Las dificilísimas relaciones entre la Iglesia y el régimen de Hitler (I)
LA IGLESIA INTENTÓ SALVAR LO SALVABLE Y SE ENFRENTÓ CON FUERZA A LA MALA VOLUNTAD DEL RÉGIMEN HITLERIANO
El 28 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, y Hitler sólo tardó tres días en convocar nuevas elecciones. El 5 de marzo las urnas le dieron 288 escaños, que no suponían mayoría absoluta en un parlamento de 647 diputados, pero aprovechó el incendio del Reichstag, atribuido a los comunistas pero en realidad organizado por los nazis, para declarar ilegal al partido comunista. Descartados así los 81 diputados comunistas, los nazis obtenían una mayoría absoluta por escaso margen –10 Escaños, con la que aprobaban una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan sólo una hora después se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar esta medida, y, con la maquinaria de propaganda firmemente en manos del nazi Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por abrumadora mayoría. Con ello, Adolf Hitler se convertía en señor absoluto de Alemania hasta el aplastamiento de ésta en 1945.
Desde su aparición en la escena pública, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya había advertido públicamente de las consecuencias que traería la prevalencia de «un duro nacionalismo, es decir, el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien» (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en día, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo. A diferencia de otras épocas, no puede decirse que los fieles católicos no entendieran el mensaje o lo recibieran con indiferencia. El fulgurante ascenso de la representación parlamentaria del partido nacionalsocialista se debió al voto masivo de las zonas protestantes, sobre todo Prusia, mientras que los católicos se decidieron sobre todo por el viejo «Zentrum» –nacido en la época de Bismarck, e instrumento decisivo para poner fin a su «Kulturkampf»–, y, en Baviera –zona católica y a la vez de bastante inclinación nacionalista y donde se gestó el partido nazi–, a este se le sumaba el partido populista bávaro, que obtuvo 19 escaños en 1933.
Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Fulda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: «la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana». Por lo demás, se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva «Kulturkampf», los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato. Su propaganda empezó a preparar el terreno hablando de los pactos de Letrán con la Italia de Mussolini como «modélicos».
En realidad, la iniciativa de un concordato entre el III Reich y la Santa Sede no surgió ni de los nazis ni de la Iglesia, sino de un político católico del Centro, Franz von Papen, a quien Hitler, que quería, mientras viviera Hindenburg, mantener una apariencia respetable, le tenía en su gobierno como vicecanciller. Como católico y miembro del gobierno, creía que un acuerdo serviría para resolver las posibles fricciones que ya empezaban a manifestarse. Con este fin, von Papen visitó Roma en abril de 1933.
En Roma, las principales figuras con las que tenía que entrevistarse eran dos: el Papa Pío XI, y su Secretario de Estado Pacelli. Los dos eran favorables a firmar un concordato, y pensaban que, por pocas que fuesen las ventajas, siempre resultaba conveniente intentar entenderse con los diferentes regímenes, aunque fueran hostiles a la Iglesia, como se había demostrado, por ejemplo, con la República española.
El concordato no requirió largas negociaciones. Básicamente reproducía el contenido de los recientes concordatos con varios «Länder» alemanes, Baviera, Prusia y Baden, que habían sido negociados por el entonces nuncio Pacelli. Sólo hubo un punto controvertido. Pío XI, que tantas esperanzas tenía puestas en las organizaciones confesionales, quería dejar bien atado que conservaban su independencia, especialmente las juveniles. La experiencia italiana le mostraba que ese era un punto de fricción. Al final se llegó a una redacción que satisfacía a las dos partes, y la firma fue pregonada como un éxito por ambas.
No hubo ingenuidad en la negociación del concordato, salvo, quizás, por parte de von Papen. Hitler, desde el primer momento, no actuaba de buena fe. La Iglesia no se hacía ilusiones al respecto, pero consideraba que el concordato serviría de referencia para denunciar los previsibles abusos que cometerían las autoridades, y quizás para mitigarlas. Es difícil calibrar hasta qué punto sirvió para conseguir este último objetivo, pero puede aventurarse que tuvo cierta utilidad. En cuanto al instrumento en sí, no parece en absoluto desacertado su contenido si se tiene en cuenta que ese concordato de 1933 sigue todavía vigente.
El gobierno empezó a incumplir el concordato desde el primer momento. Y desde el primer momento empezaron a llover las denuncias por parte de los obispos alemanes. Se hostigaba a la Iglesia de diversos modos, sin excluir encarcelamientos de eclesiásticos. Desde Roma se apoyaba a la jerarquía local, y Pacelli envió varios memorandums de protesta a las autoridades alemanas, y el mismo Pío XI aprovechó varias peregrinaciones de alemanes para formular públicamente sus quejas. A partir de 1935, la propaganda nazi lanzó una campaña de desprestigio de la Iglesia católica, con el montaje de varios procesos amañados a eclesiásticos acusados de fraude.
En enero de 1937 llegaban a Roma, con la mayor discreción posible, los principales representantes del episcopado alemán: los cardenales Bertram (el Primado, de Breslau, ciudad actualmente polaca con el nombre de Wroclaw), Faulhaber (Munich) y Schulte (Colonia), y los obispos Preysing (Berlín) y von Galen (Munster). A la vista del acoso que sufría la Iglesia católica alemana, iban con el propósito de solicitar una intervención pontificia que condenara el nazismo. De aquí nacería la encíclica “Mit brennender Sorge", que, contrariamente a lo que se piensa, partió de una iniciativa del episcopado alemán, no de la Santa Sede.
En Roma se entrevistaron con Pío XI y con el cardenal Pacelli. El primero, sin dejar de darles su pleno apoyo, fue algo reservado. Pero Pacelli suscribió la iniciativa sin reservas, y pidió al cardenal Faulhaber un borrador. A los cuatro días lo pasó al Secretario de Estado, y Pacelli, que dominaba el alemán, le dio su forma definitiva. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, calificación de la construcción de una iglesia nacional como apostasía, etc. No faltaban referencias a lo que hoy se denomina «culto a la personalidad»: «Quien quiera que, con sacrílego desconocimiento de las diferencias esenciales entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osara levantar a un mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, al nivel de Cristo, más aún, por encima de Él o contra Él, ese merece que se le diga que es un profeta de fantasías, al que se le aplica espantosamente la palabra terrible de la Escritura. El que vive en los cielos se ríe de ellos». Por mucho menos se había dado por personalmente aludido Adolf Hitler. Pero Pío XI no dudó en firmar la encíclica.
Fue una sorpresa general, para fieles, autoridades y policía, la lectura de la encíclica, el domingo día 21 de marzo de 1937, en todos los templos católicos alemanes, que eran más de 11.000. La unanimidad fue absoluta. Y, en toda la breve historia del Tercer Reich, nunca recibió éste en Alemania una contestación que llegara a acercarse a la que se produjo con la “Mit brennender Sorge".
Como era de esperar, al día siguiente el órgano oficial nazi, “Voelkischer Beobachter", publicó una primera réplica a la encíclica. Pero, sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, fue lo suficientemente inteligente y perspicaz como para advertir la fuerza que había tenido esa declaración. Y, con el control total de prensa y radio que ya tenia por esas fechas, decidió que lo más conveniente para el régimen era ignorar completamente la encíclica y las declaraciones de la jerarquía. Sus subordinados cumplieron escrupulosamente sus órdenes. Y, durante una temporada, disminuyeron asimismo los ataques a la Iglesia.
Un año después, en marzo de 1938, el ejército alemán entraba en Austria, llamado por un canciller que había impuesto Hitler con amenazas. En general, se recibió bien la anexión –el «Anschluss»–, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen que del régimen alemán había dado la activa propaganda nazi. Se convocó un plebiscito, por el que Austria pasaba a ser la «Ostmark», la «marca del Este» del Reich alemán.
Se vivía un clima de euforia. Si para la humillada Austria era la recuperación del orgullo perdido, para más de un eclesiástico era el alejamiento del peligro comunista. Todavía no sabían con quien se habían juntado. Con ese ambiente, cuando Hitler –austríaco de nacimiento– llegó a Viena, se entrevistó con el cardenal Innitzer. Creyendo que era bien acogido, emitió unas directrices en las que pedía que se acogiera la anexión con buena voluntad, e incluía, como se lo había pedido el Führer, el que las organizaciones juveniles se prepararan para incorporarse a las del Reich alemán. Pocos días después encabezaba una declaración del episcopado austríaco en la que se daba la bienvenida y se ensalzaba al nacionalsocialismo alemán. Enseguida vio Innitzer que se habían rebasado los limites de la prudencia, y añadió una nota aclaratoria en la que se decía que todo lo anterior estaba condicionado a que se garantizaran los derechos de Dios y de la iglesia. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda referencia a esta última nota.
Este comportamiento fue muy mal recibido en Roma, máxime cuando incluía esa imprudente declaración sobre las organizaciones juveniles católicas. Innitzer fue inmediatamente llamado a Roma. Allí le esperaba Pacelli, con quien mantuvo una tensa conversación. Como resultado, “L’Osservatore Romano” publicaba el 7 de abril una declaración de Innitzer, que venía a ser una rectificación de lo anterior, en la que reivindicaba los derechos establecidos en el concordato austríaco, la independencia de las organizaciones juveniles católicas y los derechos de los fieles cristianos. Sólo entonces recibía Pío XI al cardenal austríaco; hasta entonces no había querido hacerlo.
La prensa nazi ignoró la rectificación. Y el nuevo gobierno suprimió de un golpe las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y, poco más tarde, hasta la facultad de teología de Innsbruck. El palacio arzobispal de Innitzer fue asaltado y arrasado por las «Hitler-Jugend», las juventudes hitlerianas.
Lo ocurrido en Austria muestra el acierto de los obispos alemanes. La firmeza de estos impidió que los nazis tomaran las medidas de desmantelamiento de la Iglesia católica en Alemania, país en que los católicos eran minoría, mientras que la debilidad y cortedad de miras de los austríacos no pusieron freno a esas medidas en la católica Austria.
7 comentarios
De otra parte, hay que recordar que el nacionalsocialismo es ante todo un movimiento ultranacionalista alemán. Y que en el nacionalismo alemán el influjo septentrional y prusiano, pero no sólo él, tenía un ingrediente anticatólico. Entre otras causas, se exaltaba a Lutero como uno de los artífices de la nación alemana, frente al carácter romano y por tanto supuestamente no germano de la Iglesia Católica; y ello enlaza con el antirromanismo de ese nacionalismo alemán, que se pretende afirmar en la enemiga de romanos y germanos en la Antigüedad (Arminio, etc.). Hay que decir que Hitler, desde los inicios de su carrera política, se distanció de ese anticatolicismo, dejando claro que para él lo germano no se contraponía a lo católico sino a lo judío. Esta actitud le valió severas críticas de personajes que representaban a ese nacionalismo que inexactamente he llamado "prusiano", y no impidió que muchos otros nazis mantuvieran esas tradicionales posturas anticatólicas. Luego hubo otros nazis que asumieron directamente una posición anticristiana (Rosenberg, Martin Bormann), y un sector minoritario pagano, dejando aparte las curiosas veleidades esotéricas y paganoides de Himmler y su círculo. Pero éstas no fueron las ideas oficiales del movimiento nazi, ni tampoco del propio Hitler. La postura oficial fue no identificarse con ninguna de las confesiones, aunque es cierto que en general había mucha más simpatía hacia el protestantismo por ser supuestamente más germánico, más nacional y no depender del Vaticano al que no dejaba de verse como un poder exterior.
No hay que olvidar que el Estado de Hitler admitía en su seno mucha más pluralidad de que se suele creer, y que en ámbitos de tanta importancia como el Ejército o la diplomacia había importantes personajes reconocidamente no nazis y aun críticos del sistema. Goebbels, pese a su anticlericalismo y heterodoxia, se consideraba católico. Hubo muchísimos fervientes católicos que sirvieron a su patria bajo el régimen de Hitler: el embajador Von Papen, el general Halder, el mariscal Von Leeb, o el heroico piloto Werner Mölders (el primer hombre que derribó cien aviones). Es, como he dicho, un fenómeno enormemente complejo.
Cuestión aparte, y la que a los cristianos más inadmisible nos puede resultar del régimen nacionalsocialista, es el brutal relativismo moral a que condujo su ultranacionalismo. Los dirigentes nazis, y Hitler en particular, no eran hombres sádicos ni crueles, pero consideraban que ningún freno moral debía detener un acto, por criminal que fuera, si lo creían en provecho de la grandeza de Alemania. Algo que los católicos, ni entonces, ni ahora ni nunca podemos aceptar.
Por otra parte, al considerar las relaciones de la Iglesia con el III Reich, creo que no pueden dejar de considerarse los aspectos positivos de aquel régimen que, no lo olvidemos, tenía el masivo y rotundo respaldo de la población alemana, incluidos los católicos que, si bien mucho más reticentes que los protestantes al partido nazi, eran en su mayoría fuertemente leales a Hitler como caudillo nacional de Alemania.
Así, hay que recordar que la encíclica "Mit brennender sorge" condena aspectos del movimento nazi ciertamente deleznables, pero que no tenían carácter oficial. Es más, no hay una condena del nacionalsocialismo como tal, ni del Estado de Hitler, en la encíclica. Ni siquiera cuestiona la afiliación obligatoria a la Hitlerjugend, elogiando incluso sus "cantos de libertad" y su fomento del amor a la patria; sí condena que se utilizara para alejar a los jóvenes de la doctrina y la práctica religiosa. La encíclica está fechada el día 14 de marzo de 1937, y exactamente cinco días después el mismo Papa Pío XI anunciaba otra, "Divini Redemptoris", en la que, en marcado contraste con la anterior, condenaba sin ambages el comunismo como "intrínsecamente perverso".
Puede que el nazismo fuera brutal y que muchos de sus dirigentes y seguidores fueran hostiles a la Iglesia. Pero en una época en que el marxismo difundía sus salvajes ideas materialistas y anticristianas, y destruía los cimientos mismos de la Civilización Occidental, los nazis fueron capaces de disputarles con éxito el favor de las masas y de aplastar el comunismo en la nación más importante de Europa. Por erróneas y criminales que fueran algunas de sus facetas, su actitud frente al cristianismo, que repito fue muy compleja, siempre fue más favorable que la del comunismo o la de las corrientes progresistas que dominaron la "cultura" en la era de Weimar.
Por todo ello, la Iglesia y el Estado nacionalsocialista nunca dejaron de reconocerse entre sí.
Me quedo con estas 2 perlas:
"Los dirigentes nazis, y Hitler en particular, no eran hombres sádicos ni crueles, pero consideraban que ningún freno moral debía detener un acto, por criminal que fuera, si lo creían en provecho de la grandeza de Alemania. Algo que los católicos, ni entonces, ni ahora ni nunca podemos aceptar."
"Puede que el nazismo fuera brutal y que muchos de sus dirigentes y seguidores fueran hostiles a la Iglesia. Pero en una época en que el marxismo difundía sus salvajes ideas materialistas y anticristianas, y destruía los cimientos mismos de la Civilización Occidental, los nazis fueron capaces de disputarles con éxito el favor de las masas y de aplastar el comunismo en la nación más importante de Europa. Por erróneas y criminales que fueran algunas de sus facetas, su actitud frente al cristianismo, que repito fue muy compleja, siempre fue más favorable que la del comunismo o la de las corrientes progresistas que dominaron la "cultura" en la era de Weimar."
Cualquier católico que se precie, pues, pertenezca o no al antiguo Imperio Austro-húngaro o al Prusiano-sajón, herederos ambos del SacroSanto Imperio RomanoGermánico proveniente de Carlomagno debe admitir que aunque ligeramente tormentosas, las relaciones Santa Sede-III Reich fueron más beneficiosas para nuestra Fe, que las existentes entre el bolchevismo pagano y el nefasto liberalismo librepensador.
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