Esplendor y martirio de un Pontífice (I)
PÍO VI, UN PONTIFICADO TORMENTOSO CON PROMETEDORES COMIENZOS
Clemente XIV falleció en 1774, con una muerte rodeada de controversia, por el modo misterioso como ocurrió. Las profecías de cierta Bernardina Baruzzi, que anunciaba con palabras apocalípticas la próxima muerte del Papa, le inspiraron un terror que aumentó hasta el desenlace fatal. Languideció desde la primavera hasta el 21 de septiembre de ese año, en que expiró piadosamente y, a1 descomponerse rápidamente el cuerpo, corrió el rumor de que el Papa había sido envenenado por los Jesuitas. La horrible acusación no era más que una innoble calumnia, como demostraron la autopsia y el testimonio del confesor del Padre Santo. El padre Lorenzo Ricci, Prepósito General de la Compañía, que había sufrido, a pesar de su avanzada edad, una rigurosa prisión, siguió al Papa al sepulcro el 24 de noviembre de 1775.
Tras un largo conclave que duró cuatro meses y medio, el Cardenal Giovanni Angelo Braschi fue elegido el 15 de febrero de 1775 y tomó, por devoción a Pío V, el nombre de Pío VI. Los Cardenales que le eligieron eran, en gran parte, los mismos electores del Papa difunto y el electo logró reunir en su persona la unanimidad de los sufragios. Los partidarios de la política de Clemente XIV, como los independientes, que deseaban que la Iglesia se liberase de la influencia de las cortes, todos le habían concedido sus votos.
De buena estatura, de porte majestuoso, e1 nuevo Papa, de menos de cincuenta y ocho años, pertenecía a una vieja familia noble, originaria de Cesena. Al nuevo Papa se le acogió con universal simpatía a su advenimiento: Tanto é bello quanto é santo, se decía de él. Piadoso y bienhechor, no por ello dejaba de amar el fasto y esplendor de las fiestas y ceremonias y, desgraciadamente, practicó el nepotismo, tantas veces condenado por la Iglesia. Para uno sus sobrinos, Onesti, a quien entregó el nombre y armas de los Braschi, construyó el magnífico palacio Braschi en Plaza Navona, uno de los más célebres de Roma. Al menos asociaba los favores con que colmaba a los suyos con el mecenazgo típico de los Papas de dos siglos antes, y a su capital se debe la creación del museo Pío-Clementino en el Vaticano, destinado a recibir las obras maestras de la escultura y estatuaria. A él debe también la ciudad de Roma una gran obra, de una utilidad social más inmediata, que retuvo su atención durante más diez años: La desecación de los pantanos pontinos, que hizo más salubre región marítima.
Los amigos de los Jesuitas sabían que desaprobaba el procedimiento seguido contra éstos y lo recibieron con grandes expectativas, mientras los judíos le estaban agradecidos por haberles permitido mantener abiertas puertas de su ghetto por la noche. A los homenajes del pueblo se unieron los de los Soberanos. La Emperatriz María Teresa, José II, su hijo, le enviaban sus parabienes con calurosas palabras. Catalina II consiguió de él para Rusia, en 1778, una aprobación secreta de la Orden suprimida. El mismo año, el Rey de Suecia, Gustavo III, se dirigió a Roma para confirmar al Papa el edicto que garantizaba a los católicos el libre ejercicio del culto. Los Estados Unidos de América, que acababan de proclamar su independencia en 1776, obtenían, sucesivamente, el nombramiento de un vicario apostólico, luego la promoción a la sede episcopal de Baltimore de Monseñor Carrol, amigo personal de Washington. El momento parecía esperanzador. Era, precisamente, la hora en que el movimiento revolucionario se precipitaría en Francia y se desbordaría por toda Europa, en que el papado sufriría las peores afrentas.
El Pontificado de Pío VI, que terminaría en 1799, se divide naturalmente en dos partes: antes de la Revolución francesa y desde el comienzo de la gran tormenta. Pero el Papa nunca se llamó a engaño, incluso en loa primeros años de su reinado, sobre los peligros a que el filosofismo expondría a Iglesia ni sobre las dificultades que é1 encontraría a causa de las pretensiones de las Coronas. Desde su primera encíclíca, fechada el día de Navidad de 1775, Pío VI denunció el pernicioso error de los filósofos que “repitiendo hasta la saciedad que el hombre nace libre y no debe someter al dominio de nadie, terminaban debilitando los vínculos que unen a los hombres entre sí”. El Papa, con todo, no sospechaba que estuviese tan cerca la tempestad.
Poco a poco fueron comenzando los problemas en el pontificado, por parte de los estados que discutían los derechos de la Iglesia sobre diversas cuestiones. Una de las controversias más curiosas, de la que ciertos aspectos son incluso pintorescos, fue el célebre asunto conocido con el nombre de presentación de la hacanea. Un antiguo tributo feudal, que se remontaba al Rey normando Guiscard (siglo XI), obligaba al Rey de Nápoles a enviar cada año al Papa en una hacanea blanca, la víspera de la festividad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, una suma de varios miles de escudos, importe del tributo. El Sumo Pontífice recibía el tributo encerrado en un cofrecillo en el atrio de la basílica vaticana y sólo devolvía la hacanea a cambio de una indemnización. La ceremonia del homenaje, que desde hacía tiempo era motivo de disputa diplomática, de la que estaban al corriente todas las cancillerías, se siguió celebrando con gran pompa hasta 1787, año en que se extinguió definitivamente. La Corona de las Dos Sicilias quería desembarazarse del tributo, que consideraba como acto de vasallaje incompatible con la plena soberanía; Pío VI no quería ceder. La invasión de Italia por los ejércitos de la República francesa zanjó de forma inesperada para los contendientes una querella que habría podido terminar con menos esfuerzos.
El intrusismo de José II en los derechos de la Iglesia en Alemania causó todavía más graves preocupaciones al Sumo Pontífice. Sin exponer aquí las teorías josefistas, podemos afirmar que aún constituía una forma de la crisis revolucionaria que la Santa Sede encontraba en Alemania. Las reformas del hijo de María Teresa se acometieron con buena intención, pero procedían de una falsa idea de que pueden llevarse a cabo reformas eclesiásticas bajo los auspicios de la sola autoridad civil. Inmediatamente después de la muerte de la Emperatriz (1780), José II adoptó con prisa febril una serie de medidas radicales: sometió la publicación de todas las bulas pontificias al placet imperial; suprimió los monasterios cuyo objetivo no tendía a la educación nacional como él la entendía; instituyó la instrucción pública, incluida la de los clérigos, en manos del Estado; prohibió a los conventos cualquier relación con superiores extranjeros; suprimió cofradías; abolió procesiones; llegó, incluso, a determinar el número de Misas y de cirios que se encenderían en ciertos oficios, por lo que Federico II habló de José II como “mi hermano sacristán”.
Pío VI tuvo mucha paciencia. Luego, viendo que sus amonestaciones no daban resultado, optó por ir a Viena para conferenciar con el Emperador, que sabía entregado al bien del pueblo. El viaje se efectuó en el mes de marzo de 1782. El Sumo Pontífice fue recibido con todas las muestras del más profundo respeto, y se alojó en el palacio imperial. Ambos Soberanos celebraron frecuentes conversaciones, pero los Ministros Kaunitz y Cobenzl animaban a su amo a la resistencia. A1 Papa, de regreso a Roma, le fue penoso comprobar que el Emperador persistía en su política, aunque no por ello José II dejó de reconocer en el Papado una fuerza de opinión que había de tenerse en cuenta. De nuevo se ensombreció el horizonte años más tarde, pues el febronianismo había inspirado a los electores eclesiásticos del Imperio la reclamación de la supresión de la jurisdicción de los Nuncios en Alemania. Se preparaba un sínodo nacional, un cisma amenazaba con irrumpir cuando los soldados de la República aparecieron a orillas del Rin.
Mientras Pío VI estaba en lucha con el josefismo, las injerencias de la corte de Rusia en los asuntos de los jesuitas le creaban nuevas dificultades. La supresión de la Compañía chocaba con toda clase de obstáculos, y los mismos Borbones estaban obligados a recurrir a la violencia para dar cumplimiento a la bula en sus Estados. Numerosos Padres se negaban a abandonar sus compromisos y querían seguir viviendo en común bajo la autoridad de un superior en el ministerio a que se habían entregado. Incluso proporcionaron a la Zarina, autócrata de todas las Rusias, con su colaboración, armas para hacer capitular al Papa y arrebatarle las prerrogativas que ambicionaba ejercer sobre sus súbditos católicos.
La Emperatriz tuvo por principal colaborador en esta campaña a un gran ambicioso, de carácter impenetrable como el alma eslava, el lituano convertido Estanialao Sieatrzencewicz. El programa consistía en agrupar a todos los católicos uniatas, nuevos súbditos rusos, bajo la autoridad de uno de sus Obispos, el Arzobispo de Polocz, en Lituania, y asimismo a todos los católicos latinos de Rusia bajo la autoridad de un Obispo creado al efecto con el título de Obispo de la Rusia Blanca, es decir, el territorio polaco anexionado. Este Obispo sería -ni que decir tiene- Siestrzencewicz. La Zarina consiguió del Nuncio en Polonia, Garampi, que el lituano fuese consagrado como Obispo titular de Mallo; un decreto imperial fijó sus hono¬rarios en diez mil rublos y le asignó Mohilev como residencia; luego le confirió jurisdicción universal sobre los católicos latinos de su Imperio en 1774. Era el intrusismo que practicarían en Francia los autores de la Constitución civil del clero.
El Obispo de Mallo había tenido, probablemente, que firmar, antes de su elección, una promesa formal de mantener a los jesuitas en la integridad de su estado. Rusia se convirtió pronto en el refugio de los padres expulsados de Polonia, Alemania e Italia; el Obispo de Mallo les confería las sagradas órdenes; la Compañía de Jesús seguía viviendo. Las cortes borbónicas protestaron con vehemencia. El Papa se hallaba en la más delicada situación. No quería abrogar el breve de Clemente XIV; se veía presionado a la vez por los Borbones y por la Zarina, que amenazaba con retirar a sus súbditos la libertad de profesar la fe católica si no se le daba satisfacción. Pío VI escribió entonces a los Reyes de Francia y de España que confirmaba el breve de su predecesor, y aprobó de viva voz, en una audiencia concedida al coadjutor de Mohilev, la situación de hecho, en Rusia, de la Compañía de Jesús en 1783. Ésta recibió un vicario general, mientras el Obispo de Mallo, promovido Arzobispo de Mohilev, recibió el título y facultades de visitador apostólico de todos los conventos establecidos en Rusia.
Mientras Catalina la Grande, protectora de Diderot, intervenía en favor de la Compañía de Jesús, la corte de Toscana seguía los caminos del jansenismo y del josefismo. El Gran Duque Leopoldo, hermano del Emperador José II, inspirado por el Obispo Escipión Ricci, quiso imponer en los monasterios el espíritu de Port-Royal. Convocó un sínodo en Pistoya y pretendió imponer sus decisiones en 1782; la gran mayoría se los Obispos toscanos -catorce de los diecisiete- se negaron a ello. Los oponentes eran los intérpretes de la opinión pública ofendida por las medidas atentatorias contra la piedad popular. Estalló un motín y se cometieron graves excesos contra la residencia episcopal, que fue saqueada en 1787. Ricci mantuvo su opinión y tomó nuevas medidas contra la devoción, tan popular, del Sagrado Corazón. Su carácter entero acabó haciéndole perder las simpatías de sus mismos protectores oficiales. Cuando el Gran Duque abandonó su capital para ceñirse la Corona imperial con el nombre de Leopoldo II, Ricci fue expulsado de Pistoya y abdicó. Pío VI no podía, evidentemente, aprobar la doctrina del sínodo de Pistoya ni solidarizarse con un movimiento popular que había cometido graves desórdenes. Dejó pasar algún tiempo y, tras la muerte de Leopoldo, en 1792, condenó por la bula Auctorem fidei los decretos del pretendido concilio de Pistoya.
Pero todas las tribulaciones, todas las luchas por las que la Iglesia tuvo que pasar hasta entonces hasta el siglo XVIII no eran más que un preludio: Estaba por estallar la revolución…
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