Pedro Damián, cardenal benedictino y precursor de la reforma gregoriana
Vigoroso denunciador de los males de su época y gran contemplativo
Juan de Lodi, que fue su fiel compañero durante sus últimos años, escribió la vida del que considera el ermitaño más famoso e influyente de su siglo. Nació -refiere- en Ravena, en el seno de una familia acomodada, en 1007. Perdió a sus padres cuando tenía unos dos años; educado duramente por uno de sus hermanos mayores, su infancia fue miserable e infeliz, pero Pedro superó el trauma dedicándose intensamente al estudio. Primero en Ravena, mas tarde en Faenza y en Parma, fue un estudiante ejemplar. Empieza a enseñar con gran éxito: tiene muchos discípulos y gana mucho dinero. Y con la preparación que consiguió, en esas mismas ciudades italianas del Norte, tuvo facultades para criticar el comportamiento de los clérigos seculares así como de los monjes. Tanto el trafico de dinero como el despliegue de riquezas de la jerarquía y de los monasterios le resultaban ofensivos, y le impulsaron a buscar una alternativa a la vida monástica de su tiempo. Tenía veintitantos años cuando atravesó una crisis que le condujo finalmente a la soledad. En efecto, conoció casualmente a dos ermitaños de Fonte Avellana, que le escucharon con mucha caridad y le hablaron del abad Romualdo. Lleno de agradecimiento, el joven quiso regalarles un vaso de plata. Ellos se negaron cortes y rotundamente a aceptarlo. Pedro reflexionó: aquellos hombres eran “verdaderamente libres, verdaderamente felices", cuenta Juan de Lodi.
Pedro Damián quiso ser libre y feliz, como ellos. Decidido a abrazar la vida monástica, no llamó, como Romualdo, a las puertas de una abadía rica y tradicional, sino que se dirigió directamente al eremitorio de Fonte Avellana. Hacia 1035, cuando ingresó, Fonte Avellana era un eremitorio modesto, de orígenes oscuros, como suelen serlo los de las colonias de ermitaños. Los autores suponen que se fundó en el último decenio del siglo x y suelen atribuir su fundación a san Romualdo o a Landolfo, su discípulo. El primer documento que le concierne es el privilegio de exención de la autoridad episcopal y de protección apostólica concedido por Silvestre II (999-1003). Al llegar Pedro Damian se componía de un pequeño oratorio en torno al cual se levantaban, sin orden ni concierto, unas pocas celdas, en medio de un bosque salvaje.
Era una comunidad pobre y prácticamente desconocida, por lo que el nuevo ermitaño debió descollar enseguida, aunque solo fuera por su formación literaria y sus conocimientos. Ordenado sacerdote, salía a predicar y enseñar en diversos monasterios. En 1043, fue elegido prior y hacia 1045-1050, compuso una regla para los ermitaños de Fonte Avellana y diversos tratados, casi todos relacionados directamente con la vida monástica.
En adelante seguirá dedicándose con asiduidad a esta actividad literaria, además de fundar otros eremitorios. Pero no por ello dejó de interesarse por el bien de la Iglesia de su tiempo: Preocupado por la pésima situación espiritual de algunos sectores eclesiásticos, e impulsado por el emperador Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador. Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, ua especie de Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal.
Viaja a Roma con frecuencia, donde ayuda y aconseja a los papas y a su amigo Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Esteban IX (1057-1058) le nombra cardenal y obispo de Ostia. Comprometido con la reforma de la Iglesia, no puede permitirse el lujo de residir habitualmente en su eremitorio, donde tiene su corazón, pero si se refugia en él en cuanto puede. Ha tenido que dejar el gobierno de Fonte Avellana, pero, esté donde esté, sigue vigilando atentamente como cumplen los ermitaños las normas que les ha dado. El pontificado de Alejandro II (1061-1072) dio de nuevo ocasión a Damián para prestar extraordinarios servicios a la Iglesia y ejercitar su celo apostólico. Al ser nombrado el antipapa, Pedro Damián compuso una de sus más célebres obras, dirigida a la asamblea de Augsburgo de 1062, que contribuyó eficazmente a la solución del cisma. En 1063 desempeñó otra legación, acompañado de Hugón de Cluny, en favor de la abadía de Bourgogne y de otras cluniacenses frente a Drogón, obispo de Macón.
Por fin, en 1066, se le permite renunciar al obispado de Ostia y regresar a su añorado eremitorio, pero esto no significa que le dejen en paz, pues todavía tuvo que abandonar su amada soledad en servicio de la Iglesia. En 1066 acudió a Montecasino, donde pasó veinte días, dando los mejores ejemplos a todos sus moradores. El mismo año fue a Florencia, enviado por Alejandro II, para terminar un conflicto con los monjes de Valleumbrosa. Algo más tarde se vio de nuevo forzado a emprender, en nombre del Papa, un viaje a Alemania para tratar con Enrique IV el asunto de su divorcio, y en un concilio hizo triunfar los derechos de la moral cristiana. Finalmente, poco antes de su muerte, a principios de 1072, desempeñó una última legación en la que logró reconciliar a los habitantes de Ravena con el Romano Pontífice.Aquel mismo año la muerte le sorprendió en Faenza.
Aunque, bien mirado, no murió del todo, pues quedaron sus escritos. Se ha dicho de él que fue uno de los espíritus más vigorosos de su tiempo. Poseía una cultura muy vasta. Poeta, escritor valiente y prolífico, docto en derecho y teología, polemista audaz y temible, tiene una marcada tendencia a exaltar los valores morales sobre los intelectuales. Poseedor de una exquisita formación literaria, conocedor a fondo de los clásicos paganos y de la cultura profana, ha sido considerado a menudo como enemigo de la cultura a causa de sus tremendas diatribas contra las lecturas paganas, enemigas de la sancta simplicidad, ruda e ignara, que defiende a capa y espada. Pero no es un anti intelectual ni un enemigo de la gramática, sino un hombre apasionado, de lenguaje excesivo y a veces poco hábil en la expresión de su pensamiento, que tampoco discurría siempre con holgura. Sus escritos tienen dos cualidades que con frecuencia no suelen andar juntas: son sólidos y amenos. Lo que dice nunca resulta trivial, soso, sin interés. Su estilo es vivaz y directo; algunas de sus páginas, apasionadas, vehementes. Acertó, sin duda, Bertoldo de Constanza al definirle como un “segundo Jerónimo” “alter Hieronymus in nostro tempore". Su prosa es de lo más elegante; su vocabulario, de una riqueza poco común; sus sermones, por lo general, breves y elocuentes; hay uno, titulado “El vicio de la lengua”, que ha sido calificado de pequeña maravilla. Algunos autores le celebran como teólogo y en realidad fue el que escribió la cristología mas completa de su tiempo. En 1828 fue declarado Doctor de la iglesia.
En sus escritos sobre el monacato, hay que distinguir dos tendencias principales, la crítica y la doctrinal, que a menudo se mezclan. Por un lado combate sin piedad lo que el juzga como desviaciones lamentables y por otro edifica piedra a piedra una teoría monástica preciosa. Fue un crítico severo del monacato de su tiempo, fustigó vigorosamente sus vicios, sus deficiencias, no solo los de los monjes tradicionales, sino también los de los ermitaños, sus hermanos de ideal. Buena prueba de ello es la carta a los anacoretas de Camugno, a quienes reprende por sus excesos de la lengua y de la boca, y sobre todo por su falta de pobreza. A voz en grito y sin desfallecer protesta contra todo lo torcido, lo falso, es un implacable flagelador de los abades, incluso de los más famosos. Estan -dice- continuamente enredados en procesos y disputas; solo les interesan los negocios mundanos; su preocupación consiste en añadir posesiones a posesiones, enriquecer sus iglesias con ornamentos deslumbrantes y suntuosos, añadir nuevos pisos a los edificios existentes y flanquearlos con torres lo más altas que pueden, y, aprovechándose de su dignidad, dispensarse de la observancia. “Ricardo de Saint-Vanne -dice en una de sus cartas-, aunque lo veneren como beato los monjes de Verdun, por haberse dejado llevar de la pasion malsana de construir a lo largo de toda su vida, va a pasar su eternidad levantando un andamio tras otro”.
Que se desengañen abades y monjes, la vida monástica no requiere iglesias monumentales, ni coros discipli¬nados, ni cantos prolongados, ni repique de campanas, ni ornamentos preciosos. Todo esto son superfluidades que desfiguran y complican el verdadero monacato. Cada monje debería medir sus propias fuerzas con gran franqueza y honestidad, con el fin de no agotar innecesariamente toda la laxitud permitida por la Regla. Como mínimo, todos los monjes, sin excepción, deberían rechazar las vestiduras cómodas, costosas y vistosas que les gustaba lucir. Lo que más le repugnaba era el trafico de dinero y el despliegue de riqueza.
Pero también fue un gran teórico de la vida eremítica: Una vez el hermano León le hizo una consulta: ¿Está bien que los eremitas sacerdotes, en su misa solitaria, saluden a una asamblea inexistente con la frase “el Señor esté con vosotros"? Tal es el origen de uno de sus tratados más hermosos: el Libro que se llama “Dominus vobiscum” al ermitaño León. Es una vibrante apología de la vida eremítica y, más aún, una breve pero substanciosa teología de la misma. El ermitaño sacerdote puede decir tranquilamente: “El Señor este con vosotros". Cierto, ninguna persona asiste a su misa, pero esta allí, invisiblemente, la Iglesia entera. El ermitaño -viene a decir-, aunque este físicamente solo, se apropia todas las palabras de la Iglesia, porque cada uno de los cristianos es la Iglesia. Y aunque viva en el desierto mas apartado, está siempre en la Iglesia, está muy presente a la Iglesia, gracias al sacramento de la unidad: “La Iglesia de Cristo está tan unida por el vinculo de la caridad que es una en muchos y esta misteriosamente entera en cada uno” “. El ermitaño vive solo, reza solo, celebra solo; pero su vida y su oración tienen un valor eclesial. No se limita a interceder por toda la Iglesia: su oración es una realidad vital, expresión del misterio mismo de la comunión eclesial.
En el canto XXI del Paraíso, Dante coloca a san Pedro Damián en el cielo de Saturno, destinado en su Comedia a los espíritus contemplativos. El poeta pone en los labios del Santo una breve y eficaz narración autobiográfica: la predilección por los alimentos frugales y la vida contemplativa, y el abandono de la tranquila vida de convento por el cargo episcopal y cardenalicio. Por su finura teológica y su influjo en el pensamiento de su época mereció de León XII, el 27 de septiembre de 1828, el título de Doctor de la Iglesia.
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Del Catecismo:
"La vida eremítica
920 Sin profesar siempre públicamente los tres consejos evangélicos, los ermitaños, "con un apartamiento más estricto del mundo, el silencio de la soledad, la oración asidua y la penitencia, dedican su vida a la alabanza de Dios y salvación del mundo" (CIC, can. 603 1).
921 Los eremitas presentan a los demás ese aspecto interior del misterio de la Iglesia que es la intimidad personal con Cristo. Oculta a los ojos de los hombres, la vida del eremita es predicación silenciosa de Aquel a quien ha entregado su vida, porque Él es todo para él. En este caso se trata de un llamamiento particular a encontrar en el desierto, en el combate espiritual, la gloria del Crucificado".
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