Un congreso de liturgia previsible… lamentablemente (II)


Las intervenciones de monseñor Pere Tena y el diácono mosén Urdeix fueron, por supuesto, las esperadas. Después de todo, ya conocemos cuál es su línea en materia de liturgia. Por otro lado, dado que en el simposio sobre el motu proprio Summorum Pontificum de hace algunos meses ya expresaron sus opiniones al respecto, parecía inútil sobreabundar en el tema. Lo que ahora nos interesa son las ponencias (por orden cronológico) del arzobispo Piero Marini y del cardenal Gottfried Daneels, de quienes ya hemos apuntado algunos datos reveladores en la primera parte del presente artículo. Vaya por delante, de todos modos, que todo cuanto vamos a referir en estas líneas está basado en lo que sabemos ex auditu por haber estado presentes en ambas exposiciones, a reserva, por supuesto, de la publicación de las actas correspondientes, en las que quizás pueda omitirse algún momento –digamos– “coloquial” (pero muy revelador) que pueda parecer menos adecuado para figurar impreso.

Comencemos por monseñor Marini. El título de su disertación era el mismo de su libro Liturgia e Bellezza. Nobilis Pulchritudo, que había sido presentado la víspera en su traducción española, editada por la Desclée de Brouwer en 2006 bajo el título Liturgia y Belleza. Nobilis Pulchritudo. El objeto del discurso del ex ceremoniero papal era el de discernir el criterio fundamental de la belleza en la liturgia, más allá de los gustos y las modas. De acuerdo con él, la consideración de la belleza en la liturgia parte del carácter de ésta como signo, es decir, como algo de carácter sensible que nos remite a una realidad espiritual. La nuestra es una religión de encarnación: lo espiritual se hace accesible a los sentidos por medio del signo; se encarna en lo material; “el Verbo se hizo carne”. Ahora bien, este concepto de encarnación comporta necesariamente una dimensión estética.

Quizás el arzobispo Marini debería haber precisado que la belleza existe previamente a su expresión plástica. Es uno de los trascendentales del Ser y es intercambiable con el Bien y la Verdad (in unum simpliciter convertuntur). Tener en cuenta esto es ubicar la belleza en la justa perspectiva y librarla de la sujeción de las realizaciones estéticas concretas, que no son sino participación de ella. Como sostiene San Agustín, Dios es bello y la belleza de las criaturas procede de Él (“Nulla essent pulchra nisi essent abs Te”). Así pues, la belleza en la liturgia no sólo proviene del hecho de que ésta es signo en virtud de la encarnación, sino también porque es culto a Dios, autor de la belleza y él mismo belleza infinita. Entonces se comprende que el signo material no es sino una mediación para captar la belleza absoluta de Dios, inseparable de su Bondad y Verdad. De otro modo, caeríamos en una noción materialista y empirista de lo bello. La encarnación comporta necesariamente una dimensión estética no por lo que tiene de material, sino por lo que tiene de espejo que refleja –aunque imperfectamente– la Belleza increada y eterna.

El conferenciante desarrolló su tema en cuatro partes: 1) Liturgia, belleza e Iglesia, 2) La liturgia como acción divina y humana, 3) La actuación de la belleza en la liturgia querida por el Concilio Vaticano II y 4) Belleza y santidad. No vamos a detenernos en un desarrollo pormenorizado de estos temas, sobre los que monseñor Marini dijo muchas cosas ciertamente interesantes y que podrían ser subscritas por cualquiera de nosotros (como, por ejemplo: que la liturgia prolonga y actualiza los gestos de Jesucristo, el carácter teándrico de la acción litúrgica, la necesidad de no confundir el papel del que preside la celebración con el de un animador de la asamblea, o que la participación en la liturgia debe ser consciente, activa y piadosa). Sí queremos llamar la atención sobre ciertas afirmaciones que se deslizaron sutilmente como cabezas de playa de una doctrina menos ortodoxa, que subyace a todo el planteamiento de los fautores de la revolución litúrgica (expresión ésta que rechazó, por cierto, el arzobispo aunque corresponda a la más aplastante realidad).

En primer lugar, nos referiremos a la idea de que el Concilio Vaticano II fue como un borrón y cuenta nueva, como un ricominciare da capo para decirlo a la italiana. En palabras de Marini, gracias a él la Iglesia salió de un estado de Cristiandad y de Contrarreforma para proyectarse hacia una verdadera unidad y universalidad. Así pues, la Iglesia preconciliar no habría sido auténticamente una y universal, sino que se habría convertido en reducto de exclusivismo y restricción. Los veinte concilios ecuménicos anteriores, en su afán de precisar la doctrina católica contra los errores y herejías, habrían suscitado la división e impedido que la Iglesia cumpliera su misión de evangelizar a todas las gentes, es decir, habrían anulado su carácter universal. Por otra parte, parece como si la Cristiandad, es decir, la concordia (que no confusión) entre el poder espiritual y el poder temporal hubiera sido algo indeseable y hasta nocivo para la sociedad. Además, ¿por qué esa alergia a la Contrarreforma? El espíritu de Trento –como ya se dijo en estas líneas– produjo óptimos frutos de santidad y genuina renovación y los produjo precisamente por la reafirmación de la doctrina y la disciplina católicas frente a los ataques de los novadores del siglo XVI. Nadie duda de que la Iglesia, institución tan humana como es divina, necesita de vez en cuando un a puesta a punto, pero siempre dentro de una línea de continuidad y no de ruptura. Se puede adivinar a cuál línea se adscribe Monseñor Marini.

Por lo que respecta concretamente al campo litúrgico, el Concilio Vaticano II es pionero en opinión del arzobispo, ya que no sólo ha redescubierto la liturgia, sino que la ha puesto en el centro de la vida cristiana, siendo la primera asamblea de su tipo que se ocupó de ella en su globalidad. En realidad, la liturgia venía redescubriéndose en la Iglesia desde mediados del siglo XIX gracias a dom Prosper Guéranger y el movimiento litúrgico que él inició desde su abadía de Solesmes para contrarrestar los efectos de la que él llamó “herejía antilitúrgica”, imbuida de galicanismo y jansenismo. El renacimiento litúrgico, además, tuvo dos grandes impulsores en los papas San Pío X y Pío XII. El primero restauró la música sacra y dictó una sabia reforma del breviario romano; el segundo, es el autor de la carta magna de la liturgia católica cual es la encíclica Mediator Dei (que, por cierto, cita Marini falseándola, como veremos) –en la que su augusto autor se ocupa del tema litúrgico en su globalidad– y de una serie de reformas litúrgicas en la línea tradicional y ortodoxa que se juzgaron útiles en su momento. Así pues, bastante antes del Vaticano II ya había recuperado la liturgia su centralidad en la vida cristiana. Prueba de ello es que nunca como en la primera mitad del siglo XX se editaron tantos misales bilingües para uso de los fieles (ni se editarían en tanta proporción después del supuesto redescubrimiento conciliar). Con esto no queremos restar méritos a la constitución Sacrosanctum Concilium, que efectivamente es una enseñanza magistral sobre sagrada liturgia, pero no es por ello menos deudora de la Tradición y, concretamente, de la Mediator Dei.

Según Marini, algunos piensan que con el Concilio Vaticano II hubo una “revolución litúrgica”, cosa que a su juicio no es cierta, pues se pueden rastrear los mismos temas de la reforma conciliar en una fuente tan temprana como Rosmini, que trata de ellos en su célebre tratado Le cinque piaghe della Chiesa (Las cinco llagas de la Iglesia). A este punto debemos replicar que hay que aclarar primero qué es lo que se está atribuyendo al Concilio. Estamos plenamente de acuerdo en negar que el Concilio promoviera una “revolución conciliar”: ésta vino después, por obra del Consilium, instituido al margen de la Sagrada Congregación de Ritos (la instancia verdaderamente competente en la materia) y que filtró todos los principios deletéreos que habían estado introduciéndose solapadamente en el movimiento litúrgico (principalmente: ecumenismo irenista y modernismo). Y esto no sólo lo afirman los “tradicionalistas recalcitrantes y nostálgicos”, sino que lo dejó claramente reflejado en sus notas el cardenal Antonelli, miembro del Consilium. En realidad, no hay contradicción más patente entre un texto conciliar y su aplicación concreta postconciliar que en el caso de la Sacrosanctum Concilium y la reforma salida del Consilium, ésta sí, velis nolis,una verdadera revolución, cuyos antecedentes más que en Rosmini se pueden encontrar en los documentos del sínodo jansenista y josefinista de Pistoya (1786), cuyos errores condenara Pío VI en 1794.

Abundando en el ditirambo, el ponente afirmó que el del Concilio es un tiempo privilegiado y de magnífica renovación de la liturgia. Es más: en él quedó establecido el criterio de belleza que la caracteriza como tal. En la constitución conciliar se dice, en efecto, de los ritos que “deben resplandecer con noble sencillez”: aquí tenemos la nobilis simplicitas de la que es un abanderado y tan entusiasta se muestra monseñor Marini. Sin embargo, cuidado: se trata de una expresión que hay que coger con pinzas, pues en el dominio litúrgico no significa necesariamente lo mismo que en el campo de la estética. Cualquiera con una cierta formación de historia de las ideas artísticas sabe que eso de “noble sencillez” (nobilis simplicitas) no lo inventó el Concilio, sino que es la manera como Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) –uniéndolo al concepto de “serena grandeza”– caracterizó al arte de la Antigüedad clásica, definiendo así un criterio de belleza que inspiraría la reacción neoclásica contra el Barroco y el Rococó.

El peligro de este tipo de definiciones es que dependen mucho del gusto del día y acaban justificando verdaderas barbaridades. Recordemos la furia iconoclasta de los partidarios del frío y abstracto neoclasicismo, que en España se abatió sobre retablos barrocos para rehacerlos según los cánones que se pensaban que eran grecorromanos (sin la gracia de la originalidad clásica o tan siquiera de la de su recreación renacentista). Cuando el Barroco volvió a revalorizarse ya era tarde para muchas obras en él inspiradas. No deja de ser sintomático que Marini sea precisamente alérgico a la Contrarreforma (cuya expresión artística es justamente aquel estilo). Por otra parte, sencillez no significa necesariamente despojo, pero es precisamente de despojo de lo que hay que hablar cuando consideramos la aplicación práctica de la revolución litúrgica. Además, precisamente fue bajo el período de Marini como ceremoniero papal cuando las celebraciones litúrgicas pontificias estuvieron más sujetas a tendencias inspiradas en principios efímeros y más que discutibles, para nada clásicos o sea dignos de imitación (asimetrías, colores pastel, motivos decorativos insólitos, elementos chocantes con el entorno, etc.). Para ser revolucionario y sentar escuela se debe ser una Coco Chanel o una Mary Quant, pero un Piero Marini no puede pretenderlo: ni era el papel que le correspondía ni se condice con la dignidad de la capilla del Papa.

Un punto que suponemos que no emergerá a la luz (dada la gravedad de lo afirmado por el disertante), pero que escuchamos atenta y perfectamente durante la exposición que nos ocupa fue el que hacía referencia al sacerdocio. Prueba de que monseñor Marini era consciente de la enormidad que iba a proferir lo constituye el comentario que, a guisa de provocación medio jocosa, hizo como exordio: “Supongo que entre los presentes no habrá ningun teólogo de la Congregación de la Fe”. Así pues, muy suelto de huesos, sostuvo que el sacerdocio es único para el culto y que el Nuevo Testamento lo atribuye a Cristo y al Pueblo de Dios, sin que se hable en ningún momento de las personas individuales. Según él no hay dos sacerdocios, sino dos modalidades de participación en el único sacerdocio, modalidades que, por lo tanto, se diferenciarían simplemente por grado. De esto se deduciría que el sacerdocio ministerial no es sino una forma eminente del sacerdocio común, pero no otorgaría al hombre que está de él investido ese plus ontológico que hace de él hombre-sacerdote, con carácter indeleble como tal y con los mismos poderes de Cristo, en cuya persona actúa. Para Marini el sacerdocio ministerial tiene tan sólo un rol creativo, en el sentido de hacer emerger la belleza en la acción litúrgica (que es lo propio de un showman). Nada, pues, de sacerdote como sacrificador y santificador una cum Christo, in persona Christi. Pero esto ya está en el terreno de la herejía. Lo más grave no fue que esto se llegara a decir en un congreso católico, sino que los muchos sacerdotes –jóvenes y ancianos– que asistían asintieran complacidos con la cabeza, como hacían a cada cierto trecho de la conferencia. Esto nos lleva a plantear una pregunta de grave trascendencia: ¿qué idea tienen nuestros sacerdotes de sí mismos? Porque según la respuesta las consecuencias pueden ser tremendas.

Por cierto, no podemos dejar de recordar un pasaje de la Mediator Dei que parece profético a este respecto: “Hay en efecto, en nuestros días, algunos que, acercándose a errores ya condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento, con el nombre de Sacerdocio, se entiende solamente algo común a todos los que han sido purificados en la fuente sagrada del Bautismo; y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la última Cena de que hiciesen lo que El había hecho, se refiere directamente a toda la Iglesia de fieles; y que el Sacerdocio jerárquico no se introdujo hasta más tarde. Sostienen por esto que el pueblo goza de una verdadera potestad sacerdotal, mientras que el Sacerdote actúa únicamente por oficio delegado de la comunidad. Creen, en consecuencia, que el Sacrificio Eucarístico es una verdadera y propia «concelebración», y que es mejor que los sacerdotes «concelebren» juntamente con el pueblo presente, que el que ofrezcan privadamente el Sacrificio en ausencia de éstos”.

Para concluir con este muestrario de las “perlas” del arzobispo Piero Marini consignaremos lo que dijo acerca de la actuosa participatio (participación activa) de los fieles en la Liturgia. Para él el Concilio Vaticano II sólo reconoce una única modalidad de participación definida en el artículo 30 de la Sacrosanctum Concilium: “Para promover la participación activa se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado”. A este ideal contrapuso lo que él tiene por “única forma de participación” admitida en la Iglesia anterior al concilio, citando parcialmente la Mediator Dei: los fieles pueden ciertamente participar en la liturgia “de otras maneras, que a algunos les resultan fáciles, como por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo o realizando ejercicios de piedad y rezando otras oraciones, que, aunque diferentes en la forma de los sagrados ritos, corresponden a ellos por su naturaleza”. Pero esto estaba dicho en tiempos en los que la mayoría de la gente era poco letrada o incluso analfabeta (como en muchos pueblos de España e Italia, por ejemplo) y que, por lo tanto, les hubiera sido imposible o muy difícil captar el sentido de las ceremonias, pero ni tan siquiera seguir las explicaciones de un misal. La Iglesia, que siempre ha sido una maestra muy sabia, comprendió que la liturgia no es un discurso meramente intelectivo, sino una vivencia espiritual en la que está involucrada toda la persona y que ésta se acerca a ella con los recursos que buenamente tiene. Por eso, en épocas de ignorancia, evangelizó con la piedra, con los vidrios coloreados, con las devociones populares (las cuales, de todos modos, siempre estuvieron en relación con la liturgia, con sus ciclos y sus motivos).

Bien se cuidó de decir monseñor Marini, por otra parte, que en los párrafos inmediatamente anteriores de su encíclica, Pío XII enumeraba otros modos de participación, siendo el primero el que expresaba con estas palabras (que, por cierto, anticipan al Vaticano II): “Son, pues, dignos de alabanza aquellos que, a fin de hacer más factible y fructuosa para el pueblo cristiano la participación en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner oportunamente entre las manos del pueblo el «Misal Romano», de forma que los fieles, unidos con el Sacerdote, rueguen con él, con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia, y aquellos que tienden a hacer de la Liturgia, aun externamente, una acción sagrada en la que comuniquen de hecho todos los asistentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber: cuando todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde disciplinadamente a las palabras del Sacerdote, o sigue los cantos correspondientes a las distintas partes del Sacrificio, o hace las dos cosas, o, finalmente, cuando en las Misas solemnes responde alternativamente a las oraciones del Ministro de Jesucristo y se asocia al canto litúrgico”.

Aurelius Augustinus

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