El obispo poeta (1)
La historia nos habla de tres obispos toledanos de nombre Eugenio. El primero de ellos, cuya vida, predicación y martirio se pierde entre la bruma de la historia y la leyenda, habría sido el que trajo la fe cristiana a las tierras bañadas por el Tajo. Los otros dos serán obispos del siglo VII, en la época del reino visigodo de Toledo, y uno de ellos sucesor del otro en la sede episcopal.
La vida y personalidad del último Eugenio lo sitúa entre las grandes figuras de su época, e incluso de la historia de la Iglesia y de la literatura, por sus escritos y por su labor como obispo de Toledo. A pesar de su carácter humilde que le llevaba a querer pasar desapercibido y de haber desarrollado su ministerio entre grandes y santos obispos como san Eladio, antecesor suyo, o san Ildefonso y san Julián, posteriores a él, san Eugenio brilla con luz propia. Como maestro, como poeta y como pastor de la Iglesia es modelo de hombre creyente que se entrega a Dios y al prójimo en las situaciones concretas de su vida.
Nacimiento e infancia
En los últimos años del siglo VI, en el seno de una familia hispano-romana, con profundas raíces cristianas, nació un hijo varón al que sus padres, Nicolás y Basilia, consideraron como un regalo del Cielo. Después de haber tenido dos hijas, Evancia y Lucía, que ya habían llegado a la adolescencia, llegaba el hijo varón, al que llamaron Eugenio, el «bien-nacido». Esto nos indica la preocupación por su salud, así como el gusto por la cultura greco-bizantina que dominaba en la corte real visigoda desde Leovigildo. También la comunidad cristiana volvía sus ojos con admiración hacia la Iglesia de oriente por su prestigio teológico y su esplendor litúrgico.
Tras la conversión de los visigodos a la fe católica en el Concilio III de Toledo del año 589, la sociedad iba poco a poco adquiriendo la cohesión necesaria entre los dos grandes grupos de población, los hispano-romanos mayoritariamente católicos y los visigodos ya convertidos del arrianismo. Todos tuvieron que poner de su parte y hacer un esfuerzo para que el reino se cimentara sólidamente en paz y convivencia. Los mejores medios eran la fe y la educación, y por eso promovieron muchas e importantes realizaciones educativas y catequéticas tanto los reyes como los obispos.
Al haber nacido poco después de aquel gran Concilio, Eugenio vivió en su familia la importancia de una buena formación humana y cristiana, así como de la unidad entre todos los miembros de la sociedad. Sus padres le dieron un buen ejemplo en este sentido, pues siendo ellos de una importante familia cristiana de raíces hispano-romanas no tuvieron inconveniente en que sus hijas contrajeran matrimonio con estirpes germánicas. Así, Evancia se casó con un descendiente del rey Atanagildo, mientras que Lucía lo hizo con Esteban, de una noble familia visigótica. Según algunos, el hijo de Lucía y Esteban fue bautizado con un nombre visigótico, Ildefonso, y llegaría a ser obispo de Toledo, como su tío Eugenio, que debía ser unos quince años mayor que el sobrino.
Como tantos hijos de familias cristianas, y a pesar de que Eugenio era de salud delicada, mostró desde temprana edad una clara predisposición a la vida religiosa, y por ello sus padres no pusieron impedimento a su ingreso en la escuela catedralicia cuando apenas había cumplido los diez años de edad.
Formación eclesiástica
Los oblatos eran niños que entraban en las escuelas que tenía la Iglesia, bien en las catedrales, bien en los monasterios, para ser iniciados en el aprendizaje de la sabiduría. Al cabo de unos años, culminada su formación, decidían si su vocación era el servicio de Dios en la Iglesia o era la vida secular.
El sistema escolar de la sociedad visigoda del siglo VII era realmente eficiente, como lo demuestra la calidad literaria de los escritos conservados, no solo de Eugenio, sino de otros autores de la época. Esta buena formación de los niños y adolescentes produjo una vida cultural de alto nivel que se plasmó en múltiples obras, muchas de las cuales se perdieron, por desgracia, con la invasión musulmana del siglo siguiente.
La alfabetización y la primera enseñanza elemental la recibían los niños en su propia familia, encargándose con frecuencia sus propias madres, o algún siervo instruido. Junto con el abecedario latino, los niños eran instruidos en las primeras nociones de la fe y la moral cristianas. El mundo hispano-visigodo no limitaba estas primeras letras solo a los varones, puesto que en un futuro esas niñas, al llegar a esposas y madres, tendrían que ser las primeras maestras de sus propios hijos.
Habiendo desaparecido ya en esta época las antiguas escuelas romanas eran las escuelas de la Iglesia, catedralicias y monásticas, las que recibían a los niños a partir de los diez o doce años y les inculcaban las letras necesarias para su futura misión. Ya el Concilio II de Toledo, en el año 527, precisó que las escuelas episcopales debían encomendarse a un maestro que combinara la formación humana y la espiritual tanto en lo teórico como en lo práctico, bajo la supervisión del obispo. Al cumplir los dieciocho años, respetando siempre su libertad, los estudiantes tomarían la decisión de seguir la carrera eclesiástica o de dedicarse a la vida civil contrayendo matrimonio.
También existía en Toledo una escuela vinculada al Palacio Real donde los hijos e hijas de la nobleza eran instruidos por un clérigo. De aquí provenía la educación de los reyes visigodos escritores como fueron Sisebuto, Chindasvinto o Recesvinto, de los futuros magistrados de la corte y de otros servidores de la casa real o del ejército.
El niño Eugenio recibió la enseñanza del Trivium y Quadrivium en la escuela episcopal de Santa María de Toledo, y cuando ya hizo su opción de vida por el estado eclesiástico comenzó su formación en Teología, Sagrada Escritura, Cánones y Liturgia. Por entonces había sido elegido Eladio como obispo de Toledo, que era un hombre de profunda vida espiritual, antes abad del monasterio Agaliense, y que fue un gran estímulo para Eugenio y los demás aspirantes al sacerdocio.
La apariencia física del joven clérigo Eugenio era bastante pobre, pues todos le veían delgado, bajo de estatura y enfermizo, pero debajo de esa impresión se descubría un alma gigante. Los que le conocieron le describieron como ardoroso, poderoso de espíritu e impulsivo buscador de nobles ideales. Así, sacando fuerzas de su flaqueza, siguió con fervor sus buenos propósitos espirituales, y tanto destacó en el período de sus estudios, y tanto mostró su capacidad de ayudar a otros que fue llamado a ser maestro de la propia escuela episcopal donde él se había formado.
(continuará…)
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