Pues nos echaremos al monte
El P. Vetusto, don Gabriel Vetusto, abrió el semanario católico Alfalfa y Omega 3 – subtitulado “Una Iglesia sostenible contra el cambio climático y la desigualdad” – y tomó un sorbo de café. Le gustaba el café solo, negro, puro; pero, eso sí: con mucho azúcar. Su abuela lo había acostumbrado desde que era un guajín[1] a tomar el café con mucho azúcar y, aunque los puristas le reprocharan continuamente que lo que tomaba era azúcar con café, el bueno de don Gabriel se remitía a sus antepasados como criterio más que válido para justificar su debilidad: a fin de cuentas, la tradición era la tradición. Y aquella era una usanza muy arraigada en su familia desde la época del estraperlo y las cartillas de racionamiento. Sólo había algo mejor que un café solo con mucho azúcar: un café solo con mucho azúcar y un chorrito de orujo blanco (sin concesiones a las hierbas). Don Gabriel solía decir que había que echar “unes pingarates” al café para calentar el gaznate y avivar el alma. En ningún caso se le podía pasar por la cabeza al P. Vetusto que “unes pingarates” de orujo blanco pudieran ser motivo siquiera de pecado venial.