La educación ha estado siempre presente en la obra de la evangelización de la Iglesia: su presencia en la promoción de la cultura y en la creación de instituciones educativas ha buscado explicar, ilustrar y demostrar el mensaje de la fe, partiendo del conocimiento de la Creación y de las capacidades intelectuales del ser humano.
La Iglesia educa, en primer lugar, para transmitir el mensaje de Cristo a las nuevas generaciones y para que así puedan hacerse cristianas; es lo que llamamos «la iniciación cristiana», que se realiza en cada persona normalmente con la colaboración de la familia, la parroquia y la escuela.
La educación de la Iglesia sirve también para mostrar de manera concreta el ideal evangélico de que todos somos hermanos, puesto que se pretende transmitir el conocimiento a todos, y especialmente a los más pobres. Solo hay que pensar en la cantidad de iniciativas dirigidas a la educación de los más necesitados de la sociedad que ha habido a lo largo de la historia. Esto muestra que el cristianismo no es contrario al desarrollo material y cultural del ser humano, sino que tiene como misión perfeccionarlo y elevarlo mediante la aportación de un sentido trascendente. La Iglesia, como maestra de humanidad, educa para formar personas de manera íntegra y plena, imitando a Jesús, el maestro de Nazaret.
Tras la caída del Imperio romano y la formación de los diversos reinos, proliferaron escuelas episcopales para formar a los candidatos al sacerdocio: el II Concilio de Toledo del año 527 prescribió en su canon I que los jóvenes oblatos, una vez tonsurados, fueran educados por la Iglesia, bajo la tutela del obispo local, por una persona encargada especialmente de su educación, y que vivieran junto al obispo en la «Domus Ecclesiae», la «Casa de la Iglesia». Las escuelas monásticas —que ya habían aparecido con el monacato en Oriente— cultivaban la formación intelectual y la espiritual en los novicios.
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