Santa María, los mártires y los santos
Junto a nuestra Madre, los santos son espejo en el que mirarse para aprender a vivir. El ideal de perfección es el martirio, el testimonio supremo de aquellos que dieron la vida y derramaron su sangre por Cristo. En la época visigoda fue grande la veneración a los mártires, y se veneraban con gran devoción sus tumbas y sus reliquias. Se consideraba un privilegio ser enterrado cerca de algún mártir, para llegar al día de la resurrección al lado de estos héroes de la fe.Conocer, celebrar e imitar a Santa María y a los santos es fundamental en la vida y espiritualidad de un cristiano. Sus celebraciones a lo largo del año litúrgico nos ayudan a los creyentes en el camino del seguimiento de Cristo. Son modelos para nosotros, porque han sabido realizar en su vida el Evangelio, y además nos acompañan y ayudan con su intercesión. De la Virgen se ha dicho que es la «primera cristiana», la primera «peregrina de la fe», y por eso todas las generaciones la han llamado «bienaventurada» y han puesto la mirada en ella.
Además del martirio de sangre está el dolor de cada día ofrecido en amor a Cristo, por medio de una vida virtuosa y santa. Poner la mirada en los que nos han precedido en el camino de la fe y admirar sus ejemplos de entrega a Dios y de todas las virtudes es toda una escuela de espiritualidad para los bautizados de todas las épocas. Deberíamos tener siempre entre las manos la biografía de algún santo para que su lectura nos sirviera de estímulo.
En su predicación y en sus escritos los Padres Visigodos fueron recogiendo los ejemplos de santidad más cercanos a ellos geográfica y temporalmente. Las narraciones de sus penitencias y oraciones, de su vida de oración y de sus milagros se fueron transmitiendo de generación en generación y, tras la invasión musulmana, se conservaron entre los mozárabes y llegaron más allá de las fronteras de España. Muchas reliquias de santos de esta época se perdieron, pero otras muchas fueron transportadas como verdaderos tesoros por los cristianos que huían hacia el norte.
El culto a los santos nos eleva hacia la meta de nuestra vida y nos invita a pedirles con humildad su intercesión en el día de su fiesta o en otras celebraciones. Los visigodos dedicaron muchas iglesias a Santa María y a diversos mártires y santos, y los obispos tomaron como una de sus obligaciones la composición de textos litúrgicos para las misas y oficios de sus memorias.
La gran figura de la devoción a Santa María en la Iglesia visigoda es el obispo toledano san Ildefonso, con su libro “En Defensa de la Virginidad de María” y con la festividad de María, en la Anunciación y Encarnación, fijada el 18 de diciembre por el Concilio X de Toledo del año 656. San Ildefonso recibió el amor de la Virgen, porque él se entregó totalmente a Ella, como escribió en su libro:
…Vengo a ti, la sin par Virgen Madre de Dios; me postro ante ti…, me humillo ante ti…, y te suplico a ti…: que obtengas sean borrados mis pecados, que hagas que yo ame la gloria de tu virginidad, que me reveles la abundante dulzura de tu Hijo, que me otorgues hablar y defender la autenticidad de la fe en tu Hijo y me concedas, así mismo, unirme a Dios y a ti, ser esclavo de tu Hijo y tuyo, servir a tu Señor y a ti.
…Por eso yo soy tu esclavo, porque mi Señor es tu Hijo. Por eso eres tú mi Señora, porque eres Esclava de mi Señor. Por eso yo soy esclavo de la Esclava de mi Señor, porque tú, Señora mía, fuiste hecha Madre de tu Señor. Por eso fui hecho tu esclavo, porque tú fuiste hecha la Madre de mi Hacedor.
Te ruego, te ruego, Santa Virgen, que yo posea a Jesús…; que mi alma reciba a Jesús …; que yo pueda conocer a Jesús.
2 comentarios
Qué pena da pensar en la España católica de aquel entonces, y en la de ahora.
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