Los cardenales Bea y Ottaviani en el Vaticano II
¿FUERON REALMENTE TAN DIFERENTES AQUELLOS A QUIENES SE PRESENTÓ COMO OPUESTOS? LA RESPUESTA DE MARTÍN DESCALZO
Dos de los padres conciliares del Vaticano II que han dejado mayor huella en la historia contemporanea de la Iglesia han sido, en opinión de muchos, los cardenales Agostino Bea S.J. y el cardenal Alfredo Ottaviani. Sobre la diferencia de estilos y posturas entre ambos cardenales en algunos temas de los que trató el Concilio se ha escrito mucho y comentado, sobre todo el episodio referente al esquema llamado De las fuentes de la Revelación, que el secretario del Santo Oficio defendía con brío. El ala más avanzada de los padres conciliares logró que una mayoría de los prelados lo rechazaran, pero no se alcanzaron los dos tercios necesarios de votos para eliminar un esquema presentado con la autoridad del Papa. Según alguno, Bea habría dicho que semejante propuesta “cerraría la puerta a la Europa intelectual y las manos extendidas de amistad en el Viejo y en el Nuevo Mundo". El cardenal Bea acudió a Juan XXIII y éste decidió retirarlo, nombrando una comisión bicúspide presidida por Ottaviani y Bea, para que se pusieran de acuerdo las dos corrientes enfrentadas en el Concilio sobre un nuevo esquema, que fue la base de la constitución Dei Verbum.
Como recuerda Rodolfo Vargas Rubio en un artículo suyo sobre el cardenal Ottaviani, la libertad religiosa también fue un capítulo polémico. El cardenal del Santo Oficio, que era un excelente canonista, era partidario de la doctrina tradicional de la tolerancia, porque, de otro modo, admitido un derecho irrestricto a la libertad religiosa se lesionaba el Derecho público de la Iglesia. La Declaración conciliar que el cardenal Bea quería sacar adelante sobre el tema, cambiando el concepto tradicional de “tolerancia religiosa” por el nuevo de “libertad religiosa", que al final se impuso en las votaciones, le parecía a Ottaviani que anulaba los concordatos que la Santa Sede tenía con países como Italia y España, en los cuales la Iglesia gozaba de una posición privilegiada, y así lo manifestó dramáticamente en el aula conciliar, provocando una fuerte discusión, que atajó el cardenal Ruffini que aquel día presidía la sesión.
Bea y Ottaviani, distintos por formación, trayectoria y personalidad eran sin duda estos dos purpurados. El primero, tres años después de su ordenación sacerdotal en 1918, ya era superior provincial de los jesuitas de Alemania; enviado a Roma en 1924, fue catedrático en la Pontificia Universidad Gregoriana, especialista en exégesis bíblica y arqueología bíblica; sirvió al papa Pío XII como su confesor durante trece años y se le acreditó un influjo crucial en la redacción de la encíclica Divino Afflante Spiritu. El segundo, empleado en la Curia romana desde prácticamente su ordenación sacerdotal, en 1919 fue llamado a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide en calidad de minutante bajo la guía del cardenal holandés Willem van Rossum, que quería desgajar la acción evangelizadora de los misioneros del colonialismo europeo aí adquiriría ese sentido misional y de universalidad que plasmaría años más tarde Pío XII en su gran encíclica Fidei donum; dos años más tarde, fue señalado por monseñor Borgongini-Duca a la atención del papa Benedicto XV, que lo transfirió a la primera sección de la Secretaría de Estado, y en 1922 entraba a formar parte de la corte pontificia como chambelán privado de Su Santidad, para llegar en 1935 al Santo Oficio, en el que permaneció la mayor parte de su vida.
Dos prelados que aparecen en la historia del Concilio como contrapuestos por su mentalidad y visión de la renovación de la Iglesia, pero ¿Eran en realidad tan diferentes? Esta pregunta se hizo el sacerdote periodista españos José Luis Martín Descalzo, testigo excepcional del gran evento conciliar, y que precisamente en su libro “Un periodista en el Concilio” (editorial PPC), en el volumen 4, aborda el tema de los dos cardenales. Interesantísimas sus palabras que reproducimos aquí:
“La figura de Bea evoca en mi el recuerdo de un parroco de pueblo: su andar encorvado, pero nunca hundido, como si el alma fuera recta dentro de un cuerpo al que solo los años empujasen hacia la tierra. La de Ottaviani me hace pensar en un viejo dean de cuatquiera de nuestras catedrales españolas: un cuerpo recto, macizo, tosco, en el que Ia ancianidad no parece haber hecho mella alguna.
El rostro de Bea es el de un intelectual: una gran frente que corona una cara triangular y se cierra por una mejilla suave, aunque fuerte. El rostro de Ottaviani es el rostro de un jefe, cuadrado como el de Mussolini, poderoso, compacto, prolongado con la enorme papada que sumerge cast el cuello.
Y los ojos. Los de Bea, azules y casi infantiles, penetrantes e iluminados siempre por una especie de chispita ircinica. Y los de Ottaviani, desconcertantes como los de una esfinge. “Uno, cerrado a medias, como consecuencia de una enfermedad —le ha descrito Robert Kayser—, nos adormecía con su aparente impresion de miopia, y al mismo tiempo nos sobresaltaba con la subita impresión de un ojo cansado contemplándonos por una rendija. El otro, plenamente abierto, nos desafiaba impertérrito, en silencioso reproche".
Y sus voces. La cascada, viejísima, de Bea, monótona, gris, profesoral; pero con un fuego secreto que iluminase sus palabras como con súbitas llamaradas. Y la enérgica voz de Ottaviani, profesoral también, pero de un profesor que hablara a mazazos, dictando dogmas y rlámpagos, enérgica aún y poderosa.
Pero pienso que no es justo creer que estos hombres son absolutamente opuestos. En algunas cosas coinciden. En cuatro cuando menos:
1) De ninguno de los dos puede decirse que sea un curial, lo que típicamente entendemos por “curial". En Bea es la mesura lo que destaca, una calma suave en el tono y en la forma, una limpia ingenuidad que evoca mucho más al abuelito que al diplomático de oficio. Y bien poco huele también Ottaviani a diplomacia: hay en él una franqueza, una rudeza, que recuerda la panadería en que nació y se formó.
2) Los dos son igualmente tenaces. Ottaviani lo lleva hasta en su escudo que grita ’semper idem’ (siempre lo mismo), para recordar que nunca se dará por vencido en nada, que, incluso si pierde una batalla, jamás pensará que ha perdido una guerra. El lema de Bea es aparentemente menos comprometido con su tenacidad, pero no lo es si se mira despacio: ‘In nomine Domini Iesu’ proclama con un curioso y profundo parecido al lema de Pablo VI (’in nomine Donini’). Mas este mismo lema nos grita que la tenacidad de Bea no es una constancia de hombre que resiste y permanece en su sitio, sino la constancia del que camina, la tenacidad del profeta, no un profeta a lo Jeremías o Isaías, pero sí un profeta a lo Simeón, dispuesto a esperar el fin de los siglos para ver nacer sus esperanzas.
3) Una tercera coincidencia: Los dos aman apasionadamente a la Iglesia de Dios. Uno y otro han sido perseguidos, calumniados, insultados, enfangados por cumplir su tarea. Mas ninguno de los dos ha caido en la tentacion de abandonar, de plantar todo e irse. Y en ninguno es esto testarudez, sino sentido de que su obra es, en ambos casos, mas alta e importante que sus propias personas.
4) Y hay una cuarta semejanza, Ia mas caracteristica: Ninguno coincide en realidad con su fábula., porque los dos se han convertido en dos símbolos de muchas cosas que en realidad nada tienen que ver con sus personas. ¿Oue tiene que ver Bea con el peligrosísimo reformador, con el hombre de punta disparatadamente abierto a las novedades? ¡Si hace pocos años Bea era en el Instituto Bíblico el simbolo de la conservación, del ayer! ¡Si ya los jóvenes empezaban a imaginarsele un hombre ‘pasado’! Los alemanes le han definido con muy certera eficacia: el ‘conservador-reformador’. Por ahí, por ahí van las aguas.
¿Y que tiene que ver Ottaviani con el inquisidor terrible e intolerante? Todos cuantos han hablado con é1 de problemas difíciles coinciden en lo mismo: Ottaviani es un padre. Me lo decia hace muy pocos días un sacerdote que tiene aún una de sus tareas en el Santo Oficio, bajo graves sospechas: ‘Ottaviani me habló no como el secretario del Santo Oficio, sino como un hermano sacerdote’. Si, el cardenal Ottaviani tiene mucho más duras sus ideas que su corazón. Y habria que empezar a definirle ‘el inquisidor paternal’ si queremos entender su figura.
Dos figuras apasionantes, si ¡Qué no daría uno por poder estar ahora dentro de sus almas! En ellas se han jugado las más apasionantes tensiones de este Vaticano II. Y sus dos nombres figuraran ya para siempre unidos a la historia de este Vaticano II.”
15 comentarios
"Bea culpa, Bea et Maximos culpa"
Fuera de bromas, muy interesante el artículo. Muchísimas gracias!
Y desgraciadamente para los que los despreciaron tenían razón.
Maravillosa nota. Cómo es de útil recordar a dos hombres de Dios, que desde orillas distintas, tenían muy claro el bien de la Iglesia a la que pertenecían.
Ojalá que la Iglesia actual en lugar de estar en discusiones circunstanciales (que si los divorciados comulgan o no, que si las mujeres y los gays son sacerdotes, que la curia se reforme, que los curas son esto y los cardenales aquello) tenga claro en buscar la mayor Gloria de Dios y su propósito evangélico FUNDAMENTAL; y, así, no se queden los grandes temas de la Iglesia en que si el Papa Francisco es un progre o un conservador.
Razón tenía Ortega y Gasset cuando decía que ser de izquierda o de derecha era una de las infinitas formas que tenía el hombre para elegir ser un imbécil. Esta idea tienen total aplicación a la Iglesia Católica, hoy en día.
Dejo una carta del Cardenal Ottaviani que guardo desde hace muchos años y que me gustaría hacerles llegar. La dividiré en dos partes para que no quede cortada.
1)parte.
El Cardenal Ottaviani sobre el Concilio
Carta sobre algunas opiniones erróneas en la interpretación de los decretos del Concilio Vaticano II
[Epistula ad Venerabiles Praesules Conferentiarum Episcopalium et ad Superiores Religionum: De nonnullis sententiis et erroribus ex falsa interpretatione decretorum Concilii Vaticani II insurgentibus]
Habiendo promulgado el Concilio Ecuménico Vaticano II, felizmente concluido en fecha reciente, sapientísimos documentos, tanto sobre cuestiones doctrinales, como sobre cuestiones disciplinares, para promover eficazmente la vida de la Iglesia, incumbe a todo el Pueblo de Dios la grave obligación de luchar con todo empeño para que se realice todo lo que, con la inspiración del Espíritu Santo, fue solemnemente propuesto o decretado en aquel amplísimo sínodo de Obispos, presidido por el Romano Pontífice.
A la Jerarquía compete el derecho y el deber de vigilar, dirigir y promover el movimiento de renovación que el Concilio ha comenzado, de modo que los Documentos y Decretos del referido Concilio reciban una recta interpretación y se lleven a efecto con exactitud según la fuerza y el sentido de los mismos. Por tanto, esta doctrina ha de ser defendida por los Obispos, ya que, como tales, gozan de la potestad de enseñar estando unidos con la cabeza de Pedro. Es encomiable que muchos Pastores del Concilio ya hayan tornado sobre si la obligación de explicarla convenientemente. Sentimos, sin embargo, el que desde diversas partes nos hayan llegado desagradables noticias de como no solo van pululando los abusos en la interpretación de la doctrina del Concilio, sino también de como aquí y allí van surgiendo opiniones peregrinas y audaces, que perturban no poco las almas de muchos fieles. Hemos de encomiar los trabajos o intentos de penetrar más profundamente la verdad, distinguiendo rectamente entre lo que ha de ser creído y lo que es opinable; pero, por los documentos examinados en esta Sagrada Congregación, consta que existen no pocas sentencias que, pasando por alto con facilidad los limites de la simple opinión, parecen afectar un tanto al mismo dogma y a los fundamentos de la fe.
Conviene que expresemos, a modo de ejemplo, algunas de estas sentencias y errores, tal como son conocidas a través de las relaciones de los doctores y de las publicaciones escritas.
1) En primer lugar, nos referimos a la misma Sagrada Revelación: hay quienes recurren a la Sagrada Escritura, dejando a un lado intencionadamente la Tradición, pero coartan el ámbitoo y la fuerza de la inspiración y de la inerrancia, a la vez que piensan equivocadamente acerca del valor de los textos históricos.
2) En lo que se refiere a la doctrina de la Fe, se dice que las formulas dogmáticas han de estar sometidas a la evolución histórica, de tal manera que el sentido objetivo de las mismas queda expuesto a cambios.
3) Se olvida o se subestima el Magisterio ordinario de la Iglesia, principalmente del Romano Pontífice, de tal manera que se relega al plano de las cosas opinables.
4) Algunos casi no reconocen la verdad objetiva absoluta, firme e inmutable, y todo lo exponen a un cierto relativismo, aduciendo el falaz argumento de que cualquier verdad ha de seguir necesariamente el ritmo de evolución de la conciencia y de la historia.
5) Es atacada la misma adorable Persona de Nuestro Señor Jesucristo, cuando, al reflexionar sobre la cristología, se utilizan tales conceptos de naturaleza y de persona, que apenas pueden conciliarse con las definiciones dogmáticas. Se insistía un cierto humanismo por el que Cristo es reducido a la condición de simple hombre, que fue adquiriendo poco a poco conciencia de su filiación divina. Su concepción virginal, sus milagros y su misma Resurrección se conceden de palabra, pero a menudo se reducen a un mero orden natural.
6) Igualmente, al tratar de la teología de los Sacramentos, algunos elementos son ignorados o no se les presta la suficiente atención; sobre todo, en lo que se refiere a la Santísima Eucaristía. No faltan quienes discuten acerca de la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, defendiendo un exacerbado simbolismo, como si el pan y el vino no se convirtiesen en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo por la transubstanciación, sino que simplemente fuesen empleados como cierta significación. Hay quien insiste más en el concepto de agape con respecto a la Misa, que en el de Sacrificio.
7) Algunos desean explicar el Sacramento de la Penitencia como un medio de reconciliación con la Iglesia, sin explicar suficientemente la reconciliación con Dios ofendido. Pretenden que, al celebrar este Sacramento, no sea necesaria la personal confesión de los pecados, sino que solo se preocupan de expresar la función social de reconciliación con la Iglesia.
8) No faltan quienes menosprecian la doctrina del Concilio de Trento acerca del pecado original o quienes la interpretan oscureciendo la culpa original de Adán, o, al menos, la transmisión del pecado.
9) No son menores los errores que se hacen circular en el ámbito de la teología moral. En efecto, no pocos se atreven a rechazar la razón objetiva de la moralidad; otros no aceptan la ley natural y defienden, en cambio, la legitimidad de la llamada moral de situación. Se propagan opiniones perniciosas acerca de la moralidad y de la responsabilidad en materia sexual y matrimonial.
10) A todos estos temas hemos de añadir una nota sobre el Ecumenismo. La Sede Apostólica, ciertamente, alaba a todos los que en el espíritu del Decreto Conciliar sobre el ecumenismo promueven iniciativas para fomentar la caridad con los hermanos separados y atraerlos a la unidad de la Iglesia; pero lamenta que no faltan quienes, interpretando a su modo el Decreto Conciliar, exigen una acción ecuménica que va contra la verdad, así como contra la unidad de la Fe y de la Iglesia, fomentando un peligroso irenismo e indiferentismo, que es totalmente ajeno a la mente del Concilio.Esparcidos por aquí y por allá esta clase de errores y peligros, los presentamos recogidos sumariamente en esta carta a los Ordinarios de lugar, para que cada uno, según su cargo y oficio, cuide de frenarlos y prevenirlos.
Este Sagrado Dicasterio ruega encarecidamente que los Ordinarios del lugar traten de ellos en las reuniones de sus Conferencias Episcopales y envíen relaciones a la Santa Sede, aconsejando lo que crean oportuno, antes de la fiesta da la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo del año en curso.
Esta Carta, que una obvia razón de prudencia nos impide hacer del dominio público, ha de ser guardada bajo estricto secreto por los Ordinarios y por todos aquellos a los que con justa causa la enseñen.
Roma, 24 de julio de 1966.A. Card. Ottaviani
No parece muy original lo que diré, pero creo que tanto el cardenal como el fundador del Opus Dei describieron exactamente el antes y el hoy de la Iglesia.
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