El "siglo oscuro" (II): Los Papas en manos de la nobleza
TEODORA, MAROZIA Y EL PAPADO EN SUS PEORES MOMENTOS
En el artículo anterior se vio la truculenta llegada al pontificado de Sergio III (904-911), el cual, por su encarnizado odio a Formoso, quiso enseguida revalidar el concilio cadavérico, en el que tanta parte había él tomado, y declaró que las ordenaciones conferidas por aquel papa eran nulas e inválidas; por lo tanto, todos aquellos que hubiesen sido consagrados obispos, presbíteros o simplemente diáconos por Formoso tenían que reordenarse si querían seguir en sus funciones. Y como bastantes obispos formosianos habían conferido a otros las órdenes sagradas, también estos últimos caían bajo esa prescripción. Se comprende el escándalo y alboroto del clero, no menos que el escrúpulo de muchas conciencias. Uno de los pocos que resistieron tenazmente a las amenazas de Sergio, acompañadas de excomuniones y destierros, fue el presbítero formosiano Auxilius, quien refutó elocuentemente el error de las reordenaciones en varios tratados que nos suministran la más abundante información en todo este negocio.
Sergio III era uno de esos hombres a quienes la pasión partidista ciega y enloquece. En su rencor contra Formoso se mezclaba también su propio interés. Formoso le había nombrado obispo de Cere. No podía, pues, según los cánones de entonces, ocupar la sede romana. Pero hay que decir que desde el concilio cadavérico había renunciado a sus funciones episcopales. Al afirmar la ilegitimidad de aquel papa, confirmaba ahora su propia legitimidad. Su proceder era apasionado, pero lógico.
Pero la responsabilidad más grave de Sergio III ante la historia se origina de sus relaciones con la familia de Teofilacto. Era Teofilacto, distinguido patricio, uno de los más altos funcionarios de la curia, que desempeñaba e1 cargo de vestararius, al cual pertenecía, entre otras prerrogativas, la superintendencia sobre el gobierno de Ravena, por lo que en la ciudad no había autoridad comparable a la suya. Se le daba comúnmente el título de senador y también, por estar al frente de las milicias, el de dux et magister militum. Poseía el castillo de Sant’Angelo y tan gran poder, que hacía sombra al mismo papa. A su lado gozaba de igual poder e influencia su esposa Teodora la cual, si fuéramos a creer a Liutprando de Cremona, no era más que una “meretriz impúdica”, que vivía en el libertinaje, poniendo su hermosura y sus pasiones al servicio de su ambición, a fin de acrecentar las riquezas y posesiones de su familia. Vulgarius, en cambio, un sacerdote formosiano, que luego se pasó al bando de Sergio III, la apellida “matrona santa y amadísima de Dios” y le habla con místico acento de sus “nupcias espirituales con el celeste esposo”. Seguramente que en Liutprando hay pasión y quizá ignorancia, en Vulgarius lisonja y adulación. Teofilacto y Teodora tenían dos hijas: Teodora la joven y Marozia, iguales a su madre en talento y ambición.
El papa Sergio III debía probablemente la tiara al poderío de esta familia, cuya casa frecuentaba más de lo debido, tanto que, siendo ya un cincuentón, se dejó prender, a lo que parece, en los lazos amorosos de Marozia, la cual apenas tendría veinte años. Fruto de estas sacrílegas relaciones sería, según voces más o menos malintencionadas, un hijo que, andando el tiempo, se llamó Juan XI, y que ciertamente tenía a Marozia por madre. Tales son las noticias que recoge la crónica escandalosa y picante de Liutprando. No se le daría ningún crédito, ya que este autor, en su “Antapodosis” (retribución) se muestra muy parcial y confunde más de una vez los hechos y los nombres, si no viéramos confirmado este punto por el Liber Pontificalis, que, llegando a tratar de Juan XI, cifra toda su vida en estas únicas palabras: “Iohannes natione Romanus, ex Patre Sergio papa, sedit ann. III, mens. X”. Hay que notar, sin embargo, que el mismo Liber Pontificalis, al tratar más ampliamente de Sergio, no hace la menor alusión a sus relaciones con Marozia, como tampoco dicen nada Flodoardo ni Juan Diácono. Por eso no falta quien atribuya toda esta leyenda a una calumnia popular, hija de la envidia, calumnia que Liutprando aceptó sin crítica.
Durante su pontificado, en 905 el emperador Luis III intentó regresar de su exilio, siendo capturado y cegado por el rey de Italia Berenguer I que lo destituyó como emperador e intentó infructuosamente que el Papa Sergio lo coronara como sucesor. En su relación con Bizancio, autorizó el cuarto matrimonio del emperador León VI con su amante Zoe, que le había dado su único heredero. Con ello no sólo se enfrentó con el Patriarca de Constantinopla, Nicolás el Místico sino que ignoró tanto la legislación civil de la época, como la eclesiástica. Entre los aspectos positivos de su pontificado cabe señalar que durante el mismo, en 910, se fundó la abadía benedictina de Cluny gracias a la donación de una villa que realizó el duque Guillermo I de Aquitania con la condición de que la misma dependiera directamente del Papa y no de un noble o un obispo. Por último, el nombre de Sergio III va gloriosamente unido a la basílica Lateranense, cuya reconstrucción, empezada por Juan IX, él la llevó a cabo con gran magnificencia. Murió el papa en abril de 911.
Dos años rigió la Iglesia su sucesor el papa Anastasio III (911-913) y sólo seis meses Landon I (9I3-9I4) hasta que, con el apoyo de Teofilacto y Teodora, subió al trono pontificio, contraviniendo a los cánones, el obispo de Ravena Juan X (914-928). Son evidentemente falsos algunos rasgos novelescos que Liutprando refiere de este pontífice enérgico y emprendedor, que en tiempos tan aciagos tuvo conciencia de su papel de jefe de la cristiandad e intervino, no sin acierto, en los principales asuntos de Europa. Desde el primer momento echó de ver que la marea sarracena constituía un inminente peligro para Roma y sintió la necesidad de un poderoso protector. En el norte de Italia reinaba Berengario, codicioso siempre de la corona imperial. Juan X le brindó con ella y no tardó en ponérsela sobre la frente, luego que Berengario, ovacionado por la muchedumbre, entró en la Ciudad Eterna (noviembre de 915).
Pronto se persuadió el papa de la poca eficiencia militar del nuevo emperador. El peligro urgía, y Juan X, dando muestras de fino talento diplomático, se arregló para formar una liga con Adalberto, marqués de Toscana; con Alberico, marqués de Espoleto, y con los bizantinos del sur de Italia. El mismo Papa, buen estratega y animoso guerrero, montó a caballo, capitaneando las tropas. Era el momento oportuno para acometer con denuedo, porque los musulmanes acababan de recibir un duro quebranto en sus fuerzas. El fanático y violento emir africano Ibrahim-ibn-Ahmed, habiendo asentado bien su pie en Sicilia, pasó el estrecho de Mesina, saqueó y devastó ferozmente todas las ciudades de Calabria, y hubiera llegado hasta Roma, si la muerte no le hubiera cortado los pasos en el asedio de Cosenza (octubre de 902). En Africa estallan sublevaciones: Sicilia se pone bajo la autoridad de los califas de Bagdad y entra en negociaciones con los bizantinos. Es entonces cuando el papa Juan X organiza aquella expedición militar que, con ayuda de la flota griega, destruye las últimas posiciones de los árabes en la península italiana (915). No faltan en años sucesivos (917 y 918, 925 Y 926) ataques contra las ciudades costeras; pero proceden de corsarios y piratas ávidos de botín, no de conquista.
Uno de los héroes del Garellano había sido Alberico, marqués de Espoleto, casado con Ma¬rozia, la hija de Teofilacto. El poder e influencia de Alberico y Marozia eran en Roma tan absolutos, como poco antes los de Teofilacto y Teodora; tanto, que Juan X no se resignó a tolerar su opresión. Mientras Berengario, en la alta Italia, mantenía la corona del Imperio, a su sombra se sentía seguro e independiente el pontífice. Pero Berengario cayó asesinado el 12 de marzo de 924 y los grandes del reino ofrecieron la corona de Italia al conde Hugo de Provenza, hijo de la famosa Waldrada, que fue coronado dos años después en Pavía. Natural era que el papa buscase apoyo en é1 como en el más poderoso príncipe italiano. Miró con recelo Marozia la alianza de entrambos, sobre todo cuando, muerto su esposo Alberico, cónsul de Roma, pasó esta dignidad a la persona de Pedro, hermano del papa. Casose entonces ella con Guido, marqués de Tuscia, y como Juan X persistiese en su actitud independiente frente a los tiranos de Roma, Guido y Marozia lanzaron un puñado de gente armada contra el palacio de Letrán, mataron a Pedro, hermano de Juan X, y al papa lo encarcelaron en Sant’Angelo (mayo de 928), para quitarle luego la vida, sofocándole bajo una almohada. Marozia, dueña de la situación, hizo dar la tiara pontificia primeramente a León VI (mayo-diciembre de 928), que no reinó más que seis meses; después a Esteban VII (929-93I), que no dejó huella de su paso, y por fin a Juan XI (932-935), hijo de Marozia. ¿Qué más podía ambicionar aquella terrible mujer, que se hacía llamar “Domna Senatrix” y dominaba desde su castillo de Santángelo sobre el Vaticano y Letrán? Sólo el Imperio. Y trató de conseguirlo.
Como se ha dicho, la dominadora Marozia, que, al decir de Liutprando, “non inviriliter monarchiam obtinebat“, había vuelto a quedar viuda por la muerte de Guido. Pensó entonces en unirse en terceras nupcias con Hugo de Provenza, que reinaba en el norte de Italia y que también estaba viudo. De esta manera no sólo dominaría en la península italiana, sino que haría que su hijo, el papa Juan XI, le otorgase al esposo la corona del Imperio. Parecía próximo a cumplirse este sueño dorado, porque en marzo del año 932 el rey Hugo, con la esperanza de ser pronto emperador, entraba en Roma con gran acompañamiento, dispuesto a celebrar las bodas con la mayor magnificencia. La ceremonia nupcial tuvo lugar en el castillo de Santángelo, presidida por el pontífice.
Se hallaban ya en el banquete, cuando sobrevino la tragedia. Entre los comensales figuraba un hijo de Marozia, habido en su primer matrimonio con Alberico y que llevaba el mismo nombre de su padre, Alberico. Estaba muy descontento por el tercer matrimonio de su madre, y se explica muy bien que en el calor del banquete se enzarzase en discusiones y altercados con su padrastro, quien le llegó a insultar acerbamente. Irritado Alberico, convocó a sus partidarios y a otros descontentos, los arengó con juvenil elocuencia, evocando, frente a las ruinas, los antiguos tiempos gloriosos de Roma, señora del mundo, y los lanzó al asalto del castillo. Hugo, que había dejado su escolta fuera de los muros de la ciudad leonina, se descolgó precipitadamente de una ventana por una escalera de cuerda, y así logró escapar a la muerte.
Marozia cayó prisionera de su propio hijo y también el papa. “La Domna Senatrix” ignoramos cómo terminó sus días, pero de Juan XI sabemos que, metido primeramente en la cárcel, salió luego a su palacio, aunque privado de todo poder político y sin actuar más que en las cuestiones puramente eclesiásticas. Murió recluido en 935 y le sucedió el piadoso León VII (936-939), devoto hijo de San Benito.
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