España ha sido un reino histórico ordenado al Reino de Dios. De hecho, nuestra primera bandera no era sino una simple cruz de madera: la Cruz de la Victoria, que se conserva en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo. Una cruz frente a la media luna de la herejía mahometana. Frente a la imposición de una fe falsa, los hijos de María Santísima se rebelaron contra la secta islamista y lucharon durante casi ochocientos años hasta expulsarlos de nuestra tierra. Porque España es nuestra patria: la patria de Pelayo, la patria de Alfonso II, el Casto; la patria de Fernando III, el Santo; la patria de los Reyes Católicos. No se entiende España sin la cruz.
La Ley de Dios, la caridad, el Evangelio, eran nuestras leyes fundamentales, las bases de todas las demás leyes y las normas primordiales del gobierno de nuestros monarcas: ¡Ojo! Sin idealismos románticos. El hombre es pecador y solo la gracia de Dios nos santifica. Todo lo bueno que el hombre hace es por la gracia de Dios. Pero la corrupción, el despotismo, las arbitrariedades, las injusticias, el egoísmo, los odios… son frutos podres de nuestro pecado. Por eso necesitamos vivir en gracia de Dios unidos a Cristo.
La espada y la cruz: un rey que gobierna y trabaja por el bien común de toda España, asesorado por la Iglesia y por todos aquellos hombres santos que tengan como fin, no buscar su propio bien, su enriquecimiento y bienestar, sino la gloria de Dios y la Patria Celestial. Nuestro bien personal y social tiene un nombre; el nombre sobre todo nombre y ante quien toda rodilla se ha de doblar en el cielo, en la tierra y en el abismo: Cristo. Nuestra fe pone a Cristo en el centro y condiciona y subordina la libertad al bien, al amor, a la caridad. La Ley de Dios es eternamente justa. Así lo señala el Salmo 19:
La ley de Dios es perfecta,
y nos da nueva vida.
Sus mandatos son dignos de confianza,
pues dan sabiduría a los jóvenes.
Las normas de Dios son rectas
y alegran el corazón.
Sus mandamientos son puros
y nos dan sabiduría.
La palabra de Dios es limpia
y siempre se mantiene firme.
Sus decisiones son al mismo tiempo
verdaderas y justas.
Cuando en tu vida personal, familiar o profesional te riges por la Ley de Dios, vas dejando un rastro de amor a tu paso; vas dejando el buen olor de Cristo; vas ordenando tu vida y la vida de cuantos te rodean a Dios y a su Reino. Y procurando el bien del prójimo que vive y trabaja a tu lado, procuras al mismo tiempo el bien común de tu familia, de tu empresa, de tus clientes, de tu pueblo… Por el amor de Dios, vas creando espacios de caridad y felicidad alrededor de ti. Nuestra felicidad es Cristo y nuestro deber es ayudar a Dios a llevar a todas las almas a su plenitud.
En España, hasta las piedras dan gloria y alabanza a Cristo: las de las grandes catedrales, las de los templos románicos, las de mi pequeña iglesia de Santiago de Gobiendes… Desde el siglo IX, la pequeña iglesia de mi aldea ha dado gloria a Dios, a Cristo; y tocar las piedras de sus muros, de sus columnas y sus capiteles es unirse a la alabanza a Dios de nuestros antepasados. Antes que Santo Tomás escribiera la Suma Teológica, mis ancestros ya daban gloria a Dios proclamando en piedra la alabanza a Jesucristo.
«Porque la vida buena que en este siglo hacemos, tiene por fin la bienaventuranza celestial, le toca al oficio del Rey procurar la vida buena de sus súbditos por los medios que más convengan, para que alcancen la celestial bienaventuranza», dice Santo Tomás de Aquino. El fin último de la política es la felicidad del hombre en este mundo – la vida buena – para que pueda llegar al cielo al final de su camino por este mundo.
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