«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad; la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer».
León XIII, Immortale Dei, 1885, 28.
Hubo un tiempo en que Dios era el centro de la vida de los hombres y de los pueblos. Era la Cristiandad. Todo giraba en torno a Dios y las costumbres y las relaciones sociales estaban impregnadas de la sabiduría cristiana. Por eso, la Iglesia del pueblo ocupaba un lugar preeminente: Dios estaba en el centro porque era lo más importante. Pero Dios ya no pinta nada; y donde antes estaba Dios, ahora el hombre se ha puesto a sí mismo.
El P. Iraburu, en su artículo (36) Cardenal Pie, obispo de Poitiers –IV el relativismo liberal vigente escribe lo siguiente:
“El liberalismo, a partir del siglo XIX, impone el naturalismo en todos los ámbitos, en la política y las leyes, en la cultura y la educación, en la pedagogía y el arte, en todo. Su definición es muy sencilla. El liberalismo es la afirmación absoluta de la libertad del hombre por sí misma; es la afirmación soberana de su voluntad al margen de la voluntad de Dios o incluso contra ella. Es, pues, un rechazo de la soberanía de Dios, que viene a ser sustituida por la de los hombres, es decir, en términos políticos, por una presunta soberanía del pueblo, normalmente manipulada por una minoría política, bancaria y mediática. Históricamente, el liberalismo es, pues, un modo de naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios”.
El liberalismo ha destruido casi completamente la cultura tradicional católica y nos ha hecho creer que lo más importante son los derechos y las libertades individuales: “lo que importa es mi libertad y mi derecho a ser y a hacer lo que me dé la gana”. Se trata de una pura afirmación de la voluntad del hombre al margen de cualquier cortapisa moral. Efectivamente, la modernidad liberal se rebela contra Dios: no cumpliré los mandamientos, no te serviré. Yo seré como Dios y decidiré, según me convenga, lo que está bien y lo que está mal. Dicen los seguidores de Nietzsche que la moral tradicional cristiana es antinatural porque presenta leyes que van en contra de las tendencias primordiales de la vida. Según el pensamiento moderno, la moral cristiana sería una moral de resentimiento contra los instintos y el mundo biológico y natural, lo que quedaría de manifiesto en la obsesión de esta moral tradicional por limitar el papel del cuerpo y de la sexualidad. Por esta demolición de la moral cristiana tradicional, hoy en día proliferan los divorcios, las infidelidades y la promiscuidad; por no hablar de la pornografía, la prostitución y la violencia sexual: porque no estamos dispuestos a reprimir nuestros deseos ni a controlar nuestros instintos. Mejor dar rienda suelta y acostarse con todos o con todas las que puedas. Y si ya no siento nada por ti, te dejo y me voy con otra. Y así nos va: familias rotas, niños infelices y almas perdidas a causa del pecado.
Leer más... »