Probablemente Dios no existe: sácale el jugo a la vida o pégate un tiro


Creo que los señores ateos y librepensadores que han iniciado su batallita de los autobuses habrían hecho mejor en escribir el encabezado que preside este artículo en lugar del eslogan que han escogido, pues al fin y al cabo, despreocuparse y ser feliz no es tan sencillo como nos lo pretenden hacer creer. Y, si no, que se lo cuenten a todos los que no tienen trabajo o lo tienen precario, a los que se las ven y se las desean para llegar a final de mes, a los que tienen que ingeniárselas en cómo mantener a su familia, a los enfermos crónicos, a los desahuciados, a los inválidos, a los que son víctimas de adicciones, a los que vegetan tristemente en las cárceles, a las víctimas del terrorismo, a las de de las guerras, a los damnificados de las catástrofes naturales, a los ancianos despreciados o abandonados, a los niños sin infancia, a los explotados, a las mujeres maltratadas, a los menores acosados, a los que sufren depresión, a los perseguidos, a los inmigrantes de las pateras, a los marginados, a los sin techo, a los esclavos (que los hay todavía), a los prostituidos, a los que nadie quiere…

Si el único consuelo que toda esta pobre gente puede tener en la creencia en Dios se le quita, la verdad es que la vida se convierte en un auténtico callejón sin salida y una broma de muy mal gusto de sabe Dios (¡con perdón!) quién o qué (que responda Mr. Dawkins, que, al parecer, fue testigo presencial del Big Bang y certifica que no había allí nada que se pareciera a Dios). O sea que, encima de venir a este valle de lágrimas a padecer sin cuento (que eso es para muchos la existencia), ni siquiera queda la esperanza de que al menos, al final del camino, valió la pena. Tantos sacrificios, tantas abnegaciones, tanta paciencia, tanto aguante, tantos suplicios, tantos dolores morales y físicos… ¿en nombre de qué o para qué? Si todo se acaba con la muerte y después de la muerte no hay nada… ¿Amor, honor, heroicidad, deber, virtud? No son más que el producto de impulsos y reacciones físico-químicas del cerebro. ¿El amor más sublime del mundo, el de una madre? Depende de secreciones glandulares. Una vez que se apaga la chispa de la vida en un organismo humano, todo eso ya no tiene sentido… si es que alguna vez lo tuvo.

Si esto es así, entonces una de dos: o uno se convierte en el sinvergüenza más redomado y le saca el jugo a la vida o más vale acabar de una vez y suicidarse. No es razonable penar indefinidamente cuando se puede encontrar el alivio definitivo: total es un instante y después la nada. Pasar del ser al no ser no se siente en absoluto: si deja se existir el sujeto, dejan de existir sus operaciones. Pero de lo que se trata es de disfrutar y ser feliz si se puede, así que antes de una solución tan drástica se puede probar a ser uno de los pocos afortunados. Así pues, como nadie le va a regalar a uno nada, habrá que tomar los medios de se ser feliz por las buenas o por las malas. Pero en esta perspectiva, ¿qué es lo bueno y qué es lo malo? La ley moral, puesto que no hay un Dios que la haya impreso en la naturaleza humana (¿qué es eso?) y la haya decretado, no existe. No se deduce tampoco de un universo salido del caos y abocado a él. El bien o el mal no es, pues, algo extrínseco a uno, sino que está determinado por la utilidad o provecho de cada quien. En realidad, pues, tomarse el mundo por montera y medrar sin escrúpulos y a costa de quien sea o de lo que sea, no es ser sinvergüenza sino ser más listo. Y es, desde luego, moral porque se adecua al criterio subjetivo de bien y de mal que, si no hay Dios, es el único válido y sensato.

Además, es de lo más acorde con la teoría de la evolución de las especies y de la supervivencia del más apto. Desde el materialismo darwinista la vida en este planeta sólo puede verse en términos de lucha y competencia y de extinción de los más débiles. No se puede, pues, echar en cara a nadie que se emplee a fondo en desarrollar su instinto de supervivencia empleando la ventaja de una mejor secreción glandular o un mejor funcionamiento electroquímico de su cerebro (lo que se llama “inteligencia”) para ponerla a su servicio y poder despreocuparse y ser feliz. Si como consecuencia de ello tienen que sufrir o ser liquidados los más débiles, ¡qué se le va a hacer! Es ley de vida. Así pues, la filantropía, el espíritu de solidaridad, la hermandad universal, la tolerancia, la camaradería, el voluntariado, el humanitarismo y todo lo que, sin mancharse con el nombre desafortunado de “caridad” (que huele demasiado a Dios) promueve la colaboración entre los congéneres humanos no son más que monsergas y estupideces y van en contra de la selección natural.

De modo que Calígula, Nerón, Iván el Terrible, Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot y otros tiranos semejantes (de muchos de los cuales abominan los ateos), en realidad no es que hayan sido malvados, sino mucho más avispados y capaces que sus semejantes, más aptos para la supervivencia, en mejores condiciones para disfrutar y ser felices. Durante más o menos tiempo, todos ellos gozaron de un poder omnímodo y pudieron satisfacer sus apetitos, sus instintos y sus deseos; algunos de ellos murieron en la cama; otros acabaron desastrosamente, pero ¡que les quiten lo bailado! Ahora, en la nada en la que se han convertido, ¿qué les importa de la execración de la que son objeto? Ni se enteran. Y como no hay ni cielo ni infierno, pues al final resulta que se han ido de rositas. Pero entonces, en lugar de vituperarlos, habría que admirarlos y tratar de imitarlos: son los que mejor han entendido el asunto.

Hitler, por ejemplo, es admirable. No era ni un junker prusiano como Bismarck, ni un acaudalado como los Krupp, ni un señorito de alta prosapia como cualquiera de los príncipes que poblaban las páginas del Gotha. Era un pobre cabo austríaco, destinado a ser un paria, un muerto de hambre en la República de Weimar. Hubiera podido acabar como tantísimos de sus coetáneos: prostituido y alcoholizado. Sin embargo, desde su nada y después de haber eliminado a sus competidores (Ernst Röhm, por ejemplo), se alzó con toda Alemania en el giro de pocos años y acabó sometiendo a los Junkers, a los industriales y a los aristócratas, y de cabo se convirtió en Führer, al que los mariscales de campo obedecían temblando. Hitler es un ejemplar interesantísimo desde el punto de vista de la superación en la evolución de las especies y desde el punto de vista de la despreocupación ante la probable inexistencia de Dios. Gracias a ello disfrutó como un enano y, a su modo, fue feliz. Y encima no les dio a sus enemigos el gusto de capturarlo vivo cuando la fortuna se le torció.

Stalin es todavía más sorprendente. Un superviviente nato a base de selección natural y eliminación de competidores a escala colosal mediante sus célebres “purgas”. La humanidad le debe la supresión de millones y millones de bocas que alimentar con el consiguiente ahorro de recursos (cuya escasez tanto alarmaba al bueno de Malthus). El hombre que se mofaba de Pío XII, preguntando socarronamente en Yalta cuántas divisiones tenía el Papa, y que refinó la más inexorable maquinaria de ateísmo en la Historia, se lo pasó en grande en este mundo. Total, desde los tiempos en que colgó la sotana de seminarista, la improbable existencia de Dios le tuvo al pairo. Y encima se murió en la cama y en la cima del poder. ¡Qué importa que después se le denostara y Rusia se desestalinizara! A él, convertido en un cúmulo de materia desorganizada conservada en mojama, ya no podía afectarle. Podríamos multiplicar los ejemplos, pero con estos dos bastan. Hitler y Stalin sí que conocían el secreto de vivir y menudo jugo le sacaron a la vida. Total, no habiendo Dios, todo está permitido.

Así pues, o va uno a por todas y así realmente se despreocupa y puede disfrutar de la vida y ser feliz, o más le vale pegarse un tiro y, aunque no pueda disfrutar y ser feliz, al menos se le acaban las preocupaciones de golpe. Y si no, pues a resignarse a llevar una vida mediocre y cansina, que nunca se verá libre de cuidados cada vez más acuciantes y que la harán tanto más pesada e insoportable cuanto más larga. Pero, cosa curiosa, nadie parece dispuesto a una solución radical. Existe un miedo a lo desconocido radicado en el ser humano que lo retiene de precipitarse en los brazos de la muerte. Lo expresó Shakesperare de una manera muy gráfica en su comedia Medida por medida:

“¡Sí!… Pero morir e ir no sabemos adónde; yacer en frías cavidades y quedar allí para pudrirse; este calor, esta sensibilidad, este movimiento, convertirse en un puñado de blanda arcilla; esta inteligencia deliciosa, bañarse en olas de fuego, o residir en alguna región escalofriante, de murallas de hielos espesos; estar aprisionado, en vientos invisibles y arremolinarse, con violencia sin tregua, en derredor de un mundo suspendido en el espacio; o volverse más miserable que el más miserable de esos seres que imaginan aullando pensamientos inciertos y desarreglados. ¡Es demasiado horrible! La vida terrenal más penosa y más maldita que la vejez, la enfermedad, la miseria o la prisión puedan imponer a una criatura, es un paraíso en comparación a lo que tememos de la muerte”.

Todas las elucubraciones filosóficas (desde las de Heráclito, pasando por Demócrito, Helvetius, el barón de Holbach y Feuerbach, hasta llegar al “materialismo científico” y al moderno ateísmo humanista), incluso vestidas de ciencia, podrán decir lo que les dé la gana sobre que no hay trascendencia, que todo se resuelve en la realidad intramundana y que no somos más que máquinas más perfeccionadas o animales más evolucionados en el universo, destinados a la postre a disgregarnos en átomos y moléculas que se transforman. No podrán, sin embargo, jamás, tranquilizar a los seres humanos en cuanto a sus más íntimos temores y repugnancias. Y el más poderoso de ellos es el temor a la muerte.

¿No será quizás esto un indicio de que probablemente sí hay Dios? ¿Por qué la naturaleza en su evolución iba a crear en nosotros un temor tal que nos hace preferir una vida miserable a la muerte si efectivamente no tuviéramos una sed de eternidad? Y, como sabemos que todo instinto natural tiene un objeto real que lo satisface, esa sed de eternidad sólo la puede saciar el Eterno. Por cierto, ser feliz implica también la eternidad porque una felicidad que no es colmada por su objeto y se puede perder, ni es felicidad ni es nada. Sólo es contento pasajero, un paréntesis entre dos congojas. Así que, en fin de cuentas, o se sabe ser un redomado bribón o se manda mudar uno al otro barrio, pero como esto último parece que pocos están dispuestos a hacerlo, sale más rentable pensar que probablemente Dios exista. Total, al final todo se aclarará. Si resulta que Dios no existe, dará igual cuando nos muramos porque ni nos percataremos. Pero, ¡menudo chasco si, después de todo Él existe y nos hemos empeñado en negarle! Entonces sí que nos enteraremos y, en ese caso, más vale que nos pille confesados.

Aurelius Augustinus

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