciendo el apelativo de Gran Guerra– había comenzado el 28 de julio precedente e iba a ser el terrible compás del pontificado que ahora comenzaba durante sus cuatro primeros años.
El cardenal della Chiesa emergía sorpresivamente papa tras diez escrutinios. Sus posibilidades no eran muchas cuando entraron en la Sixtina los cincuenta y siete electores (de un sacro colegio de sesenta y cinco): en efecto, era criatura del cardenal Rampolla del Tindaro, bête noire de los zelanti; su cardenalato era de recentísima data (lo había creado san Pío X prácticamente in extremis en su último consistorio, tenido el 25 de mayo de aquel año), y, lo más importante, no era el candidato del poderoso partido piano (liderado por el cardenal español Rafael Merry del Val, que había sido el secretario de Estado de san Pío X), el cual quería a toda costa un nuevo papa antimodernista. El cardenal Giacomo della Chiesa fue elegido como vía media entre el cardenal benedictino Domencio Serafini, asesor del Santo Oficio (antimodernista y candidato de los zelanti) y el cardenal Pietro Maffi, arzobispo de Pisa y muy cercano a la Casa de Saboya (liberal y candidato de los politicanti). Lo fue después de ser descartado otro hombre de su mismo talante: el cardenal Antonio Agliardi, obispo suburbicario de Albano, el cual tenía casi ochenta y dos años, lo que prometía un pontificado fugaz, lo que menos necesitaba la Iglesia (en efecto, Agliardi murió seis meses y medio más tarde).
Como el arzobispo de Bolonia había sido elegido con la diferencia de un voto, Merry del Val exigió que se revisaran las papeletas para ver que este voto decisivo no se lo hubiera dado aquél a sí mismo (a la sazón, la constitución apostólica Vacante Sede Apostolica promulgada en 1904 por san Pío X establecía una mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores para ser investido papa, pero para ser válida esta mayoría no podía estar en ella incluido el voto del elegido). El resultado de este examen fue la confirmación de la probidad y la validez de la elección del cardenal della Chiesa, quien reaccionó con una cita del salmo CXVII: “Lapis quem reprobaverunt aedificantes factus est in caput anguli” (La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular). El otrora poderoso secretario de Estado repuso con el versículo siguiente: “A Domino factum est istud et hoc mirabile in oculis nostris” (Esto es obra del Señor, de lo cual se maravillan nuestros ojos).
A la pregunta ritual que le dirigió el cardenal decano Serafino Vannutelli sobre el nombre que quería adoptar como Vicario de Cristo, respondió “Benedicto”. Lo hizo movido por el ejemplo del gran Benedicto XIV (Prospero Lambertini), que había sido su predecesor en la archidiócesis de Bolonia en el siglo XVIII (y había sido, como él, un excelente canonista y un hombre de gran cultura). Se sabe que, durante las congregaciones previas al cónclave, un miembro de la Curia se dirigió a él saludándolo como lo fue el papa Lambertini en su momento, en alusión a su nombre de pila, con las palabras del salmo XLIV: “Prospere procede et regna” (“Avanza próspero y reina”). A lo que el cardenal della Chiesa, conocedor del anecdotario papal, respondió: “Sí, pero mi nombre no es Prospero, sino Giacomo”.
Cuando fue cuestión de revestirse con sus nuevos indumentos blancos, a Benedicto XV, que era tan menudo que lo llamaban “il Piccoletto” (el pequeñito), hasta la sotana de talla más reducida (de las tres preparadas en la sacristía de la Sixtina) le venía grande, de modo que hubo que ajustársela mediante alfileres e imperdibles. Después de la primera adoratio de los cardenales, fue anunciada al mundo la elección de Benedicto XV por el cardenal protodiácono Francesco Salesio della Volpe. El nuevo papa dio su primera bendición urbi et orbi siguiendo el ejemplo de sus dos predecesores en el sacro solio, es decir, desde la logia o balcón interior de la basílica de San Pedro y no desde la de la fachada exterior como protesta por la ocupación de los Estados Pontificios por la Casa de Saboya, situación que duraba desde 1870 y que se conocía como la Cuestión Romana. Seguidamente, se instaló definitivamente en su apartamento del cónclave situado en el tercer piso del Palacio Apostólico, modestamente amueblado, renunciando a ocupar el de san Pío X, “el dormitorio más sano y mejor de toda Roma” (según el profesor Ettore Marchiafava, arquíatra pontificio), que fue convertido en capilla en homenaje a la memoria del Papa Sarto.
Entre las primeras providencias del flamante pontífice, la más importante fue el nombramiento de un nuevo secretario de Estado –pues Merry del Val no fue confirmado en este altísimo y decisivo cargo– en la persona del cardenal Domenico Ferrata, secretario de la Suprema Congregación del Santo Oficio desde hacía poco menos de siete meses, el cual también había sufrido cierta postergación por su cercanía al cardenal Rampolla. Si éste hubiera vivido todavía (se había ido de este mundo en diciembre de 1913) hubiera comprobado las vueltas que da la vida. Otra decisión de Benedicto XV fue la que su coronación se llevara a cabo en la Capilla Sixtina y no en San Pedro. No cojearpocos pensaron en que ello era un nuevo recordatorio de la Cuestión Romana, pero el propio papa se encargó de explicar que simplemente quería una ceremonia con el menor protocolo y fasto posible (lo que no hubiera sido posible en el marco imponente de la basílica vaticana), en consideración al luto provocado por la guerra. El 6 de septiembre, bajo los frescos de Miguel Ángel, recibió la triple tiara de manos del cardenal protodiácono della Volpe.
Giacomo Paolo Giovanni Battista della Chiesa había nacido prematuramente en el palacio solariego familiar en Pegli, cerca de Génova (entonces parte del reino sardo-piamontés), el 21 de noviembre de 1854. Otras fuentes indican como casa natal el palacio situado en la Salita Santa Caterina del centro de Génova. Era el tercero de los cuatro hijos nacidos vivos del marqués Giuseppe della Chiesa (del patriciado genovés), presidente y oficial de la marina del reino de Saboya, y de su esposa Giovanna Filippa Vittoria Maria de los marqueses Migliorati (cuya familia, perteneciente a la nobleza napolitana) ya había dado a la Iglesia un papa en la persona de Inocencio VII en pleno cisma de Occidente). Su estado de gran fragilidad al nacer decidió al médico que atendió el parto de su madre a bautizarlo de urgencia. Al día siguiente, el 22 de noviembre del mismo año, el padre Cardinali completó las ceremonias del sacramento en la iglesia (hoy basílica) de Santa Maria delle Vigne de Génova. A su nacimiento prematuro se atribuyó más tarde la pequeña estatura, la debilidad física y una ligera cojera que hicieron que su primera educación la recibiese en casa y no le permitieron practicar deporte. Una grave enfermedad sufrida a los tres años le dejó como secuela permanente, además, la miopía,
Sus otros hermanos fueron: Giulia, la primogénita (nacida en 1850), a la que el futuro Benedicto XV guardaría siempre un afecto muy especial; Giovanni Antonio (nacido en 1853), que sería almirante de la flota del reino de Italia, y Giulio (nacido en 1864), el cual acompañaría a su hermano Giacomo a Bolonia durante su pontificado en la sede de san Petronio. El ambiente familiar era cálido y animado por la madre, a la que Giacomo siempre estuvo especialmente apegado. Parece ser que el padre, de espartanas costumbres y de estricta observancia religiosa, se mostraba más bien serio y distante. Aunque socialmente bien considerados los della Chiesa vivían modestamente. Ya papa, Benedicto XV declararía con inmensa gratitud que si no hubiera sido por los desvelos y sacrificios de sus padres no habría podido ni estudiar.
La niñez y la adolescencia de Giacomo della Chiesa transcurrieron bajo el pontificado del beato Pío IX y el reinado de Víctor Manuel II de Saboya. Las relaciones entre ambos eran muy tensas desde el viraje anticlerical del gobierno sardo presidido por el conde Camillo Benso de Cavour, viraje que culminó con la ley votada el 29 de mayo por el Parlamento de Turín, por la cual se suprimieron las órdenes religiosas, apoderándose el Estado de todos sus bienes. Por otra parte, Cavour decidió anexionar el Estado de la Iglesia a su proyectado reino de Italia, lo cual se fue verificando desde 1860. En marzo de este año los ejércitos saboyanos invadieron la Legación de la Romaña (Ferrara, Bologna, Imola, Faenza, Forlì, Cesena, Rímini y Rávena), la cual quedó incorporada mediante un supuesto plebiscito al reino de Cerdeña ante el rechazo de Pío IX a ceder voluntariamente dicho territorio. En diciembre fue el turno de las Marcas (Ancona, Pesaro, Urbino y Camerino), de modo que el poder temporal del Papado quedó reducido al Lazio. En 1861, quedaba constituido el reino de Italia con capital en Florencia (el gran ducado de Toscana había sido igualmente anexionado al reino de Cerdeña en marzo de 1860).
Pero el Risorgimento ambicionaba apoderarse de Roma y hacer de ella su centro político y administrativo, con toda la carga simbólica e histórica que ello significaba. Sólo la protección de Francia sobre el menguado Estado de la Iglesia lo impedía, pero una década más tarde el estallido de la guerra franco-prusiana obligó a Napoléon III a retirar sus guarniciones, quedando la Roma papal a merced de sus enemigos. Como se sabe, el expolio del último reducto del poder temporal del Papa se consumó con entrada de los garibaldinos por la brecha de la Puerta Pía el 20 de septiembre de 1870. Pío IX se retiró de su palacio del Quirinal al Vaticano, declarándose “prisionero” y excomulgando al rey Víctor Manuel II. Quedaba abierta la cuestión romana. El nuevo gobierno (plagado de liberales y anticlericales), en un intento de apaciguar a la Iglesia (aún poderosa en un país en su inmensa mayoría católico), sancionó la llamada “Ley de Garantías” (1871). El Papa respondió con el non expedit, prohibiendo a los católicos participar en cualquier manera en la política italiana.
En el aspecto religioso, Giacomo della Chiesa vivió en plena efervescencia del enfrentamiento de la Iglesia con el liberalismo, triunfante en las revoluciones de 1789, 1830 y 1848. Los pontificados de Gregorio XVI y el beato Pío IX se vieron marcados por esta lucha. Las encíclicas Mirari vos (1832) del primero y Quanta cura (1864) del segundo (que publicó junto a ella el célebre Syllabus) condenando los errores modernos son los documentos más significativos de esta época. Al mismo tiempo, surgía el catolicismo social como respuesta desde la óptica de la fe a los grandes problemas planteados por el desarrollo del capitalismo y la revolución industrial. Sus dos primeros representantes fueron: en Francia el laico Frédéric Ozanam, fundador en 1833 de las Conferencias de San Vicente de Paúl (con la ayuda del dominico Henri de Lacordaire); en Alemania, el sacerdote alemán Wilhelm Emmanuel Freiherr von Ketteler, que, durante el primer Katholikentag celebrado en Maguncia (de donde sería obispo) en 1848, improvisó un discurso memorable sobre las cuestiones sociales. Nuevas personalidades dieron más tarde impulso al movimiento, tales como: Albert de Mun, René de la Tour du Pin y Maurice Maignent. Del catolicismo social nacería la Democracia Cristiana.
También en la segunda mitad del siglo XIX experimentó un gran incremento la actividad misionera de la Iglesia, como fruto de la reorganización de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide por el papa Gregorio XVI (que había sido su prefecto). Desde la reforma de Pío VII la Santa Sede había ido asumiendo la dirección de la actividad misionera en todo el mundo, que iba dando sus frutos en la India, Corea, la China y el Japón, así como en Oceanía. En el campo de la unidad de los cristianos se verificó un cierto avance cuando el beato Pío IX invitó a los jerarcas de las iglesias disidentes a asistir como observadores al Concilio Vaticano I (XX de los ecuménicos). Desgraciadamente esta mano tendida fue rechazada. El mismo concilio fue un acontecimiento extraordinario, que quedaría hondamente grabado en la memoria del joven Giacomo della Chiesa, que tenía quince años cuando comenzó. Paradójicamente, al mismo tiempo en el que el poder temporal del romano Pontífice era contestado y atacado, su autoridad espiritual alcanzaba altísimas cotas con la definición dogmática de la infalibilidad y la jurisdicción universal pontificias por la constitución conciliar Pastor Æternus en 1870, justo antes de que la toma de Roma por los garibaldinos obligara al Papa Mastai a suspender el concilio sine die. Ya en 1854, la definición dogmática de la Inmaculada Concepción había puesto en evidencia la convicción mayoritaria del mundo católico sobre el poder de las llaves. Ésta es la época durante la cual el futuro Benedicto XV inició el itinerario que le llevaría al sacro solio.
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Espantados por los horrores de una guerra que trastorna pueblos y naciones, nos acogemos, oh Jesús, como a refugio supremo a vuestro amantísimo Corazón: de Vos, oh Dios de las misericordias, imploramos el fin del durísimo azote; de Vos, Rey pacífico, esperamos con ansia la suspirada paz.
De vuestro Corazón divino irradiasteis sobre el mundo la caridad para que, disipada toda discordia, reinase entre los hombres solamente el amor; mientras andabais entre los mortales tuvisteis latidos de tiernísima compasión para con las humanas desventuras. ¡Ah! conmuévase, pues, vuestro Corazón también en esta hora llena para nosotros de tan funestos odios y tan horribles estragos.
Tened piedad de tantas madres angustiadas por la suerte de sus hijos, piedad de tantas familias privadas de su jefe, piedad de la desgraciada Europa, a la que sobrevienen tantas ruinas.
Inspirad a los gobernantes y a los pueblos sentimientos de compasión, cesen las discordias que desgarran las naciones, haced que los hombres vuelvan a darse el ósculo de paz, Vos que les hicisteis hermanos con el precio de vuestra sangre. Y así como un día al grito suplicante del Apóstol Pedro: "Sálvanos, Señor, que perecemos" respondisteis piadoso calmando la tempestad del mar, así ahora responded propicio a nuestras confiadas oraciones devolviendo al mundo tan perturbado la tranquilidad y la paz.
Vos también, oh Virgen Santísima, como en otros tiempos de terrible prueba, protegednos, salvadnos.
Así sea.
Aunque Pío XI vivió como prisionero voluntario del Vaticano los 7 primeros años de los 17 que duró su pontificado, el día de su elección dio su primera bendición "urbi et orbi" desde el balcón central exterior de la basílica de san Pedro, el mismo desde el que la han dado todos sus sucesores.
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