La prueba de la santidad en la historia
VIRTUDES, MARTIRIO, MILAGROS
La prueba de la santidad de un fiel cristiano era relativamente fácil en los inicios de la Iglesia, cuando los Santos se identificaban prácticamente con los mártires y normalmente su muerte había sido un acto público, presenciado por muchos. Con el paso del tiempo, la prueba se fue complicando pues, acabadas las grandes persecuciones, se empezó a considerar santos a los fieles que con su abnegación de vida habían imitado fielmente al Maestro, luchando heroicamente contra las tentaciones y venciendo, y por eso merecían una corona de gloria similar a la de los mártires. En consecuencia, con vistas a la aprobación de su culto se trataba de probar algo más complicado que la muerte martirial, que al fin y al cabo es un hecho concreto: el ejercicio extraordinario de las virtudes en un periodo largo de la vida de un fiel cristiano, especialmente en sus últimos años. Todo esto llevó a perfeccionar la investigación con el paso de los siglos hasta convertirla en un auténtico proceso como el que tenemos hoy en día.
Qué lejos quedan aquellos tiempos de la Canonización Episcopal en los que el procedimiento a seguir era extremamente simple: El obispo mismo de la diócesis, o en su caso el sínodo provincial o incluso algunos abades de mayor importancia, después de haber escuchado las relaciones de los testigos que aseguraban que un fiel muerto en concepto de santidad y de haber recibido su Vida, escrita por autores de fiar, concedían el permiso para que se procediese a la translatio o elevatio, esto es colocar su cuerpo junto a un altar o debajo de él para significar el comienzo del culto público, como explica G. Low:
“Gli elementi principali dunque di questa procedura che si era andata formando in epoca merovingia e aveva preso una certa consistenza in era carolingia, sono: publica fama di santità e di miracoli (o di martirio), presentazione al Vescovo diocesano o al Sinodo (diocesano, provinciale) di una vita appositamente composta, con particolare rilievo dei miracoli, attribuiti al ‘santo’, approvazione ossia consenso ufficiale al culto, che si apre con l’elevazione o la traslazione”
Los ejemplos al respecto serían muchísimos, baste citar alguno de ellos que nos recuerda el gran historiador Ludwig Hertling, entre otros muchos:
“Después del año 927, el abad Engelberto de San Gallo, antes de introducir la fiesta de S. Wiborada, recibe en presencia de los padres del convento la relación del monje Hitto, hermano de la santa: ‘Rationem cum illo de virtutibus habuit’. Las ‘virtutes’ son principalmente los milagros que dan al abad la certeza ‘quanti meriti quantique honoris glorificatione ante Deum digna haberetur, quae tanti signis et virtutibus inter homines claresceret’”
También al principio de la llamada Canonización papal, que hasta Alejandro III subsistió con la episcopal, el procedimiento a seguir era de gran sencillez, como nos explican las bulas papales de concesión de culto de aquella época. Así, el Papa Calixto II, con ocasión de una visita a Cluny, indaga entre los monjes sobre la santidad del abad Hugo, que después canonizará en 1120. Inocencio II, después de haber reconocido la santidad de vida de Hugo de Grenoble, que ha conocido por testimonios orales, encarga al prior cartujo Guido el escribir la vida del santo, que servirá para edificación de los fieles. Años después, para la Canonización del emperador Enrique II, el Papa Eugenio II envía dos legados a Bamberg para investigar “de vita et miraculis” del emperador y hacer una relación, ya que él está demasiado ocupado para poder ir personalmente.
Es interesante observar cómo poco después de estos testimonios comenzó a retrasarse y a complicarse el procedimiento por prudencia, por el elevado número de peticiones que llegaban al Papa (fueron siglos de impulso apost-lico, de fundación de nuevas iglesias y de grandes figuras eclesiales) y a la vez por los abusos que se daban no pocas veces por la credulidad de los fieles. Del siguiente modo explica el gran historiador de estas Causas, G. Low, el clima que se fue creando entre los ss. VI y XI entorno a la veneración de los santos:
“Es la época de los grandes obispos, de los monjes misioneros, de los reyes convertidos que incluso acaban en el claustro, de las reinas y princesas fundadoras de monasterios e iglesias que llegan ellas mismas a abadesas o a monjas, de los ermitaños y peregrinos; un mundo en fermento y movimiento, con contrastes profundos entre violencia y santidad, en medio de pueblos jóvenes de fuerte imaginación, entusiasmados con la nueva fe, animadores de los héroes de la caridad y de la pureza evangélica.
En este periodo, además de un reflorecer del culto a los mártires, nacen por todas partes nuevos cultos de santos: le bastaba con frecuencia al pueblo la fama de vida penitente, la fundación de un monasterio con sus consecuencias benéficas, una gran beneficencia con los pobres, a veces una muerte violenta, aunque no fuera estrictamente por motivos de fe, y sobre todo la fama de milagros, para hacer nacer un culto nuevo: en la alta edad media los puntos de partida para un nuevo culto eran la voz popular de una vida santa y la fama de milagros. Las grandes iglesias consideraron ordinariamente a sus fundadores y a los primeros obispos como santos; y lo mismo se puede decir de las figuras de los grandes abades. En todos estos casos se recogen los recuerdos, se escriben las leyendas sin demasiada preocupación por la crítica, así se enriquecián constantemente los calendarios y martirologios de aquella época con nombres nuevos, en las iglesias se multiplicaban los altares y aumentaba rápidamente el número de las fiestas. De vez en cuando había que reprimir los abusos, que eran fáciles…”
Así, leemos cómo narra el Papa Alejandro III que precisamente por estos motivos de prudencia tuvo que retrasar la Canonización de San Bernardo de Claraval cuando todo estaba preparado para proceder a ella:
“Estando en París, muchos hombre venerables me pidieron la Canonización de Bernardo, abad de Claraval, de santo recuerdo, sugiriendo con humildes peticiones que ya que se iba a celebrar próximamente el Concilio de Tours, sería digno y laudable dar el permiso en esa ocasión. Cuando ya estábamos de acuerdo con esta cuestión llegó una gran cantidad de peticiones que desde diversas provincias pedían lo mismo. Y así, viendo que no se podía satisfacer a todos de modo congruente, se decidió, para evitar el escándalo, diferir en este caso lo que en los otros había que denegar por cuestión de tiempo”
Por otra parte, como se puede observar en algunos de los ejemplos ya citados más arriba, el sensus fidei del pueblo cristiano se daba cuenta de la dificultad de este tipo de comprobación más complicada, la de las perseverancia heroica en las virtudes de un fiel, y desde los primeros siglos se pidió, de modo espontáneo por parte de la gente, la confirmación del mismo Dios de la santidad del candidato a través de hechos sobrenaturales ("signa", “miracula”, incluso en algunas ocasiones se les llama “virtutes”), que Dios sin duda no negaría a sus siervos fieles, como sigue explicando G. Low:
“Según la mentalidad del tiempo, estas virtudes tenían que estar siempre corroboradas por lo sobrenatural, ya que Dios no podía no intervenir concediendo a su amigo y siervo fiel el don de los milagros, que el confesor ejercitaba para beneficio de los que recurrían a él ”
El recurso a la intervención sobrenatural de Dios, que aparece ya en la primerísima Bula de Canonización que se conserva, esto es la de San Ulrico de Ausburgo (31 de enero de 933) , permaneció en las Causas de los Santos, con el paso de los siglos, como un elemento indispensable y adquirió una gran fuerza probatoria. Precisamente el proceso informativo que se realizó para la Canonización de este santo fue el examen del “libellus de vita et miraculis”. Así, el Papa Urbano II, preguntado sobre la posibilidad de concesión de culto de un Siervo de Dios, concretamente el abad Gurlo del monasterio de Quimperlé (+1057), respondía que “non eadem facilitate potuit concedi; non enim Sanctorum quisque debet canonibus admisceri, nisi testes adsint, qui eius miracula visa suis oculis testentur et plenariae synodi firmetur assensu”, nos cuenta Mabillon.
Con el tiempo su valor probatorio incluso se revalorizó, pues se vio en dicha intervención el “digitus Dei”, que señalaba de modo inequívoco su voluntad de glorificar a ciertos Siervos de Dios, para distinguirla de aquellos que por razones misteriosas de su infinita sabiduría no debían recibir los honores de los altares, aunque sus virtudes hubiesen sido juzgadas heroicas en las diferentes instancias pertinentes (siendo éste siempre el paso previo para el estudio de los hechos extraordinarios). Así fueron interpretados durante muchos siglos, hasta incluso en tiempos recientes, los milagros en este contexto, explica Fabiano Veraja en su tratado sobre la Beatificación:
“Como se ve, el milagro sirve precisamente para confirmar el juicio al cual se ha llegado después del estudio de la vida virtuosa o del martirio del Siervo de Dios. Esto no significa que los milagros suplan el defecto de pruebas relativas a las virtudes ejercitadas en grado heroico, o al martirio”
Las Bulas papales durante muchos siglos confirman la importancia de los milagros, que se iba haciendo creciente y se hacen frecuentes las expresiones siguientes, referidas a los elementos necesarios para ser canonizado: “de vita, conversatione, fama, meritis, et miraculis et generaliter de ómnibus circumstantiis” , “de vita, conversatione, actibus, obitu, translatione, miraculis” , etc. Todo esto lo explicará de modo magistral Inocencio IV, en su glosa al cap. Audivimus de las Decretales:
“Y se hace de modo regular esta Canonización cuando mediante pruebas consta la fe y la excelencia de vida, y también los milagros, del que se pide que sea canonizado… Y es necesario que sea tan grande la excelencia de la vida y sean tales los milagros, que vayan más allá de las fuerzas y la potencia de la naturaleza (…) Pues aunque basten las virtudes sin milagros para creer en una vida santa, la Iglesia no debe canonizar en estos casos, pues pudieron vivir una vida más laxa en secreto”
Benedicto XIV, como gran experto de estas Causas, recuerda en su obra el papel importante que en ellas han tenido siempre los milagros, y por tanto considera errónea la opinión (que curiosamente reapareció después del Concilio Vaticano II en diversos artículos sobre el tema) de aquellos que pretendían defender la inutilidad de estos signos divinos por considerar que bastaba con la prueba de las virtudes o el martirio, que son los auténticos componentes de la santidad. Contra esta opinión, acude a la doctrina común de los autores de su tiempo que reafirmaban la praxis multisecular de la Iglesia en exigir algún signo extraordinario.
Ya sea la legislación que él mismo elaboró al respecto delimitando cuántos milagros eran necesarios según la cualidad de las pruebas presentadas en el proceso o la legislación posterior, pasando por el CIC 1917 hasta los tiempos actuales, la realidad es que los milagros han permanecido en las Causas de los Santos, aunque su cuantificación numérica ha perdido el significado probatorio que ha tenido en los siglos pasados. Sobre este punto, el entonces Promotor de la Fe de la Congregación, Mons. Sandro Corradini, explicaba hace unos años en uno de los congresos sobre las Causas de los Santos organizado por la archidiócesis de Madrid cómo hoy en día el valor que tienen los milagros se puede interpretar como más testimonial, aunque no se olvide totalmente su dimensión probatoria: El Siervo de Dios, si realmente ha vivido y muerto unido al Señor, hará los mismos prodigios que El hizo, e incluso más grandes, como ya el mismo Señor Jesucristo vaticinó en el Evangelio. Por tanto, en estos fenómenos extraordinarios ve la Iglesia que la unión del candidato a los altares con el divino Maestro fue auténtica y digna de ser admirada por el pueblo de Dios, pues supera la mera percepción de la gente, que se podría equivocar.
En consecuencia, aunque la explicación que se les dé haya cambiado, la realidad es que los milagros conservan su papel importante en estas Causas y por tanto hoy podemos afirmar lo que hace ya más de 400 años explicaba Angelo Rocca, citando la Bula de Canonización de San Antonio de Padua, una de las más citadas por los autores de los diferentes siglos:
“Ad hoc, ut sanctus habeatur apud homines in Ecclesia militante, duo sunt necessaria, virtus morum et veritas signorum, merita videlicet et miracula, ut haec et illa sibi ad invicem contestentur, cum nec merita sine miraculis, nec miraculis sine meritis plene sufficiant ad perhibendum inter homines testimonium sanctitatis” .
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