Bruno, el gran buscador del silencio
Hombre de carácter siempre igual
La figura de San Bruno, que vivió en Francia y murió en Italia, aparece en la segunda mitad del siglo XI alta, blanca y silenciosa como la nieve de las montañas. Su hábito blanco es anterior al de los cistercienses; su silencio -al menos en la Historia- es mucho mayor, pues no hay duda que la Orden cartujana es la Orden que menos ruido ha metido en el mundo, y con ser tan santa, ni siquiera con la santidad de sus hijos ha buscado el campaneo sonoro, ni el panegirico solemne, ni el devoto rumor multitudinario.
Nacido Bruno de noble estirpe en Colonia por los años de 1030, habría realizado sus primeros estudios en el colegio de la ciudad, o colegiata de San Cuniberto, siendo después enviado en su juventud a la renombrada escuela de Reims, en donde se centró con entusiasmo a los estudios de artes y teología. Vuelto a Colonia, obtuvo un canonicato precisamente en la colegiata de San Cuniberto, y probablemente en ese momento fue ordenado sacerdote. El buen recuerdo que había dejado en Reims fue causa de que en 1057 el arzobispo Gervasio lo llamase para hacerle director de aquella escuela, cargo que desempeñó con brillantez durante casi veinte años. De entonces datan los pocos escritos que de él conservamos: “Expositio in psalmos”.
Uno de sus discipulos fue el futuro Urbano II; y otro, San Hugo obispo de Grenoble. A la muerte de Gervasio, habiendo conseguido aquella sede por medios simoniacos el obispo Manases de Gournay, no perdió Bruno su posición, sino que la mejoró con la cancillería del arzobispado, pero el nuevo arzobispo seguía negociando simoniacamente con los beneficios eclesiásticos, por lo cual el integro canciller y maestrescuela se le opuso con energía y respeto, denunciándole ante el sínodo de Autun (1077), por lo que el indigno obispo le desposeyó de su cargo. Pero también Manases había sido depuesto por el sínodo de Autun, y así comenzaron unos años de gran confusión para aquella iglesia, pues aunque el papa Gregorio VII rehabilitó al indigno prelado, de nuevo el sínodo de Lyon volvió a deponerle, y poco después, en 1080, el pontífice confirmó esta sentencia. Pudo entonces San Bruno retornar a su puesto, pero al ver que el sucesor de Manases entraba simoniacamente, disgustado del mundo tomo la resolución de consagrarse totalmente a Dios, retirándose a la soledad.
En el siglo XIII se formó la leyenda de que, hallándose el santo en Paris, en los funerales de un celebérrimo médico de aquella Universidad, alzó el difunto su cabeza del ataud y gritó con espanto de la multitud: “Por justo juicio de Dios, estoy condenado en el infierno”. Deciase que esto habia sucedido tres días consecutivos y que tal había sido la causa de que Bruno renunciase a la ciencia y a las dignidades. De esta leyenda se apoderaron los hagiógrafos noveleros y también los poetas, entre los que sobresale el alemán Jacobo Bidermann, S. I., con su impresionante drama latino Cenodoxus.
Después de pasar algún tiempo con San Roberto, uno de los tres fundadores de los cistercienses, en la muy estricta comunidad de Molesmes, se retiró con dos discípulos al próximo lugar de Seche-Fontaine. Luego, buscando mayor soledad, se trasladó con seis compañeros, entre ellos el Beato Landuino de Lucca, a Grenoble. Pidió al obispo, antiguo alumno suyo, un lugar a propósito, y San Hugo (una piadosa tradición de las muchas que rodean la vida de San Bruno cuenta que el santo obispo vio en un sueño que siete estrellas lo conducían a él hacia un bosque apartado y que allá construían un faro que irradiaba luz hacia todas partes)le señaló un valle cercado de peñascales, que se llamaba la Chartreuse (Carthusia, Cartuja), a tres horas de Grenoble, en las montañas del Delfinado.
Allí surgía, en 1084, la primera Cartuja, la Gran Cartuja, que en un principio se reducía a un oratorio dedicado a Nuestra Señora de Casalibus (o de las Cabañas), alusión a las cabañas o chozas en que vivían como ermitaños Bruno y sus compañeros. Continua era su oración y penitencia, manteniéndose del trabajo de sus manos en el campo y de un rebaño que poseían. Tres días a la semana ayunaban a pan y agua y sólo para el rezo del Oficio divino se reunían en el oratorio, además de los domingos, cuando se juntaban en la mesa, pero en silencio.
Aquella dulce paz contemplativa fue interrumpida por el llamamiento de Urbano II, también antiguo alumno de Bruno, a fines de 1089. Resuelto a continuar la obra de reforma comenzada por Gregorio VII, y estando obligado a luchar contra el antipapa, Guiberto de Ravena, y el emperador Enrique IV, buscó rodearse de aliados devotos y llamó a su antiguo maestro ad Sedis Apostolicae servitium. Así el solitario se vio obligado a dejar el lugar donde había pasado más de seis años de retiro, seguido por una parte de su comunidad que no podía mentalizarse a vivir separada de él. Dejando a Landuino como superior de la Cartuja, se puso en camino para Roma en la primavera de 1090. Por más que Urbano II le concedía la iglesia de San Ciriaco, junto a las termas de Diocleciano, Bruno se encontraba fuera de su ambiente en la Ciudad Eterna. Por eso, cuando huyendo de Enrique IV viajaba con el Papa por la Italia meridional -la tortuosa controversia del pontífice con el emperador venía de mucho antes, cuando éste mando meter en prisión a aquel, entonces legado papal en Alemania- rogó al Papa le permitiese quedarse en aquellos parajes solitarios, tan amados y frecuentados de anacoretas.
Accedió el Romano Pontifice, no sin antes hacer una intentona fallida de nombrarle obispo por aquellas tierras meridionales de Reggio Calabria, y Bruno entonces se dirigió al conde Roger, hijo de Roberto Guiscardo, el cual le encaminó a su tío, llamado igualmente Roger, conquistador de Sicilia y señor de la Puglia y la Calabria. Este príncipe normando se hizo muy amigo de San Bruno y le concedió unos terrenos yermos, que se decían la Torre (1091), cerca de Squillace. La fama del santo y de sus ermitaños atrajo a otros muchos, de suerte que hacia 1098 fue necesario fundar otro eremitorio cercano, el de San Stefano in Bosco, y en 1099 el de Santiago de Mentauro, donación del conde Roger.
San Bruno, que no pretendía fundar otra nueva Orden monástica, no impuso a sus seguidores Regla alguna, solamente le dejó con su ejemplo un estilo de vida. Mientras tanto los amigos de San Bruno murieron uno tras otro: Urbano II en 1099; Landuino, el prior de la Gran Cartuja, su primer compañero, en 1100; el Conde Roger en 1101. Murió el mismo Bruno en la Torre el 6 de octubre de 1101 y fue enterrado en el pequeño cementerio de la ermita de Santa María, y muchos milagros se obraron en su tumba. Con el tiempo, toda aquella zona vino a llamarse, en su honor, “Sierra San Bruno”, como hoy se la conoce. Antes de su muerte había reunido por última vez a sus hermanos a su alrededor e hizo en su presencia profesión de la Fe Católica, cuyos términos se han conservado. Su culto no fue aprobado hasta 1514 por Leon X, posteriormente, en 1623 Gregorio XV lo extendió a toda la Iglesia.
Tras su muerte, uno de sus hermanos de comunidad en Calabria dijo sobre él: “Por muchos motivos merece Bruno ser alabado, pero sobre todo por uno: Fue un hombre de carácter siempre igual. De rostro siempre alegre, era sencillo en su trato. A la firmeza de un padre unía la ternura de una madre. Ante nadie hizo ostentación de grandeza, sino que se mostró siempre manso como un cordero.”
La Orden de San Bruno es demasiado áspera y humilde para que se extienda y dilate mucho por el mundo. Las cartujas, más que a puertos de refugio para los náufragos de la vida, deben compararse a islotes enhiestos, imperturbables entre las olas del siglo. En 1300 eran 63, pero en los cien años siguientes, tan turbulentos, se fundaron muchísimas, una por año; después van disminuyendo.
Ajustándose a los recuerdos del fundador y a las usanzas practica¬das desde el principio, el cuarto prior de la Gran Cartuja, Guido o Guigues, redactó en 1127 las Consuetudines, impuestas a toda la Orden por el capitulo de 1142 y completadas luego por otros capítulos generales. Esas han venido a ser su Regla.
Los cartujos son una mezcla de cenobitas y de ermitaños. Eremíticamente viven en departamentos individuales e independientes, con su celda de estudio y oración, su obrador o taller de trabajo, su depósito de carbón y leña y unas brazas de tierra de cultivo. Cenobíticamente se reunen en el coro para el rezo largo y solemne de maitines y laudes a media noche, para la misa conventual y para vísperas (las demás horas las rezan en privado); se juntan también en la mesa los días festivos, aunque en silencio; y en recreación los días que lo permite la Regla. Los hermanos legos viven en comunidad, bajo la dirección del padre procurador.
Su liturgia sencilla, austera, desnuda de elementos decorativos y musicales, data del siglo XIII y es particularmente original en los maitines y en vísperas. El cartujo reza además el Oficio de la Virgen diariamente y el de difuntos, a excepción de ciertas festividades. Al morir es enterrado sin más ataud que sus propios hábitos; solo una cruz de madera, sin nombre, se coloca sobre la sepultura. Porque la vida del cartujo es dura, no se admite en ella a quien no haya cumplido los veinte años, edad militar, como dicen las Consuetudines, para luchar en estos campamentos de Dios contra los enemigos del alma. Nunca prueban la carne. Ayunan con frecuencia a pan y agua, poco más o menos como los cistercienses. De todas las Órdenes medievales es la única que nunca ha necesitado reforma: “Carthusia nunquam reformata, quia nunquam deformata”.
Desde 1147 hay también cartujas para mujeres, fundadas bajo la dirección del Beato Juan de España (116o) y de San Anselmo (1178), séptimo prior de la Cartuja y luego obispo de Belley.
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