La palabra «progreso» es una de esas palabras fetiche que, al nombrarla, lo justifica todo. En nombre del progreso se pueden hacer toda clase de barbaridades.
El progreso nos ofrece un futuro (siempre incierto y lejano) en el que ya no habrá muerte ni enfermedades incurables. Un futuro sin injusticias, sin parados, sin trabajos penosos, sin sufrimientos… Un futuro en el que tendremos todas las necesidades cubiertas y en el que seremos felices para siempre. Pero esa felicidad completa, ese momento en que no nos falte nada para siempre, no existe ni existirá en este mundo. Esa felicidad completa solo la tienen los bienaventurados en el cielo.
Pero los progresistas aspiran al paraíso en esta vida mortal porque no creen en la vida eterna. No tienen fe y sus esperanzas se limitan a esta vida efímera, tan corta, tan pasajera… a este valle de lágrimas, a esta mala noche en una mala posada. Y como no acaban de conseguir la felicidad en esta vida mortal, llega la desesperación y con ella, la evasión, la bacanal, el vitalismo dionisíaco; y tras la resaca, vuelve la desesperación, la angustia, el vacío, el desconcierto existencial: y sufrir por la vida y por la muerte y por lo que no conocemos y apenas sospechamos y el espanto seguro de estar mañana muerto… y no saber de dónde venimos ni a dónde vamos…
Ese futuro hipotético, esa utopía que nos venden los progresistas nunca llega. Añoramos el paraíso perdido: el Jardín del Edén y soñamos con volver a él. Pero al mismo tiempo caemos una y otra vez en el pecado original de Adán y Eva: la soberbia y la desobediencia a Dios. Y por mucho que se empeñe el padre franciscano Stefano Cecchin, presidente de la Pontificia Academia Mariana Internacional, Dios premia a los buenos y castiga a los malos (se lo deja claro el profesor Roberto de Mattei en el artículo que dejo enlazado). Y cada vez que el hombre ensoberbecido y endiosado se ha rebelado contra Dios, la Torre de Babel, el gigante con pies de barro del progreso, se viene abajo: una y otra vez. Epidemias, guerras, desgracias naturales, hambrunas… Dios nos pone en nuestro sitio y nos da curas de humildad. Pero el hombre caído no entiende ni aprende nada.
El supuesto progreso de la modernidad hodierna, en realidad, supone el retorno al paganismo, a la barbarie, a la bestialidad: a un mundo cruel, brutal e inhumano. Asesinar a niños en el seno de sus madres ya se considera un derecho de la mujer. Asesinar a ancianos o a enfermos dependientes o colaborar de manera cómplice para que se suiciden se considera también el «derecho a una muerte digna». Destrucción de la familia, propaganda y promoción del concubinato, de la homosexualidad, de la transexualidad… El mundo moderno, irracional, subjetivista, emotivista hasta la náusea, al alejarse del Logos ha enloquecido y vuelve a la ley de la selva: sólo los más fuertes tienen derecho a sobrevivir y los débiles deben ser exterminados. Como señala certeramente Diego Fusaro, en una interesante entrevista de Miguel Ángel Quintana Paz en The Objetive, «la civilización del consumo, de las técnicas, de las finanzas, ha creado una verdadera enemistad con respecto a lo cristiano y la religión de la trascendencia».
Nosotros, los cristianos, vivimos en este mundo pero no somos de este mundo. Sabemos que la felicidad es Cristo, que derrotó al pecado y a la muerte en la cruz. Nosotros no nos deshacemos de los hijos ni matamos a nuestros enfermos o a nuestros ancianos. Vivimos en la tierra pero nuestra patria está en el cielo. El verdadero progreso es el que ha aportado y sigue aportando la civilización cristiana. Cuando renunciamos a la civilización cristiana, retrocedemos (no avanzamos) a los tiempos de la barbarie. Por eso hay que combatir la modernidad con las armas de la fe.
Conviene recordar la Carta a Diogneto (pueden leerla completa en este enlace), del año 158 d.C.. Léanla con calma. Merece la pena.
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