La Buena Muerte
En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.» (Lc. 10, 27-30)
¿Estamos preparados para morir? Esa es la pregunta. Conozco a muchas personas – muchas buenas personas a las que quiero mucho – que le tienen mucho miedo a la muerte: a la muerte de sus seres queridos y a su propia muerte. La pandemia de los últimos años no ha hecho sino agravar esa angustia y ese miedo a la muerte. Pero por fe sabemos que ni un solo pelo de la cabeza se cae, si Dios no lo permite. Viviremos mientras Dios quiera que vivamos. Y ni un segundo más. Es Dios quien dispone de nuestra vida porque Él es la Vida.
La mayoría de la gente le tiene mucho apego a la vida en este mundo, seguramente porque piensan que esta vida es la única que tienen y que la muerte supone desaparecer y convertirse en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Los hombres sin Dios se debaten entre el deseo de disfrutar los placeres de este mundo y el miedo a la muerte, que es la gran aguafiestas. No hay dolor más grande que estar vivo, desear disfrutar de la vida y de sus placeres y ser consciente a la vez de que vas a morir. Cuanto más sabes, más dolor, más sufrimiento. «Porque en la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor», nos enseñaba ya el Libro del Eclesiastés.
Una de las joyas de la poesía en español es el poema Lo Fatal de Rubén Darío, que expresa maravillosamente ese temor, ese terror, ese espanto que siente el hombre sin Dios ante la desorientación existencial y ante la realidad inexorable de la muerte.
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la
y sufrir por la vida y por la sombra y porlo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…
El hombre moderno no sabe a dónde va ni de dónde viene. Esa es su gran tragedia. Y no lo sabe porque el hombre moderno ha apostatado y ya no cree en Dios. El hombre moderno apóstata quiere ser él mismo su propio dios y se cree que él se ha creado a sí mismo y que puede ser lo que él quiera ser o lo que sienta que es.
El hombre sin Dios se cree autónomo. Cree que él es su propio fin. Ser autónomo significa que se niega a aceptar que solo es una criatura de Dios. No cree que Dios le ha dado la vida, que gobierna su vida por la divina providencia y que su fin último (teleología) es volver a Dios. El impío ya no cree que vivimos porque Dios quiere que vivamos, porque Dios es el Señor y el Dador de Vida. Y si el impío no cree que sea Dios quien le ha dado la vida y quien se la mantiene a cada instante, tampoco cree que nuestro destino es volver a Dios.