La evangelización de América: La Virgen visitó el Tepeyac
UN HECHO QUE POCO A POCO HABRÍA DE MARCAR LA VIDA RELIGIOSA DE TODO EL CONTINENTE AMERICANO
Fue durante el pontificado del benemérito Franciscano Fray Juan de Zumárraga (Durango, Vizcaya, 1475 - México, 1548) cuando tuvo lugar un hecho que habría de entrar profundamente en la vida religiosa y aun civil de México: la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac. La relación más importante del evento se atribuye a don Valeriano, indio natural de Atzcapotzalco, que figuró entre los primeros alumnos del colegio de Santa Cruz, en Santiago de Tlaltelolco. Llegó por su aprovechamiento a suceder en la cátedra de latinidad al celebre fray Bernardino de Sahagun, cuyo discipulo había sido, colaboró con el mismo franciscano en su conocida Historia general de las cosas de Nueva España, y fue elogiado por Cervantes de Salazar como «en nada inferior a nuestros gramáticas, muy instruido en la fe cristiana y aficionadísimo a la elocuencia». De este relato, escrito probablemente entre 1558 y 1572, se conservan varias copias manuscritas y muchas impresas a partir de 1649, en que lo dio a la prensa el bachiller Lasso de la Vega, haciéndose pasar por autor de él. El extracto de la relación de Valeriano es como sigue:
Juan Diego, indio natural de Cuauhtitlan, sábado, 9 de diciembre de 1531, muy de madrugada, al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyacac, amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo, y que le llamaban y le decían: “Juanito, Juan Dieguito. Después de breve y afectuoso dialogo, ella le dijo: Sabe y ten entendido, tu el mas pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión y defensa. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo [electo] de México y le dirás como yo te envió a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo.”
El indio, ante el electo, se inclina y arrodilla y le da el recado de la Señora del cielo, y también le dice cuanto admiró, vio y oyó. El electo se muestra incrédulo y le responde: “Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré mas despacio.” El mismo día, Juan Diego se vuelve a la cumbre del cerrillo, donde encuentra a la Señora, que lo estaba aguardando, y le cuenta el resultado de su entrevista con el electo. Insiste la Virgen vaya otra vez al electo “y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido”. Accede Juan Diego y va primero a descansar a casa. Al día siguiente oye misa en Tlaltelolco y se dirige a palacio; arrodillado ante el electo se entristece y llora al exponerle el mandato de la Señora del cielo. Zumárraga sigue incrédulo, le pide alguna señal de la aparición y lo despide. La tarde del domingo refiere Diego a la Virgen la respuesta del prelado. Le responde la Virgen: “Bien esta, hijito mío, volverás aquí mañana, para que lleves al electo la señal que te ha pedido”.
Al día siguiente, lunes, Diego no puede acudir a la cita de la Virgen porque su tío Juan Bernardino enferma de gravedad. El martes, cuando Diego bajaba del cerro, le sale al encuentro la Virgen y, a lo largo del dialogo, le dice: “No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; esta seguro de que ya sanó. Le manda después recoger diferentes flores en la cumbre del cerro y traérselas. Corta el indio algunas rosas y se las lleva. La Virgen las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: Esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al electo; le dirás que vea en ella mi voluntad y que el tiene que cumplirla.”
A la presencia del prelado desenvuelve Diego su blanca manta, «y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa Maria, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en el templo del Tepeyacac, que se nombra Guadalupe». El electo la coloca en su oratorio y Diego permanece el miércoles en casa del prelado.
Vuelve el indio a casa, acompañado de otros, y encuentra a su tío Juan Bernardino perfectamente curado; la curación se había efectuado en el momento de aparecerse la Virgen a Diego y al enfermo. Diego y Juan Bernardino van a casa del electo a informarle de todo, y quedan allí hospedados por algunos días, hasta que se erige el templo de la Reina en el Tepeyacac, donde la vio Juan Diego. Zumárraga traslada la imagen a la iglesia mayor para que toda la gente la vea y admire. Toda la ciudad conmovida viene a contemplar y venerar la devota imagen. La manta en que milagrosamente se apareció la imagen era el abrigo (ayatl) de Juan Diego, de dos piezas, pegadas y cosidas con hilo blando. La relación sigue describiendo detalladamente la imagen.
Toda la narración de las apariciones que acabamos de extractar esta redactada en estilo bastante afectado y amanerado. Del indio Juan Diego, además de los datos que nos proporciona el testamento, tenemos otros: Natural de Cuauhtitlan, vivía en un paraje llamado Tlayacac, por otro nombre «sitio del terremoto». En el siglo XVII todavía se señalaban unos paredones que afirmaban haber pertenecido a la casa del favorecido con las apariciones. Con ocasión del proceso de Canonización de Juan Diego, fueron hechas investigaciones acerca de dicha figura histórica en archivos y museos de México, Estados Unidos, España y Roma, y los resultados fueron muy satisfactorios, alejando toda posible duda sobre la vida de este santo varón. Con ocasión de su reciente canonización, el Vaticano encargó al historiador español P. Fidel González una investigación sobre la solidez histórica de las noticias que tenemos sobre Juan DIego, las cuales quedaron plenamente confirmadas por dicha investigación, desarrollada en archivos y museos de México, Estados Unidos y España.
El grupo documental de escritos más antiguo sobre las apariciones del Tepeyac lo forman el testamento de Cuauhtitlan, el cantar de Francisco Plácido, la relación sobre las apariciones del electo Zumárraga y los procesos guadalupanos que leyó el obispo mejicano fray García de Santamaría. El testamento de Cuauhtitlan, adquirido en su original de papel de maguey y lengua indiana por Boturini, durante su estancia en Nueva España, de 1736 a 1743, y pasando tras varias vicisitudes al archivo de la colegiata guadalupana, redactado muy probablemente en 1559 por una parienta de Juan Diego, alude expresamente a la aparición de que hablamos: “He vivido en esta ciudad de Cuauhtitlan y su barrio de San José Millan, en donde se crió el mancebo don Juan Diego, y se fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven dona Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego. Pocos días después, mediante este joven, se verificó una cosa prodigiosa allá en Tepeyacac, pues en el se descubrió y apareció la hermosa Señora nuestra Santa Maria, la que nos pertenece a nosotros los de esta ciudad de Cuauhtitlan».
El jesuita padre Francisco de Florencia -nos lo asegura el mismo- tuvo en su poder, para publicarlo, el cantar «que compuso don Francisco Placido, señor de Azcapotzalco, y se cantó el mismo día que de las casas del señor obispo Zumárraga se llevó a la ermita de Guadalupe la sagrada imagen». Don Carlos de Sigüenza y Góngora lo había hallado entre escritos de un don Domingo de San Antón Muñoz Chimalpain, lo conservo como verdadero tesoro y se lo dio para que lo incluyera en su historia al historiador jesuita, que, finalmente, renunció a la inserción «por haber salido su historia más abultada y crecida de lo que el quería».
Aportación inapreciable para las apariciones guadalupanas hubieran sido los documentos relacionados con Zumárraga, mencionados anteriormente, perdidos en la actualidad, y señalados solo en referencias históricas muy posteriores. El padre Pedro de Mezquia, religioso de Propaganda Fide, -nos lo refiere el presbítero Cayetano Cabrera, autor hacia 1740 del «Escudo de Armas»- leyó en el convento de franciscanos de Vitoria una relación de Zumárraga a los religiosos de dicho convento sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, «según y como aconteció», y había prometido traerla a México. Don Juan Joaquín Sopeña, canónigo de la colegiata, que entonces vivía -completa la noticia el doctor José Patricio Fernández de Uribe en una Disertacion historico-critica que escribió por 1788 sobre las apariciones-, pregunta después al padre Mezquia por la relación que había prometido traer a México. El religioso le informa de su probable desaparición en el incendio que destruyó el archivo del convento, pues él posteriormente no la había encontrado.
El deán de la catedral mexicana, don Alonso Muñoz de la Torre, en una visita al arzobispo mexicano fray García de Santamaría y Mendoza, de la Orden de los Jerónimos (1601-1606), lo encontró leyendo con singular cariño los autos y procesos de la aparición guadalupana. Son también documentos muy atendibles en pro de las apariciones del Tepeyac muchas de las obras históricas de indios, entre las que merecen señalarse once anales y dos mapas, clasificables, según su procedencia geográfica, en dos grandes grupos: los de la región poblano-tlaxcalteca y los del valle de México.
Además del apoyo no poco consistente de documentos escritos, en los que llama la atención la escasez y casi ausencia de los españoles, las apariciones guadalupanas pueden alegar en su favor una tradición oral amplia, constante y uniforme. Cuando en 1665 el culto de nuestra Señora de Guadalupe, con su carácter popular y grandioso, iba en continuo auge, el cabildo catedral metropolitano de México, sede vacante, se resuelve a hacer las informaciones sobre el milagro del Tepeyac que se creen necesarias para obtener de la Santa Sede la concesión de oficio y fiesta propios de la guadalupana, según se había ya solicitado desde 1663.
Fueron examinados sobre el milagro del Tepeyac veintiún testigos, escogidos entre los vecinos de los lugares mas relacionada con aquel: Cuauhtitlan, de donde era natural y vecino Juan Diego, y México. Todos ellos sabían de las apariciones desde sus más tiernos años, y varios tenían noticias de personas que no solo habían conocido a Juan Diego, sino que habían oído de su boca el maravilloso relato.
Los ocho testigos interpelados en Cuauhtitlan habían oído a sus padres el relato de las apariciones; alguno, además, a todos los naturales del pueblo, porque allí era publico y acudían a la ermita con sahumerios y flores. De los trece que declararon en México, del 18 de febrero al 22 de marzo -once habían nacido en Nueva España y dos en la península Ibérica-, dos seglares ilustres, el resto sacerdotes del clero secular y regular, y todos ellos ancianos distinguidos en virtud, saber y posición social, estuvieron contestes no solo acerca de las apariciones del Tepeyac, sino en haber sabido de ellas llegados apenas al uso de la razón. Les fueron confirmados estos primeros datos por muchas personas ancianas de todos estados, puestos y condiciones y nunca habían oído nada en contrario.
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