La Verdad nos hace Libres
La verdad nos hace libres, pero ¿de qué nos hace libres?
La Verdad, de lo que nos hace libres es de la mentira, del error y del pecado. La Verdad que nos libera del mal es Cristo.
¿Qué nos esclaviza?
Nos esclaviza el pecado.
¿Y qué es el pecado?
El pecado es toda rebelión contra Dios y su Ley Sagrada, Eterna y Universal. El pecado es desobediencia de la Ley de Dios, de sus Mandamientos. El pecado nos esclaviza, nos ata a los afectos desordenados que nos ofrecen la felicidad pero acaban encadenándonos y nos convierten en siervos del Demonio.
¿Cuáles son los afectos desordenados?
Los afectos desordenados son aquellos apegos, aquellas tendencias, aquellos amores que en lugar de conducirnos al fin para el que hemos sido creados, nos conducen a la perdición, a la condenación, al infierno. Los afectos desordenados nos hacen creer que el bien y la felicidad no están en Dios, sino en nuestros deseos insatisfechos. Nos hacen creer que la felicidad está en el pecado: en la fornicación, en el adulterio, en el dinero, en el poder, en la reputación, en el placer y el disfrutar. Esos afectos desordenados no nos conducen a la felicidad, sino a la perdición.
¿Cuáles son esos deseos que nos llevan a la perdición?
En primer lugar, la soberbia de creer que nosotros mismos somos Dios y podemos decidir qué está bien y qué está mal, al margen de Dios. La soberbia consiste en creer que cada uno se crea a sí mismo a su gusto, que cada uno es un fin en sí mismo (y, por lo tanto, ya no es Dios el fin). La soberbia es el antropocentrismo, el humanismo que pone al hombre en el centro como señor de sí mismo y de todo cuanto existe. La soberbia consiste en ignorar que somos contingentes y que nuestra vida está en manos de Dios permanentemente. La soberbia es la autodeterminación, la autonomía moral del hombre, la autoposesión y el negarse a aceptar la dependencia radical del hombre respecto a Dios. La soberbia es el pecado de Lucifer: el «non serviam».
Contra la soberbia, hemos de procurar la virtud de la humildad, como María: «hágase en mí según tu palabra. He aquí la esclava del Señor».
En segundo lugar, la avaricia, que es una forma de idolatría. Consiste en fiar la felicidad en la posesión de bienes terrenales. La felicidad es el dinero y todo lo que el dinero te proporciona: comodidad, lujo, placeres, viajes… El dinero es el dios al que tantos adoran y tras el que tantos andan. «Señor no me des tanto como para que me olvide de Ti ni tan poco, como para que reniegue de Ti».
En tercer lugar, la lujuria: es la esclavitud de moda. La felicidad es el orgasmo. Y vale todo con tal de disfrutar: todas las depravaciones están permitidas y cuanto más perversas y escandalosas, mejor. La pornografía está educando a los niños y provocando una ola de violaciones – individuales y en grupo – como nunca se recuerda. La pornografía, la trata de mujeres y niños para consumo sexual de los pervertidos babosos, el onanismo, la hipersexualización de la sociedad son cánceres abyectos que dan mucho asco.
En cuarto lugar, la ira: la violencia extrema, las bandas juveniles, el narcotráfico, las mafias, las guerras, los atracos, la okupación de bienes ajenos, la violencia doméstica…
En quinto lugar, la gula, que es un deseo desordenado por la comida y la bebida. Forma parte de el ansia desordenado de placeres terrenales: «hay que disfrutar de la vida: comamos y bebamos que mañana viviremos».
En sexto lugar, la envidia, que muchas veces conduce a la ira, a la violencia. El deseo de tener y disfrutar de las cosas que otros tienen puede conducir a la revolución. El marxismo no es otra cosa que la envidia convertida en violencia y en arma política. La okupación de casas ajenas, la corrupción, el robo y la rapiña…
El séptimo pecado capital es la pereza que es desafecto por las cosas que uno tiene que hacer. La pereza es dejadez e irresponsabilidad. Es no hacer lo que sabemos que tenemos que hacer porque no nos gustan nuestras obligaciones y nos apetece más disfrutar de no hacer nada.
¿Y quién nos puede liberar del pecado?
Sólo Jesucristo. Nadie más que Él puede salvarnos, redimir nuestros pecados y llevarnos a la vida eterna. Ni Buda, ni Brahma, ni Krishna, ni Mahoma, ni la Pachamama ni ningún otro ídolo pueden salvarnos. Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y no hay otro. Sólo la Iglesia fundada por Él cuenta con los medios precisos para nuestra redención, para el perdón de los pecados: los sacramentos del bautismo y de la confesión. El don de la liberación de nuestros pecados nos lo alcanzó Cristo en la Cruz, cuando murió asumiendo sobre sí el castigo que nos merecemos por nuestros pecados. Por el bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión.
«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones».
El bautismo y la penitencia son las medicinas que nos libran y nos curan del pecado. Son medicinas purgativas que nos preparan y nos limpian para acercarnos dignamente a la unión con Cristo en el Santísimo Sacramento. Porque la Hostia que comulgamos es Cristo: no es pan. La Hostia es el Corazón de Jesús, es el Hijo de Dios, el Logos hecho hombre, el Creador y Señor que todo cuanto existe; es el mismo que padeció y sufrió tormentos y cruz para recibir el castigo que merecíamos por nuestros pecados.
Sólo cuando nuestros pecados son perdonados por el sacerdote podemos comulgar y unirnos íntimamente a Cristo para que el Señor nos vaya santificando y haciéndonos cada día más parecidos a Él. La Hostia Santa es el alimento que nos fortalece y nos santifica para la vida eterna.
Por eso, fuera de la Iglesia Católica no hay salvación [1], porque solo la Iglesia tiene el poder concedido por Cristo de perdonar los pecados y alimentarnos con la Santa Comunión para conducirnos a la Patria Celestial. Sin el bautismo y la confesión, no hay perdón de los pecados, no hay salvación, no hay esperanza ni caridad. Todos los hombres somos pecadores y sólo por el bautismo y la penitencia Dios nos libera de la esclavitud del pecado y nos abre las puertas del cielo. La felicidad es vivir en gracia de Dios. En este mundo no hay otra felicidad mayor que esa. Sólo Cristo nos salva a través de la gracia que dispensa a través de los sacramentos de la Iglesia Católica.
El mundo será un lugar justo y pacífico cuando todas las naciones y todos los pueblos reconozcan que no hay otro Rey y Señor que Jesucristo. Cristo volverá en gloria y majestad y acabará con este mundo de pecado y, entonces, habrá un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia y el lobo y el ternero pacerán juntos y con las lanzas y las espadas se construirán arados.
La verdad nos hace libres. Y quien busca la verdad, tarde o tempranos, se encontrará con Dios. Últimamente, en la propia Iglesia se desprecia la Verdad. Y se dice que todas las religiones son queridas por Dios o que hay que adorar a la Pachamama (idolatría pura y dura) o que el adulterio o la poligamia no son pecados mortales y que quienes viven en situaciones irregulares pueden comulgar como si nada.
La Verdad que nos hace libres es Cristo. Quien nos libera del pecado, del mal del mundo, es Cristo. Quien nos hace libres es Cristo. Y cuanto más sometidos a Dios, más libres somos. Porque somos libres para amar, alabar y dar gloria a Dios y así, salvar nuestra alma. La libertad que Dios nos da es libertad para amarlo sobre todas las cosas y para amar al prójimo por Él. La libertad que Dios nos da es la libertad de la caridad. Cuando nada te importa más que Dios, eres realmente libre para decir y hacer lo que Dios quiere que digas y hagas, sin miedo a quienes puedan matar tu cuerpo, a quienes te puedan humillar o despreciar; y sin más temor que el temor de Dios: el temor de pecar, de no cumplir siempre su voluntad. Cuando ese es tu único temor, entonces puedes decir que gozas de la libertad de los hijos de Dios.
Hoy en día, la Iglesia me recuerda lo que San Pablo criticaba:
Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir. Esto, hermanos, os lo digo porque he sabido por los de Cloe que hay entre vosotros discordias y cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo.
¿Está dividido Cristo? ¿O ha sido Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en su nombre?
Francisquistas primaverales, progres del nuevo paradigma; oficialistas que cantan loas y tocan la lira mientras arde Roma; neocones que añoran a Benedicto o a Juan Pablo II; tradicionalistas, tantas veces sectarios y tantas veces cayendo en faltas de caridad: «¡nosotros tenemos la razón!»; sí, pero la razón sin caridad, de nada sirve.
Todos los católicos somos de Cristo. Y sólo de Cristo, que es la Verdad. Ni de Francisco, ni de Benedicto, ni de Juan Pablo II, ni de nadie más. La papolatría es pecado de idolatría. El Papa no es la reencarnación de Dios. El Papa está al servicio de la fe y de la caridad y su ministerio consiste en confirmarnos en la fe a todos los fieles. Pero el Espíritu Santo no le ha concedido poder para cambiar la doctrina o introducir doctrinas nuevas. Ningún Papa tiene ese poder.
La tradición se define como el depósito de la fe transmitido por el magisterio siglo tras siglo. Ese depósito es el que nos dio la Revelación, es decir, la palabra de Dios confiada a los apóstoles y cuya transmisión está asegurada por sus Sucesores. El depósito de la Revelación quedó terminado el día de la muerte del último apóstol. Ahí se acabó todo: ya no se puede tocar nada hasta la consumación de los siglos. La Revelación es irreformable.
El concilio Vaticano I lo recordó explícitamente: «La doctrina de fe que Dios reveló no fue propuesta a las inteligencias como una invención filosófica que las inteligencias debieran perfeccionar, sino que fue confiada como un depósito divino a la Esposa de Jesucristo (la Iglesia) para que fuera fielmente guardada e infaliblemente interpretada».
Y ese mismo Concilio Vaticano I deja claro que «el Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y expusieran fielmente la revelación transmitida por los apóstoles».
Por su parte, Benedicto XVI, en la misma línea, enseñó que «la potestad de enseñar, en la Iglesia, comporta un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario, el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su palabra. El Papa no debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y a la Iglesia a la obediencia hacia la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y dilución, como frente a cualquier oportunismo».
Ven Señor Jesús. No tardes, que perecemos.
Bendito sea Dios y bendita sea María Santísima
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[1]
Enseñanzas inalterables:
Papa Inocencio III, Cuarto Concilio de Letrán, constitución 1, 1215, ex cathedra: “Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual absolutamente nadie se salva, y en ella el mismo sacerdote es sacrificio, Jesucristo”.
Papa Bonifacio VIII, Unam sanctam, 18 de noviembre de 1302, ex cathedra: “Por apremio de la fe, estamos obligados a creer y mantener que hay una sola y santa Iglesia católica y la misma Apostólica, y nosotros firmemente la creemos y simplemente la confesamos, y fuera de ella no hay salvación ni remisión de los pecados. (…) Ahora bien, someterse al Romano Pontífice, lo declaramos, lo decimos, definimos y pronunciamos como de toda necesidad de salvación para toda criatura humana”.
Papa Clemente V, Concilio de Vienne, decreto # 30, 1311-1312, ex cathedra: “Puesto que hay tanto para regulares y seglares, para superiores y súbditos, para exentos y no exentos, una Iglesia universal, fuera de la cual no hay salvación, puesto que para todos ellos hay un solo Señor, una fe, un bautismo…”.
Papa Eugenio IV, Concilio de Florencia, sesión 8, 22 de noviembre de 1439, ex cathedra: “Todo el que quiera salvarse, ante todo es menester que mantenga la fe católica; y el que no la guardare íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre”.
Papa Eugenio IV, Concilio de Florencia, “Cantate Domino”, 1441, ex cathedra: “[La Iglesia] Firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo los paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles (Mt. 25, 41), a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia católica”.
Papa León X, Quinto Concilio de Letrán, sesión 11, 19 de diciembre de 1516, ex cathedra: “Así que regulares y seglares, prelados y súbditos, exentos y no exentos, pertenecen a una Iglesia universal, fuera de la cual absolutamente nadie es salvo, y todos ellos tienen un Señor, una fe”.
Papa Pío IV, Concilio de Trento, “Iniunctum nobis”, 13 de noviembre de 1565, ex cathedra: “Esta verdadera fe católica, fuera de la cual nadie puede salvarse, y que al presente espontáneamente profeso y verazmente mantengo…”.
Papa Benedicto XIV, Nuper ad nos, 16 de marzo de 1743, Profesión de fe: “Esta fe de la Iglesia católica, fuera de la cual nadie puede salvarse, y que motu proprio ahora profeso y firmemente mantengo…”.
Papa Pío IX, Concilio Vaticano I, sesión 2, Profesión de fe, 1870, ex cathedra: “Esta verdadera fe católica, fuera de la que nadie puede ser salvo, que ahora voluntariamente profeso y verdaderamente mantengo…”.
9 comentarios
Es la gran clave. LA clave. Vienen a por Él; saben que cargándose la Eucaristía se cargan la Iglesia, porque se han dejado mentir por el padre de la mentira: NADIE se cargará la Iglesia, porque NADIE se cargará la Eucaristía. Les ha mentido, les ha estafado y se han dejado estafar, con gusto, casi frenesí.
Ayer, celebrando a N. S de la Merced, suplicaba precisamente para nuestra Señora, por la liberación de las esclavitudes. Leyéndote ahora, me ha dado un gran regocijo saber que hay muchas, muchas voces pidiéndole lo mismo. Para nosotros y los otros, conversión y libertad. La libertad que nos significan las cadenas de la caridad; el aire vital que significa la vida en gracia, que es propiamente vida.
Agregar sólo una cosa: Mi gratitud por este valioso texto.
Saludo cordial.
Pueblo fiel: "para esto estoy en el mundo: para dar testimonio de la verdad"
F1: ¿ Y qué es la Verdad ? ¿Quién soy yo para juzgar?
Respecto a la Pachamama que veo que Pedro vuelve a mencionar al igual que en su último post (si no me equivoco) muy recomendable este podcast de Michael Lofton (enlace abajo) en donde se discute y se argumenta que no se adoró a la Pachamama en los jardines vaticanos. https://www.youtube.com/live/x9vWkXaZp0U?si=9YEasVw2Vg5wnawW
El Señor te bendiga y te guarde bajo el amparo de la Santísima Virgen María.
Ezequiel 33,6: Pero si el centinela ve venir la espada y no toca la trompeta, y el pueblo no es advertido, y una espada viene y se lleva a uno de entre ellos, él será llevado por su iniquidad; pero yo demandaré su sangre de mano del centinela.
Isaías 56:10,11: Sus centinelas son ciegos, ninguno sabe nada. Todos son PERROS MUDOS que no pueden ladrar, soñadores acostados, amigos de dormir;…
Non Nobis.
A cuántos les pesan esas declaraciones.
Cuántos se autoproclaman católicos, pero niegan que solo hay salvación en la IC.
Negar con pertinacia una verdad, que ha de creerse con fe divina y católica, es herejía.
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